—Ese ha sido mi dictamen siempre, mi Coronel. Días más o días menos, esto está perdido. Sugiero que se lo digáis vos mismo al Virrey para que dé la orden de una ofensiva general. —Eran las diez y media de la mañana. En ese momento ocho navíos de dos y tres puentes, trayendo sólo el velacho y la sobremesana, cargaron con toda su furia contra el Castillo y los buques de Lezo.
—¡Barco enemigo a babor! —gritó el vigía, y acto seguido hubo toque a zafarrancho.
—¡Fuego! —respondió el jefe de artilleros. El buque se estremeció con los fuegos disparados como si estuviera movido por una fuerza descomunal. Pronto los impactos de las naves enemigas comenzaron a hacer el daño previsto: varios cañonazos golpean debajo del filo del agua; tres pasan el palo mayor y dos el trinquete y varios otros impactan en la cámara y los camarotes. Al enemigo le fue preciso remolcar uno de los navíos suyos, de tres puentes, que quedó hecho añicos por los fuegos del Castillo y la artillería naval que le fue desmantelando los mástiles y las vergas hasta hacerle perder completamente su gobierno. Los proyectiles enramados de Lezo estaban haciendo su oficio, cortando palos y aparejos y llevándose por delante cuanto podían. Habían resultado ser un arma temible por lo eficaces en desarbolar navíos. Pero estaban usando los últimos que quedaban. Los ingleses maldecían cada vez que veían alguno de aquellos extraños artefactos dar volteretas por los aires y cortar como a mantequilla las arboladuras.
—Estos son los flagelos del Rey nuestro Señor —dijo en voz baja, pensando en los artefactos que podrían parecer los viejos flagela romanos usados para azotar a los reos.
—¿Decís algo, Señor? —interpeló el capitán Alderete que estaba a su lado.
—No, no… es que pienso que por cada latigazo que el Rey, Dios lo guarde, se inflige en sus días de disciplina, yo les mando uno a ellos… —dijo mientras Alderete lo miraba sin comprender.
Los muertos y heridos se amontonaban en ambos bandos; en los puentes y las cubiertas se veían descolgados y apilados los cadáveres destrozados por las balas. Las cubiertas estaban resbaladizas por la sangre vertida. Pero la desventaja era grande. Los seis buques de Lezo no daban abasto para los relevos correspondientes; los ingleses, en cambio, atacaban y relevaban con buques de refresco de manera permanente. El San Carlos y el San Felipe fueron quedando lentamente desmantelados; pocos palos les quedaban en pie; sobre sus cubiertas quedaban desgarbadas velas y jarcias en tal cantidad que los marinos se enredaban con ellas y caían al correr de un lado para el otro. Algunas de sus baterías estaban inutilizadas, pero la bandera de la Armada española todavía ondeaba en los navíos. Lezo dio orden de retirar a los hombres de la batería nueva que estaba recibiendo un especial castigo y ya acusaba demasiadas bajas y destrozos. El enemigo continuaba desembarcando gente y dándole apoyo naval. También se observaron desembarcos al abrigo del cañón en la zona de Varadero, con lo cual quedaba amenazado directamente el fuerte de San José que daba apoyo al San Luis.
—¿Y es que el Rey se flagela, señor? —preguntó el Capitán, aprovechando el respiro.
—Ah, es una vieja costumbre del Rey, según se dice en los cotilleos de Palacio.
Desnaux regresó al Castillo para dirigir su defensa. El bombardeo duró toda la noche y se prolongó hasta el día siguiente; el ataque se saldaba con éxito, pues estaba logrando su objetivo primordial: debilitar hasta la inmovilidad a los españoles. El enemigo tenía ya la determinación de entrar a saco y doblegar las defensas. Nadie durmió esa noche. El mismo Virrey, anonadado por la intensidad del fuego que desde Cartagena se sentía, decidió trasladarse esa misma noche a La Galicia para conocer de cerca la penosa situación en que se hallaba la defensa y pudo vivir en carne propia el feroz combate. El águila española estaba herida de muerte y el león británico rondaba. Vernon lo sabía.
El día 4 de abril continuaron las arremetidas inglesas y las andanadas de artillería se sucedían una tras otra sin descanso. Lezo resistía. Solicitó a Desnaux le enviase mil balas de calibre 18 y 24 para abastecer a sus navíos. Eslava y el General permanecían en cubierta y llegó un momento en que ambos se sentaron alrededor de una pequeña mesa a considerar un plano de situación. Las balas zumbaban y caían con un ruido ensordecedor. La Galicia respondía el fuego enemigo y sus costados se zarandeaban ante el estallido de la pólvora. El humo del cañoneo dejaba escasa visión para contemplar los mapas y los ojos de los marinos lloriqueaban irritados. Pero era una constante en la marina española e inglesa que sus capitanes permanecieran impasibles ante el fuego enemigo; es más, muchos de sus oficiales los imitaban en la inmovilidad dando las órdenes correspondientes. Este era un signo externo de valentía y serenidad ante la muerte y el peligro. Así se calibraban los buenos marinos y hombres de guerra en España y en Inglaterra. El virrey Eslava, hombre de guerra él mismo, no cedería tampoco a la tentación de refugiarse bajo cubierta y, con Lezo, permanecía sentado, frente a frente, volcado sobre los planos, casi sin parpadear.
Los gritos de «¡Fuego!», «¡Fuego!» de los jefes artilleros eran ahogados por el estallido atronador de los cañones. Los dos jefes de la defensa permanecían impávidos como en un duelo personal para saber quién se movía primero cuando alguna bala golpeaba el cercano mástil, caía en la cubierta o rozaba sus cabezas. A lo sumo se les veía parpadear instintivamente, pero había allí un reto, un duelo tácito, para saber quién era el más valiente; quizás, porque de antemano se sabía quién era el más torpe.
Una bala, redonda como una pelota, como las que antaño se disparaban, golpeó la punta del mástil, a la altura de la vela de penguito, rebotó y cayó estruendosamente muy cerca de los pies del General, justo cerca de la pierna buena. El General la miró rodar con indiferencia, pero Eslava torció el gesto por lo cerca que también de él había caído. Otros dos cañonazos agujereaban la vela de trinquete y la vela mayor, con lo cual se podía deducir que los ingleses comenzaban a disparar más bajo, como si quisiesen entrar en el duelo. Varios otros disparos zumbaron los oídos de los militares y ambos se miraron para ver quién cedía y solicitaba bajar de la cubierta. Estaban en este desafío personal cuando otra bala golpeó la mesa directamente, haciéndola volar en pedazos por los aires; el Virrey recibía una herida en un brazo y Lezo la recibía en un muslo y en una mano. Así había quedado consignado para la Historia. Eran las nueve de la mañana. El médico de a bordo vino inmediatamente a atender a los dos destacados heridos, aunque se vio que las heridas no eran particularmente graves. Nerviosamente, por estar tan expuesto, procedió a arrancar las astillas de madera clavadas en los miembros del General y del Virrey. Los demás heridos fueron llevados a la ciudad en una balandra francesa. Se presentía el desenlace. Lezo ordenaba a Don Joseph Mozo, capitán de otra balandra, y a Don Juan de Almanza, capitán de un bergantín, cargar pólvora y llevarla a la ciudad para cubrir el asalto final que Vernon haría sobre ésta. El glorioso final del castillo de San Luis se acercaba galopante.
El saldo de la batalla había sido penoso para ambos bandos. Los ingleses perdieron cuatro navíos y los españoles tenían la mitad de su armada prácticamente inutilizada y el Castillo en ruinas. Los revellines y empalizada estaban destruidos. El Virrey se retiró a las dos de la madrugada a la ciudad a disponer de barcas, lanchas y canoas para comenzar la retirada del Castillo y de los navíos, pues ya la situación era insostenible. A esa hora cesó el fuego enemigo, que volvió a reanudarse al día siguiente, 5 de abril, fecha luctuosa, en verdad, para las armas de España. Se avecinaba el más desigual combate cuerpo a cuerpo.
A las cinco y media de la mañana comenzó, de nuevo, el baño de fuego. Las balas rojas de parte y parte trazaban surcos oblicuos en el cielo. Nuevos navíos ingleses se hicieron presentes en lo que era ya una guerra de desgaste. Cuatro navíos con 280 cañones se acercaron y comenzaron a bombardear a los navíos españoles impunemente, porque el fuego del Castillo ya no era nutrido ni efectivo. La Galicia prendió fuego dos veces y hubo que apagarla con cubos de agua que requirieron el esfuerzo de la marinería que en ese momento debía estar en combate. Desde la lumbre del agua hacia arriba, por la banda de babor, La Galicia era un solo agujero; parecía un colador. Presentaba también algunos agujeros por debajo de su línea de flotación que fue preciso tapar; el agua se achicó con bombas. Al castillo de San Luis se le había derrumbado toda la muralla desde el ángulo de tierra hasta el ángulo de mar, presentando una brecha de tal envergadura que ya el enemigo podía cargar por tierra. Así lo ordenó Cathcart al observar el colapso de la cortina. Desnaux, agitado por el desconcierto, se presentó a donde Lezo, quien estaba a bordo de La Galicia, y le dijo:
—General, la situación es angustiosa. No puedo resistir más. Si el enemigo carga, todo está perdido.
—Comunicádselo al Virrey, Coronel, que él os dará las providencias necesarias, siendo él, como es, vuestro jefe. Lo único que puedo deciros es que si el Virrey no toma la decisión de solicitaros la retirada, yo os proveeré las lanchas para evacuar la gente mañana, si es que el enemigo no carga durante el día de hoy.
Desnaux se aprestó para lo peor. En ese momento recordó los consejos de Lezo en el sentido de que era inútil toda resistencia y que era necesario evacuar la gente en orden mientras se pudiera. El enemigo, en efecto, tenía ya la artillería a menos de cien metros y, tras un largo castigo, terminó cargando ese mismo día; intentó penetrar por las brechas abiertas que se empeñaron en batir más y más, particularmente la del baluarte del lado derecho. Cathcart comandaba el ejército invasor y desde su cuartel general impartía órdenes precisas y sistemáticas, amparado por una cortina de fuego de la artillería naval. «¡Dad la carga!», instruyó el general Cathcart. Washington dividió su ejército de colonos en tres columnas que se fueron abriendo paso a través del nutrido fuego de fusilería que se disparaba desde las ruinas del Castillo. Los hombres que caían eran sustituidos por los que venían detrás en una sucesión incesante de autómatas decididos. Los norteamericanos habían resultado mejor de lo esperado, aunque encajaban excesivas bajas. El coronel Desnaux fue herido en diferentes partes del cuerpo con las ruinas de un cañonazo.
—Las maestranzas de artillería no tienen ya plomo para la fundición de balas, mi Coronel —se acercó una estafeta diciendo.
—Calad las bayonetas —gritó Desnaux.
—Orden de calar las bayonetas —respondieron a la voz.
Y las bayonetas fueron caladas y empleadas cuando el fuego de fusilería no fue suficiente para detener al invasor que tendía puentes sobre el foso y comenzaba a penetrar la muralla desplomada en número mayor de 2.000. El Fuerte era atacado por mar y tierra. Al Coronel le quedaban menos de trescientos soldados y la embestida era imposible de contener. Sacó bandera blanca; pero el enemigo no detuvo el fuego con la evidente intención de masacrar a todos sus defensores ya rendidos. La bandera había quedado perforada. Desnaux registra en su diario que se oyeron voces de mando que decían: «Pasad a todos a cuchillo». Washington no quería perder la oportunidad de lucirse; aquellos hombres destrozados presentaban la mejor ocasión para hacerlo y no podía darles cuartel. Era necesario causar la impresión de que los había derrotado en franca y proporcionada lid, y una rendición condicionada por la artillería no le era suficiente. Aspiraba a lucir en su pecho la medalla británica del Valor.
El choque entre los dos ejércitos finalmente llegó. Agotadas las municiones en las recámaras, y sin tiempo para la recarga, la bayoneta brilló en la tarde diamantina. Hay que entender que eran cinco los pasos a seguir en aquellos tiempos para disparar un fusil; primero, se mordía el papel del extremo del cartucho hasta desgarrarlo (y precisamente por esta necesidad no sentaba plaza de soldado ningún mueco); luego, se depositaba una porción de pólvora sobre la cazoleta del fusil; después, se vertía la pólvora restante del cartucho por la boca de fuego y se introducía la bala; por último, se retiraba la baqueta del cañón, se tacaba, y se volvía a colocar en su alojamiento del cañón; ya cargado el fusil, se procedía a apretar el gatillo que, a su vez, accionaba un pedernal que era golpeado en el rastrillo, lo cual producía una chispa que hacía arder el cebo, cuyo fuego se comunicaba por el oído a la carga de pólvora en el interior del cañón. De allí que era importantísima la disciplina del disparo, pues mientras unos hombres seguían la rutina de los pasos, otros ya estaban disparando, los que luego eran relevados, sucediéndose unos a otros como máquinas de muerte. Por ello resultaba tan importante mantener las formaciones que, en este caso, ya se desordenaban ante el empuje del enemigo.
Así, los machetes de los jamaiquinos se estrellaron contra los fusiles de los defensores, cuyas culatas también entraron en acción. Hondo, muy hondo se clavaban aquellas puntiagudas bayonetas prendidas al cañón de los fusiles; los heridos eran rematados en el piso sin compasión de lado y lado. Las tripas de algunos soldados colgaban y se vio quienes intentaban, a grito herido, metérselas de nuevo en el vientre. Pero la superioridad del número era ya demasiada y dominaba la escena; el mero empuje de la masa de hombres presionando las entradas de la muralla desplomada hacía retroceder y desorganizaba las exiguas fuerzas de Desnaux. Hasta que sonó la señal de retirada.