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Authors: Agatha Christie

El cuadro (5 page)

BOOK: El cuadro
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—No se preocupe. Somos comprensivos —repuso Tommy.

—Nada se ha tocado en el cuarto que ocupó la señorita Fanshawe —subrayó la señorita Packard.

Esta abrió la puerta del dormitorio en que los dos vieran por última vez a tía Ada. Tenía ese aire especial de abandono y soledad que poseen las estancias cuando sus muebles han sido cubiertos con sábanas. En la cama, la tela que la cubría 'revelaba nítidamente la disposición del lecho, las bien ordenadas almohadas...

Las puertas del guardarropas estaban abiertas. Las prendas que usara tía Ada habían sido colocadas en completo orden sobre la cama, perfectamente dobladas.

—Habitualmente, ¿qué suelen hacer ustedes con esas ropas? —inquirió Tuppence.

La señorita Packard se mostró tan competente como siempre con su respuesta. —Puedo facilitarle los nombres de dos o tres sociedades privadas que gustan de recibir éstos obsequios. La señorita Fanshawe tenía una estola dé piel y un abrigo de mucho valor, pero me inclino a pensar que usted no piensa utilizar personalmente estas ropas. Puede suceder también que usted se dedique. a. socorrer a alguna gente desgraciada y entonces es natural que prefiera quedarse con todo.

Tuppence movió la cabeza a un lado y á otro.

—Tenía algunas joyas —prosiguió diciendo la señorita Packard—. Me las llevé para guardarlas en la caja de caudales. Ahora las encontrará en el cajón de la manó de—recha de la cómoda. Las puse ahí antes de que ustedes llegaran.

—Le estamos muy agradecidos. Se ha tomado usted muchas molestias —dijo Tommy, Tuppence había fijado la mirada en un cuadro colgado por encima de la repisa de la chimenea. Era un óleo en el que aparecía una casa pintada con tonos vagamente rosados, situada junto a un canal que cruzaba airosamente un curvado puente. A alguna distancia de la misma se divisaban dos álamos. El tema era bonito. No obstante, Tommy se preguntó a qué venía aquella atención con que su mujer estudiaba el lienzo.

—¡Qué divertido! —exclamó Tuppence.

Tommy la miró inquisitivamente: Muchos años al lado de su esposa le habían demostrado que cuando Tuppence juzgaba alguna cosa divertida, la misma generalmente, no merecía tal calificativo.

—¿Qué quieres decir, Tuppence?

—Es divertido. La— otra vez no me di cuenta de ese cuadro. Pero lo más raro es que a mí me parece haber visto esta casa en alguna parte: Estoy segura de ello... Es curioso que no acierte a recordar cuándo ni dónde.

—Supongo que la estarías contemplando como contemplamos tantas cosas que se nos ponen delante de les ojos inconscientemente, casi sin advertir lo que hacemos —contestó Tommy, componiendo una declaración tan confusa como la de su mujer.. —¿Viste tú aquí, Tommy, el cuadró en el curso de la anterior visita?

—No. Pero es que, claro, estuve atento a otros detalles que me preocupaban más.

—Ese cuadro... Sí. Me inclino a pensar que no vieron el cuadro por el hecho de estar casi segura de que no se encontraba en el sitio que ahora ocupa... —declaró la señorita Packard—. Perteneció a una de nuestras huéspedes, quien se lo regaló a su tía. La señorita Fanshawe expresó la admiración que el lienzo le inspiraba y su amiga insistió en que dispusiera del mismo cómo regalo.

—Por eso, naturalmente, no puedo haberlo visto aquí.

Sigo pensando, sin embargo, que la casa me es conocida. ¿No te sucede a ti lo mismo, Tommy?

—No.

—Bueno, ahora me veo obligada a dejarles —manifestó la señorita Packard con viveza—. No tienen más que llamarme cuando me necesiten.

La mujer sonrió, abandonando la habitación, cuya puerta cerró.

—Creo que no me gustan nada los dientes de esa mujer —dijo Tuppence.

—¿Qué pasa con sus dientes?

—Tiene demasiados. O es que me parecen muy grandes... «Son para comerte mejor, hija mía», como se dice en el famoso cuento de «Caperucita Roja»,

—Te encuentro rara hoy, Tuppence.

—Algo me pasa, sí. Siempre juzgué a la señorita Packard una mujer agradable... Hoy, en cambio, se me figura una fémina siniestra. ¿No experimentas tú igual sensación?

—No. Bueno, vamos a lo nuestro, a lo que nos ha traído aquí. Hay que proceder al examen de los «efectos» de la pobre tía Ada. ¿No es ése el término que emplean los abogados? He aquí el pupitre de que te hablé, el de tío William... ¿Te gusta.

—Es precioso. De la época de la Regencia, diría yo. Para las personas que se acomodan en estos establecimientos es un consuelo traer consigo algunas de sus cosas. Las sillas de crin me tienen sin cuidado, pero en cambio, la mesa... Esa mesita es precisamente lo que necesitaba para rellenar el hueco que queda junto a la ventana que tú sabes, ocupado en la actualidad por un odioso juguetero.

—De acuerdo —dijo Tommy—. Haré una nota por esos dos muebles.

—El cuadro lo colocaremos encima de la repisa de la chimenea. Me gusta el lienzo, aparte de que estoy segura de haber visto en alguna parte la casa que figura en él. Veamos ahora las joyas.

Abrieron—el cajón de la cómoda. Había allí un juego de camafeos, un brazalete florentino, varios pendientes y una sortija con piedras diversas.

—He visto estas piedras antes —declaró Tuppence—. Hay aquí un diamante, una esmeralda, una amatista... ¿Por dónde empiezo? Rubí, esmeralda, otro rubí... Veamos de nuevo. Una piedra granate, una amatista, una piedra rosada... Esto debe de ser un rubí, con un menudo diamante en el centro. Es una joya pasada de moda, un recuerdo de carácter sentimental.

Tuppence se colocó la sortija en la palma de una mano.

—Creo que a Deborah le gustaría poseer una sortija como ésta. Y el brazalete florentino. Las cosas de la época victoriana la dislocan. Eso le ocurre a mucha gente hoy día. Ocupémonos ahora de las ropas. Estos quehaceres tienen siempre algo de macabro, ¿no te parece? He aquí una estola... Es de valor, creo. Personalmente, sin embargo para mí, no ofrece interés. Supongo que habrá por aquí alguien..., alguien que haya sido especialmente amable con tía Ada, una de sus amigas, una servidora. No estaría mal que le ofreciéramos este recuerdo. Es de marta cebellina auténtica. Nos pondremos al habla con la señorita Packard. Las otras cosas podrían ser cedidas a las instituciones de caridad. ¿Conforme? Localizaremos a la señorita Packard ahora. Adiós, tía Ada —dijo Tuppence en voz alta, volviéndose hacia el lecho—. Me alegro de haberle hecho esa última visita. Lamento no haberle sido simpática, pero en fin, como disfrutaba mucho tratándome con brusquedad, nada tengo que objetar. De alguna manera tenía usted que divertirse. No te olvidaremos, tía Ada. Cada vez que pongamos los objetos en el pupitre de tío William, nos acordaremos de ti. Fueron a buscar a la señorita Packard. Tommy le dijo que tomaría las medidas necesarias para que la mesita elegida por Tuppence y el pupitre que a él le agradaba fuesen enviados a sus señas. En cuanto a los restantes muebles, ella se entendería con los subastadores de la localidad. La señorita Packard quedaba en libertad para designar aquellas sociedades caritativas que habían de hacerse cargo de las ropas.

—No sé si hay aquí alguna persona que se alegraría de recibir como regalo la estola —manifestó Tuppence—. Es muy bonita. Hemos de pensar en alguna de sus ami—gas, quizá? ¿Se lo ocurre a usted alguna enfermera que haya cuidado con más frecuencia de tía Ada hasta el momento de morir ésta?

—Es usted muy amable, señora Beresford. Siento decirle que la señorita Fanshawe no tenía ninguna amiga destacable entre las internas. Está, sin embargo, la señorita O'Keefe, una de las enfermeras, quien se ocupó mucho de ella, que tuvo paciencia y obró en todo momento con extraordinario tacto... Me parece que se quedaría muy complacida ante un regalo de este tipo y que incluso se sentiría honrada con tal atención.

—En cuanto al cuadro de la chimenea —indicó Tuppence—, quisiera quedarme con él... Bueno, si eso es posible, lo que no sé si la persona que se lo regaló a tía Ada que—rrá que ahora le sea devuelto. Tendríamos que preguntárselo...

La señorita Packard la interrumpió:

—¡Oh! Lo siento, señora Beresford. No podremos proceder a cubrir ese trámite. Fue la señora Lancaster quien se lo regaló a la señorita Fanshawe, que ya no se encuentra entre nosotros.

—¿No? —inquirió Tuppence, sorprendida—. ¿La señorita Lancaster? Aquella anciana con quien estuve charlando durante unos momentos en el transcurso de nuestra visita anterior, ¿no? ¿La de los cabellos blancos, que llevaba echados hacia atrás? Estaba bebiéndose un vaso de leche en el cuarto de estar de la planta baja. ¿Se ha marchado, dice usted?

—Sí. Todo ocurrió de pronto, más bien. Una de sus parientes, una tal señora Johnson, se la llevó hace cosa de una semana. La señora Johnson regresó de África, donde ha vivido cuatro o cinco años... Fue algo inesperado. Ahora se encuentra en condiciones de cuidar a la señora Lancaster, en su propio hogar, además, ya que ella y su marido iban a quedarse con una casa en Inglaterra. Yo me inclino a pensar —declaró la señorita Packard—, que la señora Lancaster hubiera preferido quedarse aquí, en realidad. Había encajado muy bien en el ambiente general, se llevaba perfectamente con todo el mundo y era feliz. Se puso muy nerviosa, se le saltaron las lágrimas, ¿pero qué podíamos hacer nosotros? La mujer se mostró prudente, a causa de que habían sido los Johnson quienes le pagaran la estancia en Sunny Ridge. Yo me limité a sugerir que habiendo estado tanto tiempo aquí y sintiéndose a gusto quizás era más aconsejable dejar las cosas como estaban.

—¿Cuánto ha durado, pues, la estancia de la señora Lancaster en la casa? —inquirió Tuppence.

—Unos seis años, calculo. Sí... Había llegado a considerar Sunny Ridge su segundo hogar.

—Me hago cargo perfectamente de su situación, desde luego.

Tuppence frunció el ceño y miró, nerviosamente, a Tommy.

—Siento que se haya marchado. Cuando hablé con ella, experimenté la impresión de que nos habíamos visto antes en alguna parte... Su rostro me era vagamente familiar. Y posteriormente pensé que la había conocido hallándome yo en compañía de una amiga mía, una señora apellidada Blenkinsops. Luego, me dije que con esta nueva visita podría averiguar si andaba equivocada. Pero, claro, si se ha ido con los suyos, ya no es posible.

—Naturalmente. Sin embargo, yo no recuerdo que ella mencionara a esa señorita Blenkinsops de que usted habla.

—¿Podría usted darme alguna información más sobre su persona? ¿Quiénes eran sus parientes? ¿Cómo fue el venir aquí?

—Poco es lo' que puedo explicarle, realmente. Hace unos seis años nos escribió la señora Johnson para hacernos unas preguntas sobre esta residencia. Más tarde, se presentó aquí ella, con objeto de echar un vistazo. Dijo que tenía referencias de una amiga sobre Sunny Ridge y se interesó por nuestras condiciones y todo lo demás. Seguidamente, se despidió. Una semana o dos después recibimos una carta de una firma de abogados de Londres, haciéndonos algunas consultas más. Finalmente, nos escribieron diciéndonos que deseaban ingresar en el establecimiento a la señora Lancaster. La señora Johnson se encargaría de traerla en el plazo de una semana, si disponíamos de alguna plaza libre. Como disponíamos de una habitación, pronto se presentó aquí la señora Johnson, en compañía esta vez de la anciana. La señora Lancaster pareció sentirse complacida al ver la habitación que le habíamos asignado. Luego, la señora Johnson dijo que ella pretendía trasladar allí algunos de sus efectos personales. No nos opusimos a ello, naturalmente. Es corriente que nuestras huéspedes procedan así, ya que de tal manera se sienten más a gusto. Todo salió bien. La señora Johnson nos explicó que la anciana era parienta de su esposo. Tratábase de un parentesco lejano, ¿sabe usted? Para ellos, la anciana constituía una preocupación, debido a que se hallaba a punto de trasladarse a África... A Nigeria, creo que dijo. A su esposo le habían dado un cargo en aquel país y lo más probable era que estuviesen ausentes varios años. Después, regresarían a Inglaterra. Lo que quería el matrimonio era asegurarse de que la señora Lancaster, ya que no podía acompañarles, estuviese bien instalada, que lo pasara lo mejor posible. Estaban convencidos, por lo que les habían referido acerca de esta casa, de que acababan de hacer una elección afortunada. Puestos todos de acuerdo, la señora Lancaster empezó a vivir con nosotros.

—Ya.

—La señora Lancaster cayó bien a todo el mundo aquí. Era un poco rara... Bueno, usted me entiende; no tenía cabeza muy firme. No andaba muy bien de memoria; confundía unas cosas con otras y olvidaba a veces nombres y direcciones.

—¿Recibía muchas cartas? —preguntó Tuppence—. ¿Cartas del extranjero, objetos...?

—Me parece que el señor o la señora Johnson le escribieron un par de ocasiones desde África. Eso fue un año después de su partida, o más. La gente, ya se sabe, olvi—da con facilidad. Especialmente cuando se traslada a otro país, cuando se ve obligada á llevar otra vida. Me inclino a pensar que no se mantuvieron en contacto constante con ella. La señora Lancaster era una parienta lejana, una responsabilidad familiar, y para el matrimonio, la cosa no pasaba de ahí. Todos los arreglos de tipo económico fueron realizados por el abogado señor Eccles, un hombre muy agradable, perteneciente a una reputada firma. Ya habíamos tenido relación anteriormente con ese hombre. Lo conocimos, pues, y nos conocía. Yo creo que la mayor parte de las amistades de la señora Lancaster, así como sus parientes, habían fallecido ya. Tenía por ello pocas noticias del mundo exterior —y a mí me parece que no vino nadie a verla. Bueno, ahora me recuerdo... Un año más tarde, recibió la visita de un caballero de gran porte. Me inclino a pensar que no la conocía personalmente, que era amigo del señor Johnson y que también había servido en las colonias. Debió de venir para comprobar si estaba contesta aquí.

—Y tras eso, todos se olvidaron de la señora Lancaster.

—Seguramente —replicó la señorita Packard—. Da pena, ¿verdad? Sin embargo, esto no debe asombrarnos, es lo que sucede todos los días. Afortunadamente, cada una de nuestras internas se forman aquí su círculo de amistades. Se reúnen con quienes comparten sus gustos o tienen algo en común. La vida, entonces, toma un giro más grato. Yo creo que hay algunas ancianas que llegan a olvidar casi por completo su existencia anterior.

—Algunas de ellas también, me imagino que están un poco... —Tommy se llevó la mano a la frente, bajándola inmediatamente—, un poco... Bueno, no quiero decir pre—cisamente...

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