¿Para qué pronunciaría su nombre? Sentía nacer en mí una fiera alegría, me parecía que me brotaban alas; y he ahí que su nombre me hería como un latigazo. Me mordí los labios hasta que brotó la sangre. Pero a pesar de todo quise permanecer serena, quise desempeñar el papel de ángel protector.
—Roberto —dije—, te has equivocado gravemente con respecto a mí: nada he tenido nunca contra ti. Me he vuelto temerosa y arrogante en el extranjero, eso es todo. Debes armarte de paciencia para tratarme, debes tener confianza en mí… ¿quieres?
Entonces vi resplandecer en sus ojos como un rayo de sol.
—¡Te estoy tan agradecido, Olga! —dijo—. ¿Por qué no había de continuar teniendo confianza en ti? Mira, desde el día en que hicimos juntos en el bosque ese paseo a caballo, ¿te acuerdas? (¡Oh, si me acordaba!) desde ese día te he querido como a una hermana, aún más que a todas mis hermanas. Y al mismo tiempo te respetaba, te veneraba como a mi ángel tutelar. Y de hecho, lo has sido, lo serás todavía en el porvenir, ¿no es verdad?
Hice seña de que sí sin decir nada y me oprimí el pecho con las dos manos; en seguida, cuando él lo notó, las dejé caer, pero retrocedí tres pasos tambaleándome y fue un milagro si conseguí mantenerme en pie.
Inquieto, él se me acercó.
—Estoy cansada —dije, esforzándome por sonreír—. Ven, vamos a sentarnos, la noche es larga.
Nos quedamos, pues, sentados el uno frente al otro, separados por el angosto madero de la cama, con los brazos apoyados en el borde, mirando al otro extremo el rostro de Marta, que un movimiento nervioso sacudía a cada instante; sus párpados parecían cerrados, las sombras de sus pestañas descendían hasta muy abajo en sus mejillas; pero, cuando uno se inclinaba hacia ella, veía brillar en el fondo de las obscuras cavidades el blanco de los ojos, con un lustre de nácar pálido. Él lo notó, lo mismo que yo.
—Se diría que ya está muerta —murmuró, ocultando la cabeza entre sus manos—. Y si muere —continuó—, no será a consecuencia de su parto, no será de esa miserable fiebre; sólo yo seré la causa de su muerte.
—Por el amor de Dios, ¿qué dices? —exclamé, extendiendo hacia él mis brazos.
Él inclinó la cabeza sonriendo amargamente.
—Bien lo he visto durante estos tres años: es doble, triple mi culpa. Primero, la dejé esperar y consumirse durante siete años, dividida entre la esperanza y el desaliento, agotando así su energía y sus fuerzas, ¡y Dios sabe que no tenía muchas! Después la arrastré, débil de cuerpo, abatida de espíritu, a este infierno donde todo el mundo le era hostil, y aun más hostil que todos, la que mejor habría debido sostenerla. ¡Y yo mismo! Si hubiera dado pruebas de valor y de alegría, si hubiera velado para que su pie no tropezara con las piedras del camino, si hubiera puesto un poco de sol en su existencia, quizá habría podido vivir feliz a mi lado. Pero con frecuencia me mostraba brusco y chabacano; juraba y echaba pestes en torno de ella sin acordarme de que me bastaba alzar la voz para hacerla estremecer y que el menor pliegue que arrugaba mi frente, la hacía palidecer. ¡Ve ahí, delante de nosotros, ese cuerpo que no tiene más que el aliento, y mírame a mí, gigante rudo y tosco! Más de una vez, durante la noche, me he despertado, temblando, al pensar que quizá la había ahogado entre mis brazos. Y, finalmente, la he ahogado en realidad. Lo que me convenía era una mujer fuerte y…
Espantado se detuvo y dirigió al rostro de Marta una mirada que pedía humildemente perdón; pero yo completé su frase con el pensamiento.
Cuando Roberto salió de la habitación, un sentimiento de júbilo se apoderó de mí, una loca alegría que desencadenaba un huracán en mi cabeza, sembraba la turbación en mis sentidos y parecía querer absorberlo todo, mi orgullo, mi independencia, el respeto a mí misma.
La atmósfera del cuarto de la enferma estaba pesada y envolvía mi cabeza como un manto sofocante; los vapores de fenol me quemaban el cerebro; la respiración comenzaba a faltarme.
Corrí a la ventana y apoyando mi frente en el marco, aspiré el aire frío de la noche que penetraba en el cuarto por las rendijas.
El día apareció a través de las cortinas, un día frío y gris, sumido en la niebla. Nubes descoloridas subían pesadamente en el horizonte, y arrojaban un pálido fulgor sobre los árboles que chorreaban de humedad, y que parecían haberse despojado todavía durante la noche, de una parte de sus hojas.
¡Qué noche!
¡Y cuántas otras más terribles que esa, van a sucederle! ¡Qué fantasmas, engendrados por las tinieblas, nacidos en la angustia, van a aparecer, a favor de esas noches, en mi espíritu febricitante!
Me sentí tiritar y me retiré a un rincón: tenía miedo de mí misma.
Pasaron las horas de la mañana y poco a poco me fui calmando. El recuerdo de esa noche se borró y con él los desórdenes de la fiebre y los tormentos de la conciencia. Lo que había visto, lo que había sentido, no me parecía más que un sueño. Una laxitud aplastadora me invadió; cerré los ojos y cesé de pensar.
Luego vino un momento de felicidad. A eso de las diez, Marta abrió de improviso sus grandes ojos azules y me dirigió una mirada llena de dulzura y de bondad. Me pareció que era el ojo de Dios que se volvía hacia mí, infeliz pecadora, y que en él leía la piedad y el perdón.
Un gozo puro, un gozo santo, me inundó. Me arrojé en los brazos de mi hermana y escondí mi cara sobre su hombro.
En medio de sus dolores ella se puso a sonreír, y, posando penosamente su mano en mi cabeza, murmuró con voz apenas perceptible:
—¿Sin duda os he asustado mucho?
Sus palabras, ligeras como un soplo, me embriagaron como un canto de paz; por un instante creí que iba a quedar libre del peso que me oprimía el pecho, pero me fue imposible llorar.
—¿Cómo te encuentras? —pregunté.
—Bien, enteramente bien —respondió ella—. ¡Pero la sábana me parece tan pesada!
Era la más ligera que había podido encontrar. Así se lo dije; entonces suspiró, diciendo que había que tener paciencia con ella.
Después se quedó completamente inmóvil, sin cesar de mirarme como en un sueño. Al fin inclinó la cabeza varias veces y dijo:
—Está bien así, muy bien.
—¿Qué está bien? —pregunté.
Ella se sonrió y guardó silencio.
En seguida le volvieron los dolores; se agitó, rechinó los dientes, pero no exhaló una queja.
—¿Quieres que llame a Roberto?
Ella dijo que sí por señas.
—Traedme también al niño —murmuró.
Accedí a su pedido. Hizo colocar a la criaturita en su cama a su lado y la contempló por largo rato. Trató también de besarla, pero estaba demasiado débil.
Antes de que Roberto llegara, había vuelto a caer en su sueño.
Él me dirigió una mirada de reproche diciendo:
—¿Por qué no me has hecho llamar más pronto?
—Tén la seguridad de que más vale así. Tu presencia le habría causado una emoción demasiado fuerte.
—Tienes razón, como siempre —dijo él.
Y salió, sin notar felizmente el rubor que su elogio me había hecho subir a la cara.
Marta se hallaba de nuevo sin conocimiento, las mejillas rojas, la frente cubierta de sudor, y siempre ese movimiento siniestro de los labios que se agitaban y chasqueaban sin interrupción.
A eso de la una vino el doctor; le tomó la temperatura y notó una disminución de la fiebre.
—Aumentará y disminuirá todavía más de una vez —dijo.
Tampoco compartió la alegría que nos había causado el despertar de Marta.
—No le habléis cuando vuelva en sí —agregó—, y sobre todo no la dejéis hablar. Necesita de la menor porción de sus fuerzas.
Antes de marcharse me miró largamente y meneó la cabeza con expresión inquieta. Sentí que el rubor que revela a los culpables, me invadía de improviso la cara; me parecía que su mirada penetraba hasta el fondo de mi alma…
Por la tarde fui a buscar un libro a mi cuarto, cualquiera que fuese, el primero que me vino a la mano, y traté de leer, pero las letras bailaban delante de mis ojos y la cabeza me zumbaba: se habría dicho que mil murciélagos se recreaban en él.
Necesité mucho tiempo para descifrar tan sólo el título: leía
Ifigenia
. Entonces, con un brusco movimiento de espanto, arrojé el libro lejos de mí, a un rincón, como si hubiera tenido en mi mano un carbón encendido.
Al anochecer los dolores de Marta parecieron acentuarse. Repetidas veces lanzó un grito estridente, retorciéndose en convulsiones.
Mientras me hallaba ocupada en atenderla, durante una de esas crisis, vi de pronto junto a mí a la madre de Roberto.
Al observar su mirada envenenada, al verla retorcerse las manos con afectación y bajar las extremidades de sus labios para simular un dolor hipócrita, me viene de repente este pensamiento:
«He aquí una que espera la muerte de Marta, que la desea.»
Una especie de velo rojo obscurece mi vista, mis puños se crispan, poco falta para que le arroje su crimen a la cara.
Y mientras esa idea me deja inmóvil y helada, ella me toma por el brazo y trata de apartarme para colocarse a la cabecera de Marta. Quizá esperaba intimidarme con ese proceder brutal.
—Querida tía —dije, desasiendo mi brazo—, ya le he hecho notar a usted una vez, que éste es mi lugar y que nadie en el mundo me lo tomará. Le ruego, pues, encarecidamente, que limite sus visitas a las otras habitaciones.
—¡Ah! ¡Eso es lo que vamos a ver, señorita! —gritó ella con voz chillona—. Voy a preguntarle al dueño de esta casa quién tiene más autoridad aquí, si su anciana y buena madre, o esta aventurera polaca.
Y se retiró sin cesar de gritar.
Temblando de cólera, comencé a pasearme por el cuarto. Nunca me habría imaginado que esa madre abrumada por el dolor pudiera cambiarse tan brusca y completamente en una arpía. No le faltaba más que expresar abiertamente sus deseos más secretos.
—¡Oh, si fuera verdad! —exclamé, sacudida por un calofrío de horror—. ¡Desear la muerte de Marta! Marta, ¿lo oyes? ¡Desear tu muerte! ¿A quién has ofendido nunca? ¿A quién has estorbado nunca? ¿Hay alguien en el mundo a quien hayas demostrado otra cosa que afecto e indulgencia?… Si eso fuera verdad, si pudiera haber, paseándose impunemente por la tierra, un ser tan infame, ¡vaya! sería como para desesperar de Dios y del destino.
He ahí lo que yo decía, sin poder acumular suficiente vergüenza e ignominia sobre la cabeza de la vieja. Y luego tuve conciencia de que me dejaba llevar de un furor indigno.
Pero sentía que eso me desahogaba, respiraba más libremente y, cuando vi, tirada en el suelo, a la pobre
Ifigenia
a quien yo había maltratado, fui a recogerla.
—¿Qué crimen he cometido —me decía yo—, para que tenga que ocultarme de mi modelo? ¿He hecho otra cosa que prodigar consuelos a un desesperado? ¿Hemos cambiado una sola palabra, una sola mirada que mi hermana no hubiera podido ver u oír? Eso que me quema aquí, eso que me ruge en el fondo del pecho, ¿a quién importa si sé guardarlo para mí?
¡Me decía eso y me creía casi justificada, aun ante mi propia conciencia, ciega de mí!
Y el crepúsculo volvió: el sol poniente abrasó una vez más el horizonte por encima de la ciudad, arrojando por las ventanas, a las habitaciones, su luz rojiza.
El rostro de Marta estaba bañado por un matiz purpúreo; en sus cabellos brillaban pequeños resplandores, y la mano que reposaba en la colcha, parecía iluminada por dentro.
Acerqué el biombo a su cama para evitar que el reflejo de la luz la molestara.
Vi entonces, suspendida del biombo, una corona de yedra que no había visto hasta ese día, una corona igual a la que yo tenía costumbre de enviar los días de gran fiesta a la tumba de mis padres. Quizá provenía de allí. En ese momento parecía trenzada de llamas; todo en ella tomaba una vida fantástica. Y, cuando la miré con más atención, me parecía que se ponía a dar vueltas lanzando una cascada de chispas, como una verdadera girándula.
—Vamos, ahora vas a ponerte a tener visiones —me dije; y traté de recobrar las fuerzas paseándome por el cuarto. Pero tuve que apoyarme a los respaldos de las sillas, de tal modo me tambaleaba. La respiración me faltaba.
¡Oh! ¡Ese olor de fenol, ese vapor dulzón, repugnante! Me daba el vértigo, ponía como un velo sobre mis pensamientos y esparcía un presentimiento de muerte y de espanto.
El anciano doctor llegó; me miró a la cara y me ordenó, con ese tono a la vez paternal y brusco que le era habitual, que saliera en el acto a respirar aire fresco: él mismo cuidaría a la enferma hasta mi regreso.
Quise resistir, pero él me empujó hacia afuera.
Si hubiera sospechado lo que me esperaba, no hay poder en el mundo que me hubiera hecho pasar el umbral de ese cuarto.
Salí, pues, al patio, respirando el aire a pleno pulmón. El viento de la tarde produjo sobre mis mejillas ardientes el efecto de un baño helado.
El último fulgor del día desaparecía. Una noche de otoño descendía sobre la tierra y la envolvía con un velo de niebla azulada.
Los dos molosos saltaron a mi encuentro, y volvieron a partir al galope hacia las ruinas del castillo.
Maquinalmente, seguí la dirección que ellos habían tomado, caminando medio dormida, pues los vapores que llenaban el cuarto de la enferma me habían aturdido.
Un olor de humedad, de hierbas marchitas y de piedras en ruinas, se desprendía de las paredes. Una vieja puerta extendía por sobre mí el arco de su bóveda.
Penetré en el interior. En todo mi derredor se alzaban las paredes, destacándose negras en el cielo de la noche, cuya luz azulada brillaba aquí y allí por encima de mi cabeza.
Cerca de mí vi, agazapada en la sombra, en medio de los escombros, una forma humana, cuya silueta reconocí en seguida.
—¡Roberto! —grité sorprendida.
Él se paró de un salto.
—¡Olga! —gritó a su vez—. ¿Me traes acaso malas noticias?
—No —le dije—. El doctor me ha mandado a tomar aire.
Y, de repente, creí sentir que el suelo cedía bajo mis pies.
—¡Tén cuidado! —me gritó para advertirme.
Pero, en el mismo instante, resbalé y caí en un hoyo obscuro, tan profundo como para sepultar a un hombre, arrastrando conmigo algunas piedras que se desprendieron y rodaron.
—¡Por el amor de Dios, no te muevas! De lo contrario caerás todavía más abajo.
Medio aturdida, me apoyé en las paredes del foso. A mis pies entreví una estrecha banda de tierra sobre la cual estaba en pie; detrás el abismo negro, sin fondo…