En Cacheu y Cabo Verde, por lo general, se negociaban los negros procedentes de Senegal, Gambia, Guinea, y Sierra Leona para las posesiones españolas, por ser éstos los más estimados debido a su resistencia, alto precio, buena fisonomía, alegres y de «buena ley», según decían. El proceso de un esclavo se completaba con el marcado de la carimba. Consistía en marcar al individuo en distintas partes del cuerpo, usualmente en el pecho, la espalda, o la molla del brazo, con un sello de metal calentado al rojo vivo que llamaban carimba. Los esclavos recibían dos marcas: el monograma de los asentistas, lo cual indicaba su procedencia, y la coronilla real, que indicaba que había sido legalmente introducido y los impuestos pagados. Por lo general, esta marca no se hacía sino pasados treinta días, para evitar pagar el impuesto por aquellos que morían. En comparación, de Loanda venían los batús (angoleses y congoleses), que eran menos resistentes, más baratos y los que más fácilmente perecían a causa de enfermedades y a quienes se marcaba con la coronilla muchos días después de pasados los requeridos treinta.
Los esclavos negros eran luego echados en las terribles prisiones de los puertos de asiento, abandonados a su propia miseria, mal alimentados, en medio de una suciedad inverosímil y amarrados de seis en seis, con argollas por los cuellos y de dos en dos con grillos en los pies. Así eran embarcados debajo de cubierta, sin que pudieran ver ni el sol ni la luna, ni recibir la suave brisa del mar; allí hacían sus necesidades y era tal la hediondez, cuando abrían las compuertas, que no había español que no se conmoviera ante el espectáculo. Lo único que garantizaban los ingleses era que aquellos infelices no estaban contagiados de viruelas.
Los fatigados y sudorosos funcionarios cartageneros, impulsados por el sobresalto que les producían las velas en el horizonte, subieron las empinadas escaleras que los conducían al mirador de la casa del marqués, que ya por la época mantenía un esplendoroso patio interior con frondosos árboles que eran la delicia para todo aquel que entrase de las usualmente soleadas y calurosas calles de Cartagena de Indias. Al llegar al mirador, se sintieron liberados del húmedo calor por la fuerte brisa que allí soplaba. Era el mismo golpe de brisa que se experimentaba al subirse a las altas y gruesas murallas que protegían la ciudad, pero que, al mismo tiempo, la sofocaban impidiendo la libre circulación del viento marino por sus calles. Por eso, al caer la tarde, muchos habitantes accedían las escaleras de las murallas y se sentaban a conversar o daban agradables paseos por los sitios que las autoridades permitían y que eran, usualmente, aquellos que no comprometían sus defensas.
No habían terminado los funcionarios de disfrutar el primer golpe de brisa cuando los catalejos ya divisaban la segunda vela que, con viento de popa, se hinchaba en la distancia y parecía seguir en fila india el primer buque, sin banderas que revelaran su origen. Aun con ellas, hubiera sido todavía difícil discernir la nacionalidad del navío, y mucho menos si era de guerra o mercante. En todo caso, no parecía español.
Las recientes noticias tenidas de Portobelo hacían augurar que nada bueno venía a Cartagena, una ciudad que durante siglos había soportado los asaltos de los piratas y la codicia del imperio que rivalizaba con el de España por el predominio del mundo: el;inglés. Pero tampoco se trataba de alertar, y mucho menos asustar, inútilmente a los pobladores de tan nobilísima y heroica ciudad como cuando en tiempos del Gobernador Murga, hacia 1631, unas cabras que triscaban en el cerro de San Lázaro, próximo a la ciudad, fueron confundidas con invasores y se dio una falsa voz de alarma. Desde entonces se vio la necesidad de fortalecer aquel promontorio que dominaba la ciudad construyendo un castillo al que se llamó San Felipe de Barajas y que fue concluido el 12 de octubre de 1657. La idea era que ni cabras ni enemigos podrían, impunemente, volver a acercarse a la Ciudad Heroica, aunque los franceses habían demostrado en 1697 que no era del todo inexpugnable; eso había motivado la elaboración de un sistema de defensa que rodeaba el castillo San Felipe de formidables baterías que, aunque no se habían probado irreductibles todavía, mantenían en una relativa tranquilidad a los cartageneros.
Por eso aquel lunes 13 de marzo amaneció como cualquier otro lunes: sin afanes ni preocupaciones a la vista, como no fueran los del diario acontecer y la consabida búsqueda de números en los peces y batracios que, como oráculos biológicos, predecían los golpes de suerte y los súbitos enriquecimientos. Las noticias de que la escuadra del general Rodrigo Torres estaba en Santa Marta, procedente de La Habana, eran alentadoras, pues también se sabía en los mentideros de la ciudad que en Jamaica había cundido el pánico cuando se tuvo noticias de su llegada a Cuba; tanto que Vernon había zarpado y evitado todo contacto para no dejarse coger por sorpresa ni presentar batalla con una formidable escuadra que, unida a la de los franceses, comandada por el marqués d’Antin, presentaba una temible línea de fuego. Era un alivio pensar que en ese momento Francia se había convertido en aliada de España por los lazos familiares que unían a las dos casas reinantes.
Sin embargo, la realidad era otra. El virrey Eslava, aunque Lezo lo ignoraba, sabía perfectamente que ya Torres había abandonado Santa Marta al no concretarse ningún ataque de Vernon y ahora estaba en La Habana, secreto que guardaba celosamente para no despertar temores y confiando en que, en caso de ataque, un correo lograría traspasar las líneas enemigas para avisar al Almirante; por otra parte, la flota francesa había regresado a Europa al no encontrar bases de suministros que le restituyeran sus menguadas reservas. La alianza hispano-francesa, motivada por el ascenso al trono del Duque de Anjou, nieto de Luis XIV, ahora Felipe V, no iba a proveer alivio a una ciudad amenazada por el formidable poder naval británico.
La escuadra de Vernon había salido de Inglaterra tres meses antes de su declaratoria de guerra del 23 de octubre de 1739 y, como fiera al acecho, se había precipitado, con poco éxito, sobre La Guaira un día antes y luego sobre Portobelo, plaza de la que se apoderó el 22 de noviembre. Fue el americano el primer Pearl Harbor de que se tuvo noticia. Debido a la amenaza, el glorioso y hábil general de la armada, Don Blas de Lezo, había sido destacado por España desde 1737 como comandante de los ejércitos de mar y tierra en Cartagena de Indias para completar las defensas de una ciudad que, se sabía, sería el blanco primordial del esfuerzo británico por cortar la yugular de la garganta española.
Por esta vez no se trataba de cabras ni delfines. Desde la casa del marqués, tres catalejos oteaban nerviosos el horizonte cuando vieron aparecer la tercera vela en la misma fila india de lo que, ya no quedaba duda alguna, eran dos navíos de sesenta cañones que acompañaban al bergantín. Corrían las nueve de la mañana, según lo anotaría Lezo en su diario de a bordo. Ahora podían adivinarse las intenciones, pues los dos navíos viraron a estribor como queriendo hacer una exhibición de su envergadura; luego giraron a babor hacia la ensenada de Punta Canoa a hacerle compañía al bergantín; allí fondearon hacia medio día como dando espera, quizás, al resto de la Armada que todavía no se divisaba, pero que en poco tiempo colmaría el horizonte como si fuese un bosque flotante en el mar.
Cartagena sitiada por la otra Armada Invencible
¡Patria! Por ti sacrificarse deben
bienes, y fama, y gloria, y dicha, y padre,
todo, aun los hijos, la mujer, la madre,
y cuanto Dios en su bondad nos dé.
Todo, porque eres más que todo, menos
del Señor Dios la herencia justa y rica:
hasta su honor el hombre sacrifica
por la Patria, y la Patria por la Fe.
(Julio Arboleda)
Q
uienes observaban aquellas maniobras que desde muy temprano se realizaban, sabían perfectamente que la ensenada no podía ser el destino final, ni que ésa era toda la flota, pues se conocía que Bocachica era el único punto por donde podría entrar la Armada, cualquier armada, hacia Cartagena; el otro posible paso, el de Bocagrande, había sido imposibilitado mediante la construcción de un invisible dique bajo el agua, o escollera, como parte de las defensas de la ciudad. Esto había sido facilitado por el hundimiento de las naves portuguesas de Rodrigo Lobo da Silva el 17 de marzo de 1640 y la construcción de cajones de madera que posteriormente fueron hundidos para que la arena se fuese apilando hasta cerrar el acceso; ello obligaba a los buques de gran calado a pasar por una sola puerta de entrada hacia la bahía, Bocachica, la cual podía cerrarse por dos inmensas cadenas que Don Blas de Lezo había ideado dos años antes para detener el acceso de cualquier buque hostil; así quería evitar que volviera a ocurrir lo del barón de Pointis, encargado por Luis XIV de tomarse a Cartagena, cuatro décadas antes. En realidad, el Barón había penetrado la bahía de Cartagena sin dificultad poco después de rendir el castillo San Luis que defendía la entrada de Bocachica y aquello tenía que ser una lección que debía aprenderse con premura. Por su parte, el general Blas de Lezo había tomado la idea del mismo sistema existente en la pequeña bahía de su pueblo natal, Pasajes, Guipúzcoa, cadena que se levantaba para defender el poblado de piratas y corsarios.
¿Cuántas naves eran en total? Era difícil presentirlo, o aún saber con certeza de lo que se trataba aquello, pero el funcionario de mayor rango ordenó a su subalterno dar un parte de alarma general al comandante de la guarnición acantonada en el Fuerte de San Felipe y por su conducto al virrey Eslava que, a la sazón, permanecía en el baluarte urbano de La Merced y quien, ante la apremiante situación, sería avisado con un cañonazo disparado desde el mismo San Felipe. Esto no fue necesario, pues, antes de que se pusiera en marcha la estafeta, ya el disparo había retumbado por la ciudad dando cuenta de que algo terrible se avecinaba. A los dos minutos el fuerte de San Matías situado en Punta de Icacos respondía, con otro cañonazo, que estaba alerta a cualquier eventualidad y que también se había percatado de la presencia de las extrañas naves. A estos disparos respondieron los fuertes de Santa Cruz de Castillo Grande, o Cruz Grande, y de Manzanillo que, situados el uno frente al otro, bloqueaban, como un segundo anillo defensivo en el interior de la bahía, el acceso al puerto de Cartagena. Unos minutos más tarde se alcanzaron a oír en la lejanía los disparos de los fuertes que guardaban la única entrada a la bahía por Bocachica, el castillo de San Luis y el baluarte de San José, que con sendos disparos de cañón, también avisaban del peligro que se avecinaba. Pero no sólo avisaban del peligro, sino que advertían a Vernon que la toma de Cartagena no iba a ser, precisamente, un paseo dominguero.
El despliegue de las banderas británicas en la ensenada fue suficiente para que se diese la consabida voz:
—¡¡¡Flota enemiga a la vistaaa!!!
Aquel grito del vigía mayor de la muralla fue repetido a lo largo del muro defensivo que rodeaba la ciudad; fue repetido en las garitas, los baluartes y, finalmente, en todas las calles de Cartagena por cuanto transeúnte tuvo a bien advertir a sus vecinos del inminente peligro. Las campanas de las iglesias, echadas a vuelo, eran la otra señal indiscutible de la inminencia del peligro. Ahora en los catalejos se hacían discernibles las banderas de la marina de guerra británica que acababan de izarse sobre los mástiles.
—¡Templad las cadenas! —ordenó el castellano Don Carlos Suillar de Desnaux, coronel de ingenieros, quien tenía a su cargo la defensa del castillo San Luis que guardaba la entrada por Bocachica.
—¡Templad las cadenas! —fueron repitiendo la orden a lo largo de la línea de mando hasta que, finalmente, comenzaron a girar el enorme carretel sobre el cual se iban envolviendo lentamente las dos gruesas cadenas que Don Blas de Lezo había dispuesto para cerrar el primer anillo de las defensas que protegían el acceso a la bahía de Cartagena y que, amarradas al baluarte de San José, al otro extremo, constituían un difícil obstáculo a cualquier penetración.
La confusión fue general. Los gritos, rumores y comentarios se oyeron por doquier. Las gentes abrían las ventanas de las plantas superiores de las viviendas y edificaciones para ver, a ojo pelado, qué estaba sucediendo en aquel siniestro horizonte. Era en vano, pues los tejados vecinos impedían una vista clara; desde las casas altas en las que se podía ver el mar, los puntos en el horizonte, sin catalejos disponibles, eran apenas discernibles. Muchos salieron a las calles y pronto se formaron ríos de gentes que no sabían qué hacer. La plaza del mercado suspendió las actividades cotidianas y los mercaderes quedaron como clavados en sus puestos. Los rumores alarmaban aún más a la población: «Que los ingleses habían desembarcado en Manga; que estaban a un paso del arrabal de Getsemaní; que ésas no eran cabras sino los cabrones ingleses; que algunas partes de la ciudad ya estaban en poder de ellos; que Don Blas de Lezo resistía en el fuerte de San Felipe; que todo estaba perdido…». Pronto sonó la tan temida orden que confirmaría la gravedad de la situación: