El virrey Eslava no contestó a esta aguda observación de Lezo, y se limitó a decir:
—El problema, General, es que vos no sois Vernon ni sois yo, ni vais a cambiar sus planes ni los míos… —con lo cual terminó la conversación, pero a Lezo le quedó claro que Eslava ya tenía tomada una decisión que, a su juicio, podía ser apresurada y que inmovilizaría las tropas donde no correspondía. Es más, que el Virrey no había tenido en cuenta el peligro que representaba para las defensas de la ciudad una toma de La Popa, pero no por La Boquilla, sino porque hubiese caído el San Luis y desembarcado sus tropas en Manzanillo, al interior de la bahía. Esto era tan simple que no requería de mucho esfuerzo mental para comprenderlo ni de mucha experiencia militar como para desconocerlo. Las tropas del Virrey serían así cogidas prácticamente por la espalda, sin líneas defensivas ni trincheras para guarecerse.
Lezo se marchó con la impresión de que aquél no había sido un buen primer encuentro con Eslava y que sus diferencias en la apreciación del teatro de la guerra se agudizarían con el tiempo. Y razón no le faltaba, pues el Virrey tenía entre ceja y ceja ganarse un cargo mayor en la Península a través de un brillante desempeño en la defensa de Cartagena. Y este brillante desempeño tenía que ver con el acorralamiento de las tropas de Vernon entre dos fuegos. Esto le impedía arriesgarse a cometer el más leve error que pudiera costar caro a su ambición personal. La expectativa de un aplastante triunfo sobre el asaltante, conducido mansamente al matadero, se convirtió en una idea fija para el más directo representante de los intereses reales en la Nueva Granada. Su cargo lo hacía el responsable mayor de la Plaza y, políticamente, el superior del general de la Armada española a quien también se había confiado su defensa.
Por eso, cuando a principios de marzo de 1741 la escuadra D’Antin puso rumbo a Europa por no tener suficientes aprovisionamientos en América, puesto que los franceses no disponían allí de bases de apoyo, el Virrey debió cifrar ahora todas sus esperanzas en Torres; pero cuando el famoso marino español, días más tarde, también levó anclas rumbo a La Habana porque el aprovisionamiento de su flota se hacía demasiado oneroso para la ciudad de Santa Marta, Eslava debió de quedar mustio de preocupaciones sin fin. Y pensaba: «Él mismo nos dijo en diciembre del año pasado que esperaría en Santa Marta indefinidamente a que Vernon llegara», repitiéndoselo una y otra vez, sin atinar a saber por qué había sido tomada tan infausta determinación.
Lo más probable es que el Virrey hubiera ocultado esta información a Lezo hasta donde había podido, lo cual explica la solicitud que éste le hiciera el 13 de marzo, el día de la invasión, de comunicar al gobernador de Santa Marta que todavía no saliese el Almirante a auxiliar a Cartagena, previendo no alertar a Vernon antes de que éste cumpliera con sus planes originales de invadir por La Boquilla, en el nordeste; le daba, pues, el beneficio de la duda al Virrey.
La ocultación de esta información, y el empecinamiento del responsable máximo de la defensa de Cartagena, probaría ser de vital importancia en el eventual despliegue de hombres en los puntos de ataque y, en consecuencia, de la permeabilidad de la primera línea de defensa; Lezo todavía albergaba ciertas dudas sobre los planes de Vernon y aun contemplaba la posibilidad de que el Virrey, después de todo, tuviera razón en sus apreciaciones sobre la defensa de la Plaza. A Lezo tampoco le cruzó por la mente que, justo en ese momento, Torres ya había abandonado Santa Marta.
¡Qué le iba a cruzar!, si en un consejo de guerra celebrado el 12 y 13 de diciembre de 1740, se habían reunido en la Casa del Cabildo de Cartagena el virrey Eslava, Blas de Lezo y Rodrigo Torres, generales de la Armada, el marqués D’Antin, comandante de la escuadra francesa, Melchor de Navarrete, intendente del Rey y gobernador de la Provincia de Cartagena, junto con otros altos oficiales y capitanes de los buques, a discutir si el ataque de la escuadra de Vernon iba a ser sobre Cartagena o sobre La Habana. Aunque era posible que el virrey Eslava todavía albergase dudas sobre el destino final del ataque, lo cierto es que, por ser éste el responsable del Virreinato, su mayor preocupación era asegurarse de que su jurisdicción, en caso de ser atacada, no sufriría menoscabo. Fue por eso enfático en defender, con Lezo, la tesis de que el ataque sobrevendría sobre Cartagena, arrancando de Torres su compromiso de defenderla de cualquier agresión, y por ello se había escogido la ciudad de Santa Marta, como el lugar ideal para guarecer sus respectivas escuadras. Torres, por aquel entonces, había recibido un pliego de instrucciones del príncipe de Campo Florido en el que le comunicaba que, como consecuencia del pacto entre los monarcas de España y Francia, ambas escuadras quedaban unidas por los mismos intereses. Y tales intereses no eran otros que las bodas del infante Don Felipe, hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio, con la infanta Luisa Isabel, hija de Luis XV y María Leczinska, que culminaron en la ratificación del «Primer Pacto» de familia el 2 de diciembre de 1740.
Aun así, y a la vista de tales infortunios, como eran la marcha de las dos Armadas, el Virrey no cambió de parecer en sus planes, pues siempre pensó que un correo enviado a La Habana pronto haría regresar a Torres a coger al inglés por la espalda, en caso de que éste se atreviera a atacar a Cartagena. Similares cábalas se hacía el almirante Torres, cuya flota se componía de diez navíos, un paquebote y un brulote que habían entrado en la ciudad el 23 de octubre de 1740, permaneciendo en ella hasta el 14 de diciembre; luego, ya en acuerdo con las autoridades de la Plaza, puso rumbo a Santa Marta, ciudad situada algo así como a un día de navegación de Cartagena en el mismo litoral Atlántico, desde donde pensaba contrarrestar cualquier eventual ataque; la vista de aquella formidable escuadra había devuelto la confianza, así fuera por poco tiempo, a los habitantes de la heroica ciudad. «Sería cuestión de resistir algunos días y, entonces, el inglés caería en la trampa», pensaba Eslava.
Pero los ingleses eran también hombres de guerra y de mar; Vernon sabía a lo que se exponía permitiendo que sus tropas alargaran demasiado sus líneas desembarcando en La Boquilla y penetrando hasta La Popa, con la incertidumbre de un ataque naval por la espalda y por cuenta de la escuadra de Torres, que, aunque ya sola, presentaba todavía una temible línea de fuego. Además, Torres era un expertísimo marino. La situación no se veía, pues, demasiado clara. Por eso Vernon, cuando supo de la llegada de las dos escuadras al Caribe, se hizo a la mar y comenzó a jugar al gato y al ratón, escondiendo sus buques en la inmensidad marina, siempre moviéndose, siempre alerta. Luego, cuando las armadas de Torres y D’Antin fondearon en Santa Marta, él hizo lo propio en Kingston y esperó paciente. Al conocer de la partida de las Armadas, una para Francia y la otra para La Habana, pensó que aquella sería su tan anhelada oportunidad de dar el zarpazo sobre Cartagena. Pero era preciso variar los planes para no arriesgar tanto, pues Torres podría volver sobre sus espaldas, aunque ya por aquellos días el Almirante había recibido de Inglaterra treinta y cinco navíos de línea de dos y tres puentes y 130 embarcaciones de transporte al mando del almirante Sir Chaloner Ogle para asestar el golpe decisivo. De otro lado, el comodoro Anson había marchado ya para el Pacífico a golpear la Armada española en esas aguas. Vernon, entonces, convocando un consejo de guerra, y dando rápida marcha atrás, reformuló su estrategia. Presentes estaban el almirante Ogle, el vicealmirante Lestok, el general Wentworth, este último responsable del mando de las tropas de desembarco e invasión a Cartagena, y el general Cathcart, comandante inmediato de las mismas.
—Señores —dijo pausadamente Vernon—, me he visto precisado a variar los planes de ataque e invasión. Las circunstancias imponen prudencia y cautela. Torres está a nuestras espaldas en La Habana y continuar con los planes previstos es demasiado arriesgado. Nuestro ataque a La Guaira del 22 de octubre no fue del todo exitoso, aunque probamos mejor suerte en Portobelo el 22 de noviembre, y Cartagena será una hueso muy duro de roer. Hemos dejado en Portobelo un destacamento militar para informarle a Anson del cambio de estrategia que consiste en tomarnos primero a Cartagena y después enlazar con él en Panamá. Ahora bien, la toma de Cartagena tendrá que ser ejecutada con un ataque frontal al castillo de San Luis porque no podemos alargar nuestras líneas avanzando desde La Boquilla hasta La Popa con los españoles a nuestras espaldas. No obstante, intentaremos un desembarco por allí para distraer al enemigo e inducirlo a hacer una concentración de efectivos en ese punto. Si llegara la escuadra española durante nuestro asalto al San Luis, la podríamos mantener a raya en alta mar mientras efectuamos un rápido repliegue de nuestras tropas y las ponemos a salvo en Kingston. Nosotros no resistiríamos un ataque en dos frentes que comprometiera las líneas de abastecimiento. Por ello, he dispuesto que diez navíos se encarguen de la distracción de la flota española colocados en todo el litoral desde Santa Marta hasta Cartagena en actitud de vigilancia, mientras nosotros efectuamos el ataque al castillo de San Luis, primero, y de allí, si no viene Torres, procederemos a movernos con cautela hacia el interior de la bahía y, de ser posible, desde la cabeza de playa en La Boquilla. Desembarcaremos tropas de asalto en Manzanillo, avanzaremos hacia el interior y nos tomaremos La Popa. En el entretanto, nuestra Armada bloqueará toda salida de correo que pueda avisar a Torres en La Habana.
Este cambio de planes coincidía, a grandes rasgos, pues, con lo que Lezo había previsto y advertido al virrey Eslava.
—Esto último lo entiendo, milord —replicó Ogle. Y añadió—: Pero lo que me deja sorprendido es que hayáis cambiado la estrategia de enlazar con Anson. Esta parte es vital para la rendición de todo el Imperio del Sur.
—En nada cambian los planes, Señor Ogle —agregó Vernon—. Simplemente, los hemos invertido. Antes enlazaríamos en Panamá y Cartagena esperaría. Ahora atacaremos a Cartagena y Panamá esperará. Es decir, primero abriremos la llamada «Llave de la Tierra Firme y del Perú». ¿Cuál es el problema si el orden de los factores no altera el producto?
—En la guerra, milord, no da lo mismo 4 x 3 que 3 x 4; el 4, puesto enfrente, notificará a los españoles que vamos por el Potosí y que Cartagena no es más que su desembocadura; el 3, en cambio, podría significar que nos contentamos con la desembocadura, con lo cual los españoles tendrán tiempo para reforzar sus defensas en el Perú —espetó Ogle con tanta rapidez que Vernon se quedó unos segundos perplejo y sin habla.
—El problema, Señor Almirante, es que, como vos mismo decís, el 4 significa la división de mis fuerzas y consiguiente debilitamiento del asalto a una plaza que veo cada vez más fuerte, según informes de nuestros espías. Blas de Lezo continúa haciendo previsiones sobre nuestro ataque, y vos, como yo, sabéis de sobra que Lezo es un hábil comandante. El siguiente problema, según lo veo, es la amenaza de Torres en La Habana. Si este hombre se llega a enterar de nuestro ataque, se nos vendrá encima con toda su Armada.
—Pero de nada os servirá la fuerza militar en tierra si vuestra Armada es destruida en la mar. No pasará mucho tiempo sin que los españoles den buena cuenta de ella, atacándonos por la espalda y acorralándonos contra el litoral —remató el almirante Ogle.
—Es vital —dijo el general Wentworth— que la Armada esté en forma para mantener los abastecimientos a la tropa de desembarco que comandará el general Cathcart. Si hay abatimiento sobre la Armada, yo no puedo responder por la operación en tierra —concluyó con firmeza.
—Por eso es preciso taponar de tal forma el litoral que no pase correo alguno para La Habana. Los buques se tienen que emplear a fondo en esta tarea —agregó Ogle.
—Aun así, no es lo mismo que resista un ejército sin dividir dentro ya de Cartagena, que lo haga uno inoportunamente dividido en dos. De allí que no confíe, aunque se tomen todas las medidas, en que un correo español no pasará nuestras líneas de bloqueo y avise a Torres. Por lo tanto, señores, mi decisión como comandante supremo de esta operación ha sido tomada. Atacaremos a Cartagena con todas nuestras fuerzas y, para hacerlo, empezaremos por el castillo de San Luis, pero con un movimiento de distracción por La Boquilla. Una vez tomado, avanzaremos por el canal hacia el Fuerte de Manzanillo, ya dentro de la bahía; nos dirigiremos hacia La Popa y pondremos sitio al de San Felipe. Simultáneamente, tomaremos el Castillo de Cruz Grande, frente a Manzanillo, en bocas de la ciudad, y por la Boquilla desembarcaremos una fuerza que intente sitiar a Cartagena por el nordeste. Tomado San Felipe, sus cañones batirán las murallas, lo que nos permitirá avanzar en un movimiento de tres pinzas sobre la ciudad, así: desde San Felipe hacia Getsemaní; desde Cruz Grande y desde La Boquilla hacia las murallas. Serán tres fuerzas incontenibles y, a estas alturas, aunque Torres se enterara, sería demasiado tarde.
—Volvéis, entonces, a prácticamente el mismo plan de ataque de Pointis —observó Wentworth con visible preocupación—. Y esta vez Cartagena está mejor defendida… El apoyo naval tendrá que ser decisivo para que podamos llevar con éxito la operación —enfatizó.
—Pues decidido está —concluyó Ogle—, aunque yo os aconsejaría atacar a Torres en La Habana, destruir su flota en el puerto, y regresar al plan original.
—No tendríamos entonces suficiente acopio de fuerzas para emprender otra misión.
—Pero podríamos esperar —murmuró Ogle.
—¡Ya hemos esperado bastante! —respondió Vernon—. Llevo en el agua casi dos años, y mis hombres están alcoholizados y desmoralizados con la quietud. Muchos están enfermos de lacras de todo tipo. Yo mismo estoy a punto de reventar con tanta indisciplina y problemas. Ahora sí que no podemos esperar más tiempo con todos estos refuerzos traídos de Inglaterra y levantados en estas islas. Aquí nada cambia, con la sola excepción de las tormentas tropicales; parece que el tiempo se hubiera detenido en verano, un largo y prolongado verano que dura años. ¡Años! —dijo levantando la voz, y concluyó—: ¡Estoy harto de esperar, señores!
—Pero no os ha ido tan mal, milord —observó Lestok—. Inglaterra os ha honrado con una monedas y medallas conmemorativas —dijo sacando una de su bolsillo—. Dicen: Vernon Semper Viret, «Vernon Siempre Victorioso».