Authors: Agatha Christie
—Sí —contestó, queriendo animarla —. Eso te conviene. Cómprate un billete de temporada. Te permitirá, gracias a un buen razonado plan de viajes, visitar diversos parajes de las Islas Británicas; a lo largo de centenares de kilómetros. Y todo por una suma irrisoria. La experiencia te ayudará a poner otra vez los pies en el suelo, Tuppence. Súbete a todos los trenes que se te antojen, querida, trasladándote a los parajes que creas más oportunos. Esta tarea hará que estés entretenida durante todo el tiempo que dure mi ausencia.
—Dale muy cariñosos recuerdos a Josué.
—Descuida, lo haré.
Tommy se quedó inmóvil, contemplando a su mujer con una mirada que traslucía su preocupación.
—Me gustaría que me acompañases... No... no vayas a cometer ninguna estupidez, ¿eh?
—Por supuesto que no —se limitó a contestar Tuppence.
¡Dos mío! ¡Dios mío! —suspiró Tuppence.
Miró a su alrededor entristecida. Se dijo que jamás se había sentido tan desanimada. Naturalmente, ya había previsto que echaría mucho de menos a Tommy...
No había caído en la cuenta, sin embargo, de lo mucho que añoraría su compañía.
Durante el dilatado periodo de su vida de casados apenas habíanse separado. Con anterioridad a su matrimonio, se habían llamado a sí mismos una pareja de «jóvenes aventureros». Habían conocido dificultades y afrontado peligros juntos. Después de unir definitivamente sus vidas habían criado dos hijos y precisamente en el momento en que entraban en el período de la edad media, había estallado la segunda guerra mundial, viéndose ligados a las actividades de especial índole de un grupo afecto a los servicios de espionaje británicos.
Formaban tina pareja apartada de las normas ortodoxas, siendo reclutados por un individuo silencioso, de aspecto corriente, llamado «el señor Carter», apellido ante el cual todos se inclinaban respetuosos. Habían vivido numerosas aventuras juntos. Esto no había sido planeado por el señor Carter. El personaje en cuestión había reclutado a Tommy, solo. Pero Tuppence, haciendo un despliegue de natural ingenio, había salido al paso a los dos hombres, hasta el punto de que cuando Tommy llegó a una casa de huéspedes sita junto al mar, desempeñando el papel de un tal señor Meadows, la primera persona que viera allí había sido una dama de mediana edad ocupada con sus labores de punto, quien le obsequiara con una ingenua mirada. Luego, se había visto obligado a llamarla por el nombre de señora Blenkinsops. A partir de entonces habían trabajado siempre en equipo.
«Eh la presente ocasión —se dijo Tuppence — no puedo hacer lo que hice entonces.» No le serviría de nada, pensó, penetrar en Hush Hush Manor, ni intentar participar en los complicados asuntos de la I.U.A.S. Pero sin Tommy, el piso le parecía vacío y el mundo un desierto. «¿En qué demonios podría yo pasar el rato?», se preguntó ella.
Esta pregunta no venía a cuento, verdaderamente. Por la sencilla razón de que Tuppence había dado ya los primeros pasos en relación con lo que tenía planeado. No se trataba ahora de misiones de espionaje, de contraespionaje y cosas por el estilo. No había nada por en medio de carácter oficial. «Prudence Beresford, investigadora privada, eso es lo que yo soy», se dijo la mujer de Tommy.
Después de la comida del mediodía, una vez despejada la mesa, ésta fue ocupada por una serie de guías de ferrocarriles, mapas y unos cuantos dietarios que Tuppence había sacado de un rincón de la casa.
En el curso de los últimos tres años (y no más, estaba segura de ello), había realizado un solo viaje por ferrocarril. Instalada en su compartimiento, desde la ventanilla había divisado un edificio.
¿Un solo viaje? Tuppence se apresuró a enmendar aquel error inicial. Los desplazamientos por ferrocarril habían sido varios, si bien menos que los realizados en coche por carretera. ¿Cuál era el viaje por ferrocarril en cuyo transcurso viviera la experiencia rememorada?
Los Beresford, desde luego, habían ido a Escocia, donde se encontraba su hija Deborah, ya casada... Pero aquél había sido un desplazamiento nocturno.
Penzance era toda una evocación de los días veraniegos... Lo malo era que Tuppence se sabía de memoria el trayecto.
No. El viaje que a ella le interesaba especialmente había sido de otro tipo.
Diligente, perseverante, Tuppence confeccionó una meticulosa lista de todos los viajes que recordaba haber realizado y podían responder a lo que andaba buscando. Uno o
dos desplazamientos a las carreteras, una visita a Northumberland, dos sitios posibles en Gales, un bautizo, dos bodas, una subasta a la que habían asistido, unos cuantos cachorros que había entregado en cierta ocasión a una amiga, que se dedicaba a criar perros y que posteriormente había caído enferma en la cama, con una gripe fortísima... Habíanse visto en una región de árido aspecto, en un lugar que no podía recordar por más que se esforzaba.
Tuppence suspiró. Comenzaba a pensar que tendría que aferrarse a la orientación que le señalara su esposo... Es decir, adquirir uno de aquellos billetes especiales, el cual le permitiría repasar la mayor parte de los tramos de vía férrea que podían encerrar algún interés a su juicio.
En una pequeña agenda había anotado cosas sueltas... Eran como centelleos, que podrían ser útiles...
Un sombrero, por ejemplo... Sí, un sombrero que había lanzado desde lejos en dirección a la percha. Lo había utilizado en el bautizo, en las bodas...
Otro centelleo en la oscuridad: vióse a sí misma descalzándose apresuradamente, por el hecho de dolerle enormemente los pies. Sí; aquélla era una sensación concreta... Había estado contemplando realmente la casa... Y había movido bruscamente los pies, uno tras otro, para desprenderse de los zapatos con la mayor rapidez, ya que su excesivo ajuste le causaba dolor...
Así, pues, iba camino de alguna reunión de tipo social, si es que no regresaba de ella... Sí, se trataba del regreso, por supuesto. Porque su dolor de pies procedía de haberlos llevado embutidos en sus mejores zapatos y de no haberse sentado durante largo rato. En cuanto al sombrero... Cómo era aquel sombrero de que se acordaba? ¿Uno de ores, que sugería la idea de una boda, por ejemplo, dentro del período veraniego?
—¿Había sido uno de terciopelo, de los que usaba en el invierno?
Tuppence andaba ocupada, tomando nota de todos estos detalles y leyendo los horarios de las distintas líneas de ferrocarril, cuando entró en la habitación Albert para preguntarle qué deseaba para cenar, para consultarle sobre las compras que convenía hacer en su visita al carnicero y a la tienda de comestibles.
—Creo que voy a ausentarme por unos días —anunció Tuppence —. En consecuencia, no es necesario que compre nada, Albert. Voy a hacer unos desplazamientos por ferrocarril.
—¿Quiere que le prepare algunos bocadillos?
—Pues sí. Puede prepararme unos cuantos de jamón o cualquier otra cosa.
—Unos huevos duros y un poco de queso le irán bien. En la despensa queda una lata de pâte... lleva allí mucho tiempo ya.
—Aprovéchela, sí.
—¿He de enviarle las cartas a algún sitio?
—Ni siquiera sé a dónde me encamino —comentó Tuppence.
—Comprendido.
Lo mejor de Albert era que siempre se hacía cargo de cualquier situación, por extraña que fuese. Nunca había la necesidad de explicarle nada.
El hombre salió del cuarto y Tuppence se concentró de nuevo en sus preparativos... Tornó a sus reflexiones enfrentándose concretamente con un compromiso social y como secuela de éste destacábanse en su memoria un sombrero y un par de incómodos zapatos. Desgraciadamente, todo lo que había registrado afectaba a diferentes líneas de ferrocarril: una boda en el sur, otra en el este... El bau-tizo había tenido lugar en el norte de Bedford.
Si hubiera podido recordar entonces algo más acerca del escenario de aquello...
Habíanse acomodado en la parte de la derecha, dentro del compartimiento. ¿Qué había estado contemplando antes del canal...? ¿Alguna arboleda? ¿Una serie de árboles aislados? ¿Una grana? ¿Una distante aldea?
Frunció el ceño... Albert había entrado de nuevo en la estancia. ¡Qué lejos estaba de suponer en aquellos instantes que Albert, plantado allí, aguardando que lo atendiera, era exactamente la respuesta a su plegaria…
—Bien. ¿Qué pasa ahora, Albert?
—Puesto que va usted a estar ausente todo el día de mañana...
—Y pasado mañana también, probablemente.
—¿Le parece bien que tome mi día libre? —Sí, desde luego.
—Se trata de Elisabeth... Tiene unas manchas rojas en la piel. Milly cree que es el sarampión...
—¡Vaya! —Milly era la esposa de Albert y Elisabeth la menor de sus hijos —. Naturalmente, Milly prefiere tenerlo a usted cerca, en casa.
Albert ocupaba con los suyos una pequeña vivienda situada en una calle próxima a la de los Beresford.
—No es eso precisamente... Milly prefiere que yo me ocupe de lo mío cuando tiene realmente en qué pensar... Dice que le complico las cosas... Estaba pensando en las otras criaturas. Podría sacarlas de la casa, llevárselas a otro sitio.
—Naturalmente. Estarán todos ustedes en cuarentena, supongo.
—Verá... Charlie ya pasó el sarampión y también Jean:.. De todos modos, ¿no es lo más correcto esto que he pensado?
Tuppence le aseguró que sí.
Algo se agitaba en las profundidades de su subconsciente. Una feliz anticipación... Un reconocimiento... El sarampión... Sí, el sarampión. Algo que tenía que ver con el sarampión.
¿Pero qué podía tener que ver la casa del canal con aquello?
¡Desde luego! Anthea. Anthea era la ahijada de Tuppence... Y la hija de Anthea se encontraba en el colegio... Era su primer curso. Anthea había telefoneado... Sus dos hijos más pequeños se encontraban en la cama con el sarampión y ella no tenía en la casa nadie que la ayudara... La desilusión de Jane sería terrible si no asistía ninguno de los suyos a la entrega de premios... ¿Podía Tuppence, quizá...?
Y Tuppence había accedido... No se le encomendaba ninguna cosa del otro mundo. Se presentaría en el colegio y luego comería con Jane, tras lo cual asistirían a las exhibiciones deportivas y todo lo demás. Incluso había un tren especial con tal motivo.
Todo volvió a su memoria con asombrosa claridad. Hasta recordó el vestido que llevaba en aquella ocasión, un vestido veraniego adornado con pequeñas flores.
Había visto la casa en el viaje de regreso.
Había estado absorta en la lectura de una revista que adquiriera durante el viaje de ida. A la vuelta, careciendo ya de lectura, habíase dedicado a contemplar el paisaje que se divisaba por la ventanilla. Luego, agotada por las carreras del día, con los pies condolidos, había acabado por quedarse dormida.
Al abrir los ojos de nuevo, observó que el tren corría a lo largo de un canal. Aquella zona se encontraba cubierta de vegetación en parte; de cuando en cuando veía algún pequeño puente, una serpenteante carretera o camino y una distante granja... No descubrió ninguna aldea.
El tren empezó a perder velocidad, obedeciendo a alguna señal indicadora, quizá. Después se detuvo en las proximidades de un puente, un pequeño puente de pronunciada curvatura, que cruzaba el canal, desusado, probablemente. En la orilla opuesta, cerca del agua, estaba la casa, una de las más atractivas que Tuppence había visto. Era un edificio de sobrias líneas, que sugería ideas de paz, de quietud, cuya belleza realzaba la dorada luz de la última hora de aquella tarde.
No vio a ninguna persona por allí... No vio perros, ni ganado. Y, sin embargo, los verdes postigos de las ventanas no se hallaban cerrados. La casa debía de estar habitada. Pero en aquellos momentos, no obstante, estaba con toda seguridad, vacía.
«Tengo que hacer algunas averiguaciones sobre esta casa —pensó entonces Tuppence —. He de volver por aquí para estudiarla con más detenimiento. Es la clase de casa que a mi me gustaría poseer algún día.»
El tren volvió a ponerse en marcha tras unas pequeñas y estridentes sacudidas.
«A ver si me entero de cuál es la próxima estación, para conocer el emplazamiento exacto.»
Pero no había descubierto por allí una estación propiamente dicha. Era la época en que se llevaban a cabo interminables — reformas en las líneas de ferrocarril. Algunas pequeñas estaciones eran cerradas, derribadas incluso; la hierba crecía libremente por los abandonados andenes. Durante veinte minutos, o media hora, el tren siguió avanzando, pero Tuppence no acertó a localizar nada sobresaliente en el paisaje. En una ocasión, a gran distancia, Tuppence creyó ver el capitel de una iglesia.
Luego había aparecido ante su vista algún complejo industrial... altas chimeneas... una fila de casas prefabricadas.,.. Y la campiña de nuevo.
Tuppence se dijo que aquella casa le parecía un sueño.
¡Tal vez lo fuera! «Supongo que no me acercaré nunca por aquí con la pretensión de 'volver a verla. Se haría demasiado difícil dar con ella. Por otro lado, es una lástima...»
«Es posible también que el día menos pensado dé con la casa por pura casualidad.»
Posteriormente la había olvidado.
Hasta que un cuadro que colgaba de la pared de una chimenea había reavivado aquel recuerdo.
Y ahora, gracias a una palabra casualmente pronunciada por Albert, la indagación preliminar llegaba a su término.
Y empezaba otra.
Tuppence apartó tres mapas, una guía y unos cuantos elementos accesorios más.
Conocía por encima la zona —en que concentraría sus averiguaciones. Había marcado en uno de los mapas con un lápiz rojo el emplazamiento del colegio de Jane... Luego, estaba la línea de ferrocarril secundaria, que posteriormente se unía a la principal londinense... E.1 período de tiempo que estuviera durmiendo...
La extensión abarcada era considerablemente amplia... Comprendía el norte de Medchester, al sudeste de Market Basin, que si bien se reducía a una pequeña aldea, era un importante nudo ferroviario, y, probablemente, la parte occidental de Shaleborough.
Tuppence cogería su coche e iniciaría el recorrido en las primeras horas de la mañana siguiente.
Se levantó, entrando en el dormitorio. Estudió detenidamente el cuadro de la chimenea.
Sí. No andaba equivocada. Aquélla era la casa que viera desde el tren tres años atrás. La casa que se había prometido visitar algún día...