—¡Fantástico! —exclamó el diablo de los números—. ¡Magnífico! ¡Pero ahora sigue!
—Estoy cansado. ¡Tengo que dormir!
—Pero ¿qué es lo que quieres? —preguntó el anciano—. Ya estás durmiendo. Al fin y al cabo estás soñando conmigo, y sólo se puede soñar cuando se duerme.
Robert tuvo que aceptar que era cierto, aunque poco a poco tenía la sensación de tener agujetas en el cerebro.
—Está bien —dijo—,
una
más de tus locas ideas, pero luego quiero descansar.
El diablo de los números alzó su bastoncillo y chasqueó los dedos. En el techo volvieron a aparecer unos cuantos números:
—Exactamente lo mismo que antes —exclamó Robert—. También puedo alargar esta serie hasta cuando quiera. Cada nuevo número será menor que el anterior. Probablemente vuelva a salir uno.
—¿Tú crees? Entonces, miremos la cosa con un poquito más de atención. Cogeremos los dos primeros números.
Ahora, en el techo tan sólo estaban los dos primeros miembros de la serie:
—¿Cuánto es esto?
—No lo sé —murmuró Robert.
—No te hagas más tonto de lo que eres —renegó el diablo de los números—. ¿Qué es más: la mitad o un tercio?
—La mitad, naturalmente —gritó enfadado Robert—. ¿Me tomas por estúpido?
—No, querido. Pero haz el favor de decirme sólo una cosa: ¿qué es más, un tercio o un cuarto?
—Naturalmente un tercio.
—Bueno. Tenemos dos quebrados, de los que cada uno es más que un cuarto, ¿y qué son dos cuartos?
—Qué pregunta más tonta, dos cuartos son la mitad.
—¿Lo ves? Así que
es más que
»Y si ahora cogemos los próximos cuatro miembros de la serie y los sumamos, vuelve a salir más de la mitad:
—Eso es demasiado complicado para mí —rezongó Robert.
—¡Tonterías! —gritó el diablo de los números—. ¿Qué es más: un cuarto o un octavo?
—Un cuarto.
—¿Qué es más: un quinto o un octavo?
—Un quinto.
—Correcto. Y con el sexto y el séptimo pasa igual.
De los cuatro quebrados
cada uno de ellos es más que un octavo. ¿Y qué son cuatro octavos ?
A regañadientes, Robert respondió:
—Cuatro octavos son exactamente 1/2.
—Magnífico. Ahora tenemos
»Y así sigue. Hasta el infinito. Verás que ya los seis primeros miembros de esta serie dan más de 1 si se les suma. Y así podríamos seguir cuanto quisiéramos.
—Por favor, no —dijo Robert.
—Y
si
siguiéramos (no te preocupes, no vamos a hacerlo), ¿adónde iríamos a parar?
—Probablemente al infinito —dijo Robert—. ¡Es una cosa endemoniada!
—Sólo que llevaría bastante tiempo —explicó el diablo de los números.
»Hasta haber llegado al primer millar, y aunque calculáramos a enorme velocidad, creo que necesitaríamos hasta el fin del mundo. Así de lento aumenta la serie.
—Entonces dejémoslo —dijo Robert.
—Entonces dejémoslo.
La escritura del techo se borró muy lentamente, el viejo maestro desapareció sin ruido, el tiempo pasó. Robert despertó porque el sol le hacía cosquillas en la nariz. Cuando su madre le tocó la frente y dijo «¡Gracias a Dios, la fiebre ha remitido!», ya había olvidado lo fácil que podía ser deslizarse del uno al infinito.
Robert estaba sentado en su mochila, en medio de la nieve. El frío se le estaba metiendo en los huesos, y seguía nevando. No se veía una luz, una casa, un alma por ningún sitio. ¡Era una verdadera tormenta de nieve! Además, estaba oscuro. ¡Si la cosa seguía así, menuda noche! Sentía los dedos acorchados. No tenía ni idea de dónde estaba. ¿En el Polo Norte quizá?
Helado, Robert intentó con desesperación calentarse dándose palmadas. ¡No quería morir congelado! Pero al mismo tiempo un segundo Robert estaba sentado cómodamente en su sillón de mimbre y veía cómo el otro tiritaba. Así que uno puede soñar con uno mismo, pensó.
Y entonces los copos de nieve que el viento frío de afuera soplaba en el rostro al otro Robert se hicieron cada vez más grandes, y el primero, el verdadero Robert, que estaba sentado en el cálido sillón, vio que ninguno de esos copos de nieve era igual al otro. Todos esos grandes y suaves copos eran distintos. La mayoría tenía seis puntas o rayos. Y si se miraba con más atención se veía que el dibujo se repetía: estrellas de seis puntas dentro de una estrella de seis puntas, rayos que se ramificaban en rayos cada vez más pequeños, puntas que producían otras puntas.