Authors: Agatha Christie
Tuppence habíase apresurado a trasladarse al norte (el episodio había tenido por escenario Aberdeen). Pero sucedió que se le había adelantado la policía, la cual se llevó el flamante Mervyn, personaje tras el que los agentes andaban desde hacía algún tiempo. Había sido acusado de obtener dinero valiéndose de ciertas tretas en completo desacuerdo con las buenas costumbres. Tía Primrose habíase mostrado muy indignada, calificando aquello de persecución. Pero luego, en posesión de los informes facilitados por el fiscal, relativos a veinticinco casos parecidos, habíase visto obligada a mirar a su protege de otro modo.
—Creo que debiera ir a echarle un vistazo a la tía Ada, ¿sabes, Tuppence? —dijo Tommy—. Hace demasiado tiempo que no la vemos...
—Supongo que tienes razón —declaró ella, sin entusiasmo—. ¿Cuándo hablamos con ella por última vez? Tommy reflexionó un momento.
—Ha pasado un año casi, me parece.
—Más, más, seguramente.
—¡Cómo corren los meses, querida! Debes estar en lo cierto, Tuppence —Tommy hizo un rápido cálculo mental—. ¡Y con qué facilidad olvida uno! Me sabe mal, realmente...
—Bueno, tampoco tiene por qué reprocharte nada. Después de todo, siempre que necesita alguna cosa, se la enviamos y le escribimos con frecuencia.
—Claro, claro. Nadie duda de tu eficiencia, Tuppence. Sin embargo, a veces tiene uno ocasión de leer cosas que producen asombro, que nos dejan perplejos.
—Ahora estás pensando en ese libro terrible que adquirimos últimamente —acusó Tuppence—. Era terrible lo de las pobres ancianas. ¡Y cómo sufrían!
—Supongo que todo era verdad, que el tema había sido extraído de la vida.
—Sí. Deben de existir sitios como aquél. Y hay gente que es muy desgraciada, que no puede hacer nada para dejar de serlo. Pero ante eso, Tommy, ¿qué se puede intentar?
—Lo único que se puede hacer, por parte de cada uno, es andar con el máximo cuidado. Hay que examinar con detenimiento lo que se escoge, efectuar averiguaciones... En el caso de tía Ada, lo que conviene es dar con un médico apropiado, atento, amable.
—Nadie mejor que el doctor Murray, tienes que reconocerlo.
—Sí —de los ojos de Tommy desapareció la mirada de preocupación— Murray es un tipo excelente. Es amable, tiene paciencia... De haber marchado algo mal, lo, hubiera hecho saber.
—En consecuencia, me parece que no hay motivos para que estés preocupado. ¿Qué edad tendrá ella ahora? —Ochenta y dos años... —respondió Tommy— No, no... Creo que son ochenta y tres. Esto de sobrevivir a todo el mundo debe de ser terrible.
—Es lo que pensamos nosotros —alegó Tuppence—. No es ésa la idea de ellas.
—¿Y tú qué sabes?
—Estoy segura de eso por lo que a tía Ada respecta, ¿Es que no te acuerdas de la satisfacción con que hacía recuento delante de nosotros de los amigos y amigas que no habían podido alcanzar su edad? Terminó diciendo: «...y en cuanto a Amy Morgan, he oído afirmar que no durará más de sed meses ya. Ella sostenía siempre que yo era una persona muy endeble y mira por donde resulta ahora prácticamente cierto que voy a sobrevivirla. Con muchos años de diferencia, además.» Su aire, recuérdalo, era de consumado triunfo ante esa perspectiva.
—Sin embargo...
—Ya sé lo que piensas. Pese a todo, crees que es nuestro deber atenderla e ir a verla.
—¿Y no crees que tengo razón?
—Desgraciadamente —manifestó Tuppence—, creo que la tienes. Indudablemente. Yo te acompañaré —añadió Tuppence, con una inflexión en la voz que hablaba de he—roísmo.
—No —respondió Tommy—. ¿Por qué habías de ir tú? Se trata de una tía mía. Iré yo solo.
—Ni hablar, querido —manifestó la señora Beresford—. Quiero sufrir contigo. Aguantaremos eso juntos. Tú pasarás un mal rato y yo también. Y tía Ada tampoco va a disfrutar mucho, desde luego. Me hago cargo, no obstante, de que es una de esas cosas que hay que hacer.
—No, no quiero que me acompañes. ¿No te acuerdas de la rudeza con que te trató la última vez que nos vimos?
—¡Oh! No me importa —declaró Tuppence—, Probablemente, no tendrá ocasión de atender a otras visitas. Si se enfrenta conmigo adoptando una actitud desagradable, no pienso hacerle ningún desplante, descuida.
—Siempre fuiste muy atenta con ella, a pesar de que no te ha sido nunca simpática.
—Tía Ada es una de esas personas que no caen bien a nadie.
—Sin embargo, a uno le dan mucha lástima esas mismas personas cuando alcanzan una edad avanzada.
——A mí siguen pareciéndome insoportables. Mi carácter es menos placentero que el tuyo.
—Para ser mujer, resultas mucho más brusca —dijo, Tommy.
—Pues sí, es posible. Lo que pasa es que las mujeres sólo disponemos de tiempo para mostrarnos realistas. Quiero decir que la gente me da lástima cuando cae enferma o entra en la ancianidad, siempre y cuando se trate de personas agradables. Pero si no lo son..., bueno, la cosa difiere, tengo que reconocerlo. Si tú eres antipático a los veinte años, y sigues lo mismo a los cuarenta, y empeoras al cumplir los sesenta, convirtiéndote en un auténtico diablo al alcanzar los ochenta... Bueno, realmente, es que no comprendo por qué razón ha de sentir tina, lástima por los que se han hecho viejos, únicamente por eso. Imposible cambiar— Conozco algunas mujeres que han cumplido los setenta y los ochenta. Está la señora Beauchamps, y Mary Carr, y la abuela del panadero, la señora Poplet, que hacía en otro tiempo las faenas de limpieza de nuestra casa. Todas ellas eran estupendas, cariñosas y yo habría hecho todo lo que me hubieran pedido...
—Está bien, está bien, mujer. Sigue siendo realista, si ese es tu gusto. Ahora, si deseas portarte noblemente, y de veras, deseas acompañarme...
—Quiero acompañarte —dijo Tuppence— En fin de cuentas, yo me casé contigo para compartir tanto los momentos buenos como los malos. Así que la visita a tía Ada es, decididamente, uno de tales instantes malísimos. Nos presentaremos delante de ella cogidos de la mano. Le llevaremos un ramo de flores y una caja de bombones y una revista o dos, quizá. Ya podías estar escribiendo a la señorita No—sé—qué anunciándole nuestra llegada.
—¿Vamos la semana que viene? El martes me iría bien a mí. Si tú no tienes ningún inconveniente...
—¿Tú dices que el martes? Pues, el martes... ¿Cómo se llama esa mujer? No consigo recordar su nombre... Me refiero a la encargada, directora, superintendente del establecimiento, o lo que sea... El apellido empieza con una P.
—La señora Packard.
—Es verdad,
—Es posible que esta vez todo se nos antoje diferente.
—¿Diferente?
—Sí..., no sé qué decirte... Quizá suceda allí algo interesante.
—Tal vez tengamos un accidente de ferrocarril durante el desplazamiento —dijo Tuppence, con el rostro radiante. —¿Por qué diablos deseas que tengamos un accidente de ferrocarril?
—No lo sé, desde luego. Sólo era que...
—¿Qué?
—Bien. Podríamos vivir una aventura, ¿no? ¿Y si se presenta la ocasión de salvar la vida a alguien? Seríamos útiles y además viviríamos unas horas de emoción.
—¡Qué cosas se te ocurren!
—Verás —contestó Tuppence—. Ésta es una de esas raras ideas que de cuando en cuando nos pasan por la cabeza...
Es difícil de explicar el porqué del nombre de Sunny Ridge
[1]
aplicado a aquel lugar. Nada había allí que sugiriera la idea de una prominencia. El terreno era llano, lo cual se acomodaba a las circunstancias personales de los ocupantes del edificio. Poseía un jardín amplio, que no ofrecía, sin embargo, ninguna nota peculiar. La construcción era de estilo victoriano, habiendo sido conservada en buen estado gracias a las continuas reparaciones. Había unos árboles de sombra, de enormes co—pas. Por una de las paredes laterales de la casa corría una enredadera. En los puntos más oportunos se veían convenientemente distribuidos, varios bancos de madera, donde se podía tomar el sol con toda comodidad.
—Veíanse sillas de jardín, también. Una terraza cubierta podía acoger a las ancianas internas, protegiéndolas contra los molestos vientos del este.
Tommy oprimió el botón del timbre, en la puerta, y él y Tuppence fueron atendidos por una joven de aire azorado, que se cubría con una bata de nylon. Luego, pasaron a un pequeño cuarto de estar y la muchacha dijo casi sin aliento:
—Voy a avisar a la señorita Packard. Les esperaba y sólo tardará unos minutos en venir. No les importará aguardar un poco, ¿verdad? Se trata de la señora Carraway. Se ha vuelto a tragar su dedal, ¿saben?
—¿Cómo demonios ha podido hacer eso? —inquirió Tuppence, sorprendida.
—Lo hace para divertirse —explicó la doncella brevemente—. Siempre anda igual.
La joven se marchó. Tuppence tomó asiento, diciendo, pensativa:
—Creo que me disgustaría mucho si por cualquier causa llegara a tragarme un dedal. Esto podría ocasionarme algunas complicaciones al depositarse el objeto en el estómago, ¿no te parece?
No tuvieron que esperar mucho, sin embargo. Se abrió la puerta del cuarto y entró la señorita Packard, disculpándose. Era una mujer muy grande, de rojizos cabellos, que contaría unos cincuenta años de edad. Tenía esos aires de calmosa eficiencia que Tommy siempre había admirado en ella.
—Lamento haberles hecho esperar, señor Beresford. ¿Cómo está usted señora Beresford? Me alegro de que también haya venido,
—Me han dicho que alguien se tragó no sé qué cosa —manifestó Tommy.
—¡Oh! Fue Marlene quien le dijo eso, ¿verdad? Pues sí..., fue la señora Carraway. Se pasa la vida tragándose objetos. Es muy difícil impedirlo, ya que una no se puede pasar las horas vigilándola. Desde luego, los chicos hacen lo mismo, con frecuencia, pero cuesta trabajo creer que tal cosa pueda constituir el pasatiempo favorito de una anciana. Y su afición va en aumento. Cada año que pasa se pone peor. Y lo más curioso es que no sufre nunca ningún daño. Es lo más extraordinario del caso.
—Es posible que su padre fuese tragasables de profesión —sugirió Tuppence.
—He aquí una idea muy interesante, señora Beresford. Quizá lográramos explicárnoslo todo con ella —la señorita Packard añadió—: Comuniqué a la señora Fanshawe su inminente visita, señor Beresford. No sé si llegó a comprender lo que le dije. No siempre le ve una despejada...
—¿Qué tal se encuentra últimamente?
—Verá usted, Creo que ha dado un bajón notable en estos últimos meses —respondió la señorita Packard inalterable—. Nunca se sabe, en realidad qué es lo que comprende o deja de comprender. Le di la noticia anoche y me contestó que tenía la seguridad de que yo estaba equivocada porque el curso aún no había terminado. Al parecer, piensa que usted está estudiando todavía. Estas pobres ancianas mezclan unas cosas con otras. Especialmente, por lo que al tiempo se refiere están siempre completamente desorientadas. Esta mañana, al volver a recordarle su probable visita me dijo que era imposible que viniese usted porque ya había fallecido. Bien —agregó, animosa—; espero que le reconozca nada más verle.
—¿Cómo va de salud? ¿Igual?
—Todo lo bien que cabe esperar a sus años. Con franqueza: me parece que no estará con nosotros mucho tiempo ya. No padece, no sufre, pero su corazón dista mucho de ser fuerte. Ha ido empeorando en este aspecto. Le hablo con tanta claridad, porque se me figura lógico que esté enterado. Así, si su fallecimiento se produjera de repente, usted no se sentiría tan impresionado...
—Le hemos traído unas flores —declaró Tuppence, —Y una caja de bombones —dijo Tommy.
—¡Oh! Son ustedes muy amables. Se pondrá muy contenta. ¿Quieren subir ahora mismo?
Tommy y Tuppence se pusieron en pie, saliendo de la habitación detrás de la señorita Packard. Llegaron a una escalera de amplios peldaños. Cuando se deslizaban por un pasillo de la planta superior, se abrió de pronto una puerta, por la que salió una mujer muy menuda, de poco más de un metro y cincuenta centímetros de estatura, que dijo con voz chillona:
—Quiero mi chocolate, quiero mi chocolate... ¿Dónde está Jane, la enfermera? Quiero mi chocolate.
Una mujer que vestía el uniforme de enfermera salió de la habitación contigua, respondiendo:
—Vamos, vamos, querida. Ya tomó usted su chocolate. Se lo tomó hace veinte minutos, ¿no se acuerda.
—No, enfermera. Eso que dice usted no es verdad. No he tornado mi chocolate todavía. Tengo sed.
—Bien. Le serviré otra taza, si le apetece,
—No puedo beberme una segunda taza no habiéndome usted servido ninguna.
La señorita Packard llamó a una de las puertas del final del corredor, abriéndola después.
—Señorita Fanshawe —dijo alegremente—: su sobrino ha venido a verla. ¿Qué? ¿Está usted contenta?
En una cama que quedaba al lado de la ventana del cuarto, la anciana que había allí se incorporó, apoyándose en las almohadas. Sus cabellos tenían un tono grisáceo; la faz, con muchas arrugas, era alargada, y grande la nariz. Su gesto era de desaprobación hacia todo lo circundante. Tommy dio un paso adelante.
—Hola, tía Ada —dijo—. ¿Cómo está usted?
Tía Ada no le prestó atención, dirigiéndose a la señorita Packard, irritada:
—¿Qué se propone usted al permitir así porque así la entrada de un hombre en el dormitorio de una dama? —inquirió—. En mi juventud eso hubiera sido muy censurado. ¡Y mira que decirme que éste es mi sobrino! ¿De quién se trata, en realidad? ¿De un fontanero? ¿De un electricista?
—Vamos, vamos, señorita Fanshawe. Esto no está nada bien —le reprochó la señorita Packard, suavemente.
—Soy su sobrino, Thomas Beresford —declaró Tommy—. Le he traído una caja de bombones —añadió, ofreciéndosela.
—No me salga usted por ahí —respondió tía Ada—. Conozco muy bien a los individuos de su calaña. ¿Y esta mujer quién es? —añadió señalando a la señora Beresford con aire de disgusto.
—Soy Prudente —manifestó la señora Beresford—. Su sobrina Prudente.
—¡Prudente! ¡Qué nombre tan ridículo! —exclamó tía Ada—. Parece el de una doncella. Mi tío Mathew tenía una criada llamada Comfort y a otra de sus servidoras le llamaban Regocíjate—en—el—Señor. Era metodista. Pero mi tía Fanny acabó pronto con todo eso. Le anunció que la llamaría Rebecca por todo el tiempo que estuviera en su casa.
—Le he traído unas rosas —anunció Tuppence,
—Las flores no vienen bien en la habitación de una persona enferma. Acaparan todo el oxígeno.