En el salón, Sylvie estaba sentada en el camastro cuando la sierra mecánica arrancó. A menudo se sentaba allí, y saltaba y se escondía en otra habitación cuando lo oía llegar, para que no la encontrara y no la acusara de fisgonear. Porque no era una fisgona. Le gustaba estar allí. Era como si algo de su calor, algo de su vida se aferrara al camastro donde dormía y permaneciera allí todo el día, desvaneciéndose lentamente hasta que regresaba y lo volvía a llenar con otra noche de su sueño oscuro y cálido. Era un extraño durmiente, este Don Lark. No es que hubiera visto a muchos hombres dormir en su vida, pero Sylvie Delaney nunca había sentido tanta intensidad en alguien que estuviera durmiendo. Se acercaba a veces de noche y lo observaba desde la puerta, cuidando de no hacer ningún ruido y despertarlo.
Todo era confuso desde que él llegó a la casa, porque a veces ella caminaba tan silenciosamente como siempre, y otras veces parecía que cada movimiento que hacía resonaba por todas partes. Pero al verlo dormir guardaba silencio. Podía oír cómo jadeaba y se agitaba en su sueño. Pesadillas. Ella sabía de pesadillas. Había tenido unas cuantas. Vivió en una durante mucho tiempo, ahora que lo pensaba. Pero no podía dormir como ese hombre. Era como si atacara el sueño, un asalto frontal, lo cogiera por la garganta y lo obligara a entregarle el descanso que necesitaba. Descanso, pero no paz.
Así que allí estaba, empapada en su calor como alguna gente se empapa de un bronceado, cuando aquel rugido empezó arriba, y un segundo más tarde un gemido agudo como un grito, como si la casa estuviera gritando, y pudo sentir que la casa a su alrededor daba de pronto un respingo. No comprendía. ¿Cómo podía hacerlo? Era como cirugía sin anestesia. Todos los derribos que Don estaba haciendo, arrancando anaqueles, pernos, paredes de listones y yeso, y la casa se agitaba con el dolor como si le estuvieran arrancando los dientes, y ahora esto, fuera lo que fuese, este nuevo sonido, y la casa sentía dolor.
La caja de las herramientas de Don se deslizó por el suelo, y luego se detuvo bruscamente; su martillo favorito resbaló y cayó al suelo.
—Basta —dijo ella.
El martillo tembló y se sacudió y bailó. Ella sabía lo que la casa le estaba diciendo que hiciera. Después de todo, lo había hecho antes, ¿no?
—Está haciendo que todo vuelva a estar bien, ¿no lo ves? Sólo tienes que confiar en él.
El martillo saltó hacia arriba, y luego volvió a caer al suelo. Tras ella, el banco de trabajo resbaló despacio, y luego rápidamente hacia ella, deteniéndose justo al borde del camastro.
—¡Basta! —exigió ella—. Iré a ver qué está haciendo, me aseguraré de que no sea nada malo.
El martillo saltó a su mano. Ella lo agarró, y luego deliberadamente lo devolvió a la caja de herramientas.
—Y quédate ahí —dijo. Entonces corrió hacia las escaleras.
Don había cortado la mayor parte de los pernos cuando vio que Sylvie irrumpía en la habitación, con aspecto agitado, como si la casa estuviera ardiendo. Retiró el dedo del gatillo de la sierra. La hoja aulló y gimió hasta silenciarse.
—¿Qué está haciendo? —exigió Sylvie.
¿Es que ahora tenía que consultar con ella el trabajo del día?
—Trabajando —dijo.
—Parece que está echando abajo la casa.
Don quiso expulsarla, pero parecía realmente inquieta.
—Mire, esto no es ni siquiera parte de la casa. Las paredes de verdad están hechas de madera recubierta de listones y yeso. Esto es una pared moderna, añadida por algún casero para intentar sacarse unos cuantos dólares más al dividir la habitación en dos, ¿ve? Sólo llega hasta el techo. Una pared de verdad conectaría con las vigas de arriba, pero ésta termina bajo la escayola del techo.
—Oh —dijo ella.
—Así que voy a dejar la casa tal como debería estar.
—Nunca he visto a nadie hacer este tipo de cosas antes. ¿No puedo mirar, por favor?
—No si va a empezar a dar la lata con no tocar las cosas.
—Estaré callada. Sólo quiero mirar.
Pero él no quería que ella mirara. Estaba usando esta destrucción como terapia. Con ella mirando, tendría que actuar de forma fría y profesional. ¿Pero qué podía decir? Claro, podía decirle: Lárguese, trabajo solo. Pero eso ya había quedado atrás. Le había dado una llave. Y no es que el trabajo requiriera ninguna concentración.
—Mire si quiere —dijo.
Conectó de nuevo la sierra y lo cortó todo menos los dos pernos finales. Con ellos había peligro de morder demasiado profundo y dañar la viga madre. Cuando los pernos quedaron reducidos a una fila de estalactitas que colgaban del techo y una fila de estalagmitas que surgían del suelo, Don soltó la sierra y cogió la maza. Colocándose como un golfista, de pie entre los pernos, apuntó y golpeó uno de ellos, cerca del suelo. Los clavos cedieron y el perno voló hasta chocar contra la pared de la cocina. Golpeó otra vez, otra, otra, alcanzando los pernos mientras avanzaba internándose entre ellos. Sin embargo, para llegar al último tuvo que volverse para apuntar al revés.
—Ahora tendrá que quitarse de ahí, no vaya a lastimarla una de estas piezas.
—Soy rápida —dijo ella—. Puedo esquivar.
—Nadie es tan rápido, sígame la corriente, ¿de acuerdo? —Don sintió que la furia volvía a acumularse en su interior.
Tal vez ella lo sintió también, porque se retiró hasta la puerta. Era suficiente margen de seguridad. Don derribó las dos últimas estalagmitas. Luego empezó con los pernos colgantes, golpeando hacia arriba como un mal jugador de la liga infantil que no ha aprendido a no intentar batear pelotas demasiado altas. Cada perno golpeó contra el suelo hasta que todos desaparecieron. Lo que quedó ahora fueron dos largas tiras de madera atornilladas al suelo y clavadas al techo, con clavos torcidos asomando donde los pernos estaban pegados. Don las arrancó con la palanqueta, y luego retiró de la pared los dos últimos pernos, y la habitación volvió a ser un solo gran espacio.
Se quedó allí de pie, jadeando un poco, sudando. Miró a Sylvie. Ella le sonrió.
—El superhéroe salva la habitación —dijo.
—Llámeme el Hombre del Martillo.
Ella entró en la habitación y se dio la vuelta, extendiendo los brazos como si quisiera alcanzar las paredes.
—Es tan grande.
—Ésta es la habitación que construyó Bellamy. —Don contempló las vigas, desnudas de listones y yeso—. Claro que él pretendía que tuviera un aspecto algo más acabado, pero el tamaño es el correcto.
—Así que a partir de ahora volverá a poner cosas en esta habitación, en vez de arrancarlas —dijo ella.
—Todavía hay que quitar unas cuantas cosas más. Aquí y allá. Sacar el recubrimiento de escayola de las paredes. Quitar las molduras, colocar el pladur. Pero sí, cuando acabe esto tendrá el mismo aspecto que cuando Bellamy llevó a la señora B. arriba por primera vez.
—¿Ves? —dijo ella—. Eso pensaba.
Sí, seguía estando chalada.
Don recogió los pernos y los llevó a la pila de basura. Se tomó tiempo para arrancar los clavos que asomaban de algunos y para aplastar otros. No tenía sentido que ahora lo demandaran los padres de algún niño que se pinchara el pie porque no podía mantenerse apartado de la pila de basura.
Al volver de su penúltimo viaje a la acera se encontró a Carville en la entrada, sentado en el último peldaño.
—Estoy listo para llevarme ese viejo calentador —dijo—. La verdad es que estaba listo hace un rato, pero me puse a inspeccionar el resto de la instalación de tuberías y calefacción mientras tú te calmabas un poco.
—¿Calmarme? —preguntó Don.
—Cuando me acerqué a la puerta hace un rato parecía que tenías una agarrada con un tipo vestido de traje de chaqueta. Admítelo, estabas alardeando ante la mujer.
Don se sintió avergonzado. Cindy no era la única que lo había visto.
—Viste lo que hago cuando no mato a un tipo.
—Hubo un momento en que pensé que él deseaba que lo hicieras.
—Es que no conozco mi propia fuerza.
—Menos mal, porque yo tenía razón con el calentador. Pesa tanto que vamos a necesitar un torno para sacarlo.
—Pero tienes al Hombre de Acero.
El Hombre del Martillo, pensó, y casi sonrió.
—Batman y el Chico Alondra.
—Qué gracioso.
En el sótano, el viejo calentador yacía en el suelo como un cadáver. Carville apuntó con su linterna a las tuberías entre las vigas del techo.
—Ésas son sólidas. Bien podrías seguir usándolas, porque quitarlas no merecería la pena el esfuerzo.
—¿Entonces son fuertes? ¿No hay nada corroído?
—Si una bomba nuclear arrasara este lugar, esas tuberías quedarían colgando en el aire.
—Sí, construyeron bien este sitio.
—Pero las tuberías nuevas… —dijo Carville—. Algunos de esos cuartos de baños y cocinas son más recientes que otros. Hay tuberías más baratas aquí y allá.
—Sí, pero no las necesitaré, las voy a quitar.
—No tienes que decirme qué vas a hacer con tus cosas.
—Quería asegurarme de que tenía razón —dijo Don—. Y no soy un tipo de calderas.
—Sí, bueno, esta caldera de gas no la conectes, te matará la primera noche.
—Malo, ¿eh?
—Sellé la conexión hasta que puedas instalar una nueva. —Carville se acercó y golpeó con la linterna la vieja caldera de carbón que debían de haber instalado cuando construyeron la casa, porque era imposible que pudieran haberla bajado por las escaleras—. Esta caldera de carbón. Tío, es lo bastante grande para calentar uno de esos edificios de la facultad.
—Sí, pensé en dejarla como está.
—Buena decisión. ¿Sabes? Apuesto a que todavía funcionará bien. Si eres capaz de echarle carbón.
—O si encuentro a alguien que lo reparta.
—Oh, todavía lo hacen, ¿sabes? Todavía quedan unos cuantos camiones de reparto de carbón en el mundo. —Carville rodeó la caldera—. Lo que no puedo comprender es para qué era esto.
—¿Qué? —preguntó Don. Siguió a Carville y vio de inmediato lo que señalaba. Había una abertura en los cimientos tras la caldera. Estaba llena de escombros, pero no al azar: alguien había cubierto un agujero. No, una puerta.
—Nunca he echado un vistazo ahí atrás. Quiero decir, ¿quién rompería los cimientos detrás de la caldera?
—Probablemente era una bodega o una despensa —dijo Carville.
Pero Don sabía que nadie pondría una despensa detrás de una caldera ardiente.
—Tampoco podría ser un depósito de carbón.
—No, la rampa está allí. Oh, bueno, uno nunca sabe qué cosas raras hace a veces la gente con sus casas.
—No debilita los cimientos, ¿no?
—No con esa viga sobre la abertura. Me parece que estaba ya aquí cuando la casa se construyó originalmente. No fue añadida más tarde.
—Bueno, algún día cuando me sienta más ambicioso lo excavaré y veré qué hay detrás —dijo Don.
—¿Sabes lo que te digo? No me llames para eso.
—Ni se me ocurre. Todo lo que hay ahí atrás es la cripta de Al Capone de todas formas.
—Encantado de trabajar contigo, amigo —dijo Carville—. Ahora coge tu extremo de este trozo de piedra y saquémosla de aquí.
Los dos eran hombres fuertes, pero tuvieron que descansar dos veces para sacar el viejo calentador de agua. Y cuando llegaron a la pila de basura los dos sudaban y jadeaban como viejos gordos que echan una carrera por primera vez.
—He sido más joven —dijo Carville.
—Sí, pero eras más tonto entonces.
—Pero no sabía que era tonto. Sí sabía que tú eras tonto, desde luego.
—Vete a casa, tío, me has dedicado medio día y no puedo permitirme más.
—El agua caliente estará lista dentro de un par de horas.
—¿Terminaste también la instalación eléctrica?
—Lo mío es servicio completo de calefacción, fontanería y aire acondicionado.
—Por eso eres un imán para las chicas.
—No. Es por mi tubería.
—Coge tu diminuta tubería y márchate —dijo Don.
Unos cuantos chistes tontos más y Carville se fue. Era una amistad que había empezado en el instituto, y continuaba a ese nivel. Cosa que estaba bien. Era todo lo que Don necesitaba de él.
La ducha era cuanto esperaba de ella. La nueva perilla no temblaba ni nada, sino que lanzaba un chorro de agua tan intenso que picoteaba, cosa que a Don le parecía bien. Era agradable ducharse en una bañera que él mismo había limpiado, en vez de en esas duchas de los apeaderos de camiones, que siempre parecían pegajosas y resbaladizas y llenas de hongos.
Y luego descorrer la cortina y secarse con su propia toalla nueva y ponerse un albornoz nuevo y zapatillas… era absolutamente doméstico. A partir de ahora vivir allí no se parecería a hacerlo en un campamento.
Bajó a la sala de estar, y estaba terminando de abrocharse la camisa cuando oyó la voz de Sylvie en el pasillo.
—¿Puedo pasar?
—Estoy decente —dijo él.
Entró. Él se sentó en el camastro y empezó a ponerse los calcetines.
—Ropa limpia —dijo—. Debería intentarlo alguna vez.
—El vestido no está tan sucio como parece —contestó ella—. Con el tiempo, la vieja suciedad se vuelve tan gruesa que la nueva no llega a pegarse. Es como llevar ropa de teflón.
—Apuesto a que podemos lanzarlo al mercado y tener un bombazo.
Ella sonrió débilmente.
—Dejé el jabón y el champú en la ducha. Tenga cuidado, porque ahora el agua sale realmente caliente.
—Me muero de ganas —dijo ella—. Se ha lavado usted bien.
Don no supo qué decir.
—Gracias.
Y entonces tuvo que cambiar de tema.
—Ahora que me he lavado, voy a hacer una visita a esas ancianas de al lado.
—Creí que dijo que estaban locas.
—Sí, pero saben cocinar. ¿Quiere venir, a ver si podemos conseguir dos comidas por el precio de una?
Ella negó con la cabeza.
—Me quedaré aquí.
—Me dijeron que podía hacerles cualquier pregunta que quisiera sobre la casa. Vivían aquí. Antes que usted.
—¿Qué pregunta va a hacerles?
—Hay una abertura en los cimientos tras la vieja caldera de carbón Puede que fuera una despensa o algo así.
—No es nada.
—La gente no tiene una abertura en sus cimientos por nada, Sylvie.
Atados ya los zapatos, se levantó y se encaminó a la puerta.
—Voy a cerrar cuando salga —dijo—. ¿Tiene la llave?
Ella la sacó del arrugado bolsillito de su triste vestido azul y la alzó para que la viera.