El deseo (17 page)

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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

BOOK: El deseo
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—He alejado a Roberto —dijo—. Necesito hablar a solas con usted.

Entonces me tomó la mano y me condujo al comedor, donde la cafetera humeaba todavía.

—Tengo por usted un respeto muy grande, señorita —comenzó enjugando las gotas de sudor de su frente—. Por todo lo que he oído decir, es usted una joven animosa, capaz de recibir sin flaquear un golpe inesperado.

—Basta de preámbulos, se lo ruego, doctor —dije, sintiéndome palidecer.

—¡Bueno! A mí tampoco me gustan los preámbulos. Su hermana…

Y al decir esto, sin embargo, se detuvo.

—¡Mi hermana… está en… peligro de muerte, doctor!

Había querido parecer fuerte, pero las piernas se me doblaban. Me así del borde de la mesa para no caer.

—¡Vamos! ¡valor, valor! —murmuró él poniéndome la mano en el hombro—. La fiebre, ese terrible huésped, está allí y no es tan fácil despedirla.

Yo apreté los dientes: no quería que me viera temblar. Ya había oído hablar con frecuencia del peligro de la fiebre puerperal, aunque no pudiera formarme una idea de sus terrores.

—¿Roberto lo sabe?

Ese fue el primer pensamiento que me vino.

El doctor se encogió de hombros rascándose la cabeza.

—He tenido miedo de que perdiera la calma, no le he dicho más que la mitad de la verdad.

—¿Y cuál es la verdad entera?

Y enderezándome lo miré en los ojos.

Él guardó silencio.

—¿Va a morir?

Cuando vio que yo encaraba en el acto con firmeza la alternativa más temible, respiró con mayor libertad. Pero no oí su respuesta, pues, en el mismo instante en que pronunciaba con tranquilidad aparente esas horribles palabras, vi desarrollarse ante mis ojos con una terrible vivacidad aquella escena de mis años de infancia en que Marta se me había aparecido tendida en el sofá, semejante a un cadáver. Creí sentir que una mano de muerta me hundía las uñas en el pecho; ante mis ojos pasaron relámpagos sangrientos; lancé un grito… luego creí oír que una voz me gritaba: «¡Vuela a socorrerla, vuela a socorrerla, sálvala, dá tu propia vida para conservar la suya!» Bruscamente me erguí; había vuelto a encontrar mis fuerzas.

—Doctor —dije—, si Marta se muere, perderé todo lo que poseo en este mundo y yo misma habré concluido. Pero, mientras pueda serle útil, no flaquearé: necesito una certidumbre.

—Una certidumbre, querida niña —repuso él apoderándose de mis manos—, no la habrá hasta la curación o hasta el momento fatal. Por desesperada que sea la situación, puede siempre producirse una reacción y ahora más que nunca, puesto que la enfermedad está todavía en sus primeras fases. Ciertamente, a la enferma no le sobran fuerzas, y esa es la parte más triste. Sin embargo, quizá conseguiremos ahogar el mal en su germen, y entonces todo se habrá salvado.

—¿Qué puedo hacer por ella? —exclamé, extendiendo hacia él mis manos juntas—. ¡Exija usted lo que quiera! Aun cuando diera mi propia vida para salvar la suya, no le habría dado todo lo que le debo.

Él me miró sorprendido.

¿Cómo habría podido comprenderme?

Capítulo XVII

Y ahora he llegado a la parte más difícil de mi relato. Desde hace ocho días, doy vueltas en torno de estas páginas sin atreverme a tomar la pluma. Un calofrío de espanto me invade al pensar en lo que me espera.

Y, sin embargo, me hará bien el acordarme una vez más de esos tres días y esas tres noches terribles, precisamente ahora que un sentimiento más tierno, una melancolía más dulce, parecen saturar mi corazón. ¡Atrás, atrás, todo pensamiento lisonjero que me hable de dicha y de paz! Estoy destinada a vivir sola y a renunciar a los goces de este mundo, y si alguna vez lo olvido, la historia de esos tres días sabrá hacerme recordarlo…

Cuando acerqué mi silla a la cama de mi hermana para comenzar mis funciones de enfermera, la encontré dormida; pero ese no era el sueño que fortifica y prepara la convalecencia; era un sueño que pesaba sobre ella como una pesadilla y le cerraba por fuerza los párpados. Cuando su pecho se levantaba o se bajaba, se habría dicho que obedecía a una fuerza extraña que lo dilataba y lo comprimía alternativamente. Su rostro pálido, color de cera, surcado por venas azules, estaba medio hundido en las almohadas y algunas delgadas guedejas rubias lo cruzaban, semejantes a reptiles. Oculté mi cara entre las manos: no podía soportar ese espectáculo.

Las horas del día pasaron. Ella dormía, dormía sin pensar en despertarse.

De vez en cuando oía afuera el paso ligero de las criadas; aparte de eso, todo estaba silencioso y desierto en derredor nuestro. De Roberto, ni trazas.

A mediodía no pude dejar de preguntar por su paradero. Le habían visto por la mañana salir a los campos, seguido por sus perros. Y así, desde hacía horas, vagaba bajo la lluvia.

El reloj tocó las tres; en ese momento entró él, chorreando agua, con la mirada empañada, los cabellos mojados, pegados en desorden en su frente.

Debía haber sufrido horriblemente.

Quise acercarme a él, quise decirle una palabra de consuelo, pero no me atreví. La mirada huraña y sombría que me lanzó, me decía con bastante claridad: «¿Qué quieres? Déjame solo con mi dolor.»

Había asido una de las columnas de la cama y permanecía allí, con los ojos fijos en Marta, mordiéndose los labios. Después salió, como había venido, sin decir una palabra.

Pasaron dos horas más en el silencio y la espera. Los vapores de fenol que se desprendían del plato colocado frente a mí, principiaban a darme dolor de cabeza. Apoyé la frente en los vidrios para refrescarla, siguiendo maquinalmente el movimiento de las hojas muertas que el viento levantaba y hacía revolotear hasta la ventana.

Comenzaba ya a obscurecer, cuando oí de repente afuera, en el corredor, una voz de mujer que se lamentaba y daba gritos tan violentos, que la enferma, dormida, se estremeció dolorosamente.

La cólera me subió a la cara. Quise correr para echar de la casa a la persona que hacía tanto ruido, pero, al abrir la puerta, me tropecé con ella.

A la primera mirada reconocí esa cara colorada e hinchada, esos ojillos perversos. ¡Quién podía ser sino
ella
, la mejor de todas las tías y de todas las madres!

—¡Al fin —exclamé para mis adentros—, al fin voy a verte de frente, mis ojos en los tuyos!

—De modo que tú eres Olga —exclamó siempre en el mismo tono estridente y llorón que llenaba la casa—. ¡Buenos días, mi queridita! ¡Oh! ¡Qué desgracia! ¿Entonces es verdad? ¡La noticia me ha trastornado!

—Le ruego, querida tía —le dije cruzándome de brazos—, que vaya usted a trastornarse a otra parte y no aquí, y que a la cabecera de la enferma modere usted el tono de su voz.

Ella se quedó cortada. La mirada envenenada que me lanzó entonces, no la olvidaré en mi vida.

Pero ya sabía con quién tenía que habérmelas. Por otra parte, ella recogió el guante en seguida.

—Haces muy bien, hija mía —dijo, y su voz tomó de pronto un sonido metálico, como una trompeta de guerra—, haces muy bien en atender a tu pobre hermana enferma, pero puedes marcharte, tu presencia es inútil ahora; soy yo quien va a quedarse aquí.

«Espérate, ahora mismo vas a encontrar la horma de tu zapato» —exclamé mentalmente.

E irguiéndome cuanto pude, le respondí con mi sonrisa más fría:

—Se equivoca usted, querida tía; se le ha prohibido a mi hermana de la manera más formal que la visiten personas extrañas. Le ruego, pues, que se retire a la habitación contigua.

Su cara se puso terrosa, sus dedos se crisparon, creo que habría sido capaz de estrangularme allí mismo. Pero se marchó y el buen tío, sin voluntad, que se arrastraba siempre a tres pasos detrás de ella, la siguió.

En mi triunfo solté una gran carcajada.

Pero también, ¿qué venís a hacer, almas codiciosas, en el templo del dolor? ¡Atrás!

Capítulo XVIII

Vino la noche. Una banda roja, último vestigio del sol poniente, se extendía sobre la ciudad cuyas torres puntiagudas se destacaban negras en el cielo de fuego. Durante largo rato seguí con los ojos las llamaradas, que la obscuridad concluyó también por absorber.

El reloj dio las nueve y el viejo doctor entró. Permaneció mucho rato sentado en mi silla, silencioso, después me acarició la mano al despedirse y dijo:

—Continúe usted con el fenol, toda la noche.

A la pregunta que leyó en mi mirada inquieta, no respondió sino con un vago encogimiento de hombros.

No sé dónde, dos o tres habitaciones más lejos, oí la voz de Roberto que discutía con el anciano. Era una prueba de que él tampoco se alejaba de la cama de la enferma. «¿Pero por qué se contenta con quedarse afuera? —me preguntaba—. Casi se diría que le está prohibida la entrada.»

El reloj toca las diez, todo está solitario en los alrededores, la casa parece entregada al reposo.

El viento sacude la reja del jardín, hace el ruido de un huésped atrasado que quiere entrar. ¿La muerte rondaría ya en derredor de la casa? ¿Contaría ya los granos de arena en su ampolleta?

El furor de la desesperación se apoderó de mí.

Sin saber lo que hacía, me precipité hacia la puerta, como para cerrar el paso a ese demonio amenazador.

¡Desgraciada que no sospechaba que otro demonio me acechaba, instalado antes que aquél en el umbral de la puerta!

Minutos después entró Roberto. Ni una palabra, ni un saludo, nada más que esa mirada rápida y sombría que ya me había herido una vez como una puñalada.

Con su paso pesado y balanceante avanzó hacia la cama, tomó la mano de Marta, su mano flaca y ardiente, cuyas uñas tenían un matiz azulado, y la miró fijamente. Después se sentó en el rincón más obscuro, detrás de la estufa, y permaneció allí encogido durante dos horas, dos largas horas.

Yo esperaba, con el corazón palpitante, que él me dirigiera la palabra, pero guardó silencio como antes.

Poco después de media noche salió del cuarto.

Por mucho tiempo todavía lo oí pasearse afuera en el corredor, y el ruido sordo de sus pasos me recordó otra noche en que, no menos temblorosa, había oído ese mismo ruido, dividida entre el temor y la esperanza.

Todo un mundo nos separaba de aquel tiempo, y la joven criatura insensata que, presa del vehemente deseo de ayudar a los demás y de sacrificarse, escuchaba entonces en la obscuridad, me parecía en ese momento como un ser perteneciente a una de las estrellas que centellean allá arriba en la inmensidad.

El ruido de los pasos se atenuó: Roberto había entrado en su cuarto.

«¿Volverá? —me pregunté, aplicando el oído al ojo de la cerradura—. Seguramente no puede dormir.»

Y me estremecí de gozo al oír que el ruido se acercaba de nuevo.

Pero por mi cabeza pasó este pensamiento:

«¿Qué te importa que vuelva o no? ¿Acaso es por él por quien estás aquí? ¿No tienes allí, delante, a tu felicidad, tu vida, todo lo que amas?»

Me dejé caer ante la cama, y cubriendo de besos las manos de Marta, le supliqué que tuviera compasión de mí, quería hablarle, le decía, tenía un peso que me aplastaba el pecho, que me sofocaba: iba a ahogarme.

Ella no se despertó. Recogida en su dolor, yacía, triste esqueleto. En sus pómulos se encendían pequeñas llamaradas. La respiración silbaba.

Por un instante sus labios se agitaron; parecía querer hablar, pero las palabras se paralizaron en su garganta en un rumor sordo.

¡Qué terrible silencio reinaba en derredor nuestro! El reloj hacía oír su tic tac; de la pared en que se encontraba la ventana venía el ligero quejido del viento y en el interior de la habitación resonaba el ruido de los pasos de Roberto; fuera de esto, ni el menor ruido.

Y de improviso me pareció oír, en medio del silencio, que mi sangre se agitaba y hervía dentro de mi cuerpo. Escuché con atención. Evidentemente, era mi sangre que pasaba con impetuosidad por mis venas. «¿Por qué no circula apaciblemente como de costumbre —me pregunté—, y como lo exige mi gran resolución? ¿No he extirpado de mi corazón con todas sus raíces la idea de un crimen? ¿No lo he purificado con ayuda de mil fuegos? ¿No estoy aquí para desempeñar el papel de sacerdotisa, de sacerdotisa inaccesible al deseo, pura y bienhechora?»

¡Y escuché nuevamente!

«Son alucinamientos» —me dije.

Pero a pesar de ello tenía miedo de todo ese movimiento y de todo ese estrépito, que parecía aumentar a cada instante. Veía que un torrente me llevaba en sus remolinos, un torrente de sangre. De él surgía una roca de puntas escarpadas. En esa roca, una palabra estaba escrita en letras de fuego, la palabra: «Asesinato.»

El ruido de pasos se dejó oír más. De un salto me paré… Roberto vino, se sentó al borde de la cama; con la mano enjugó el sudor que cubría la frente de Marta, e hizo deslizar los cabellos de ésta por entre sus dedos.

Yo lo observaba de reojo y a hurtadillas. Apenas osaba respirar. Sus ojos enrojecidos y fatigados brillaban en el fondo de las órbitas; sus labios apretados revelaban amargura e irritación. Allí estaba, petrificado en un dolor mudo. El deseo de acercarme a él me sacudió como un calofrío de fiebre. Pero, cuando quise levantarme, sentí como dos manos de hierro que pesaban sobre mis hombros y me hicieron caer de nuevo en mi asiento.

Al fin pronuncié su nombre y me sobrecogí de espanto, de tal modo que el sonido de mi propia voz me pareció extraño y lúgubre.

Él se volvió y me miró.

—Roberto —dije—, ¿por qué no me hablas? Si hicieras compartir a otro el dolor que te oprime, eso te aliviaría.

Se levantó bruscamente, se me acercó y me tomó ambas manos. A ese contacto sentí que todo mi cuerpo se abrasaba y se helaba alternativamente. Pero hice un esfuerzo para sostener su mirada y lo miré con firmeza, de frente.

—Es la primera palabra bondadosa que me diriges, Olga —dijo él.

—¿Qué quieres decir con eso, Roberto? —balbucí—. ¿Me he mostrado desatenta para contigo?

—¡Si sólo fuera desatenta! —replicó él—. Pero me has tratado como a un extraño, como a un intruso, me has alejado del lecho de mi mujer.

—¡Que Dios me libre de ello! —grité deshaciéndome, pues sentía que iba a caer en sus brazos.

Y él continúa:

—Olga, si alguna vez te he hecho daño… ¿cuál, no lo sé? Pero debe de ser así, de lo contrario no me rechazarías de esa manera; tu mirada, tu actitud entera, serían menos duras para mí… Si, pues, te he hecho daño, Olga, no ha sido culpa mía; nunca he tenido sino buenas intenciones para ti. He… habría querido que siempre estuvieras aquí como en tu casa, que no tuvieras necesidad de ir a vivir entre gente extraña… entonces bajo las miradas de Marta, de aquella a quien ambos amamos…

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