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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (66 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Bien.

—Ésta es la razón por la que he pasado a verte. Tienes que ayudarnos a Tommy y a mí.

—De acuerdo. ¿Qué debo hacer?

—¿Te acuerdas de aquel cabecilla negro, aquel africano que tú conocías? Un tal Mathews, o algo así.

Eso no era, en absoluto, lo que Anna se esperaba.

—¿No querrás decir Tom Mathlong?

Marion había sacado un cuaderno de notas y estaba con el lápiz a punto.

—Sí. Dame su dirección, por favor.

—¡Pero si está en la cárcel!

Se sentía impotente. Al oír su propia voz haciendo tímidos reparos, se dio cuenta de que no sólo se sentía impotente, sino aterrorizada. Era el mismo pánico que la asaltaba cuando estaba con Tommy.

—Sí, claro, está en la cárcel. Pero ¿cómo se llama?

—Pero, Marión, ¿qué te propones hacer?

—Ya te lo he dicho, no voy a vivir más para mí sola. Quiero escribirle al pobre, a ver en qué puedo ayudarle.

—Pero, Marión... —Anna la miró, tratando de establecer contacto con la mujer que hacía unos minutos había estado hablando con ella, pero se encontró con la mirada fija de unos ojos castaños empañados por una culpable, pero dichosa histeria. Anna prosiguió, con firmeza—: No es una cárcel bien organizada, como Brixton o alguna otra de aquí. Seguramente es una barraca entre el matorral, a cientos de kilómetros de cualquier parte, con unos cincuenta prisioneros políticos que, muy probablemente, ni reciben cartas. ¿Qué creías? ¿Que tenían sus días de visita y cosas así?

Marión hizo un puchero y respondió:

—Me parece que ésa es una actitud horrible y negativa hacia aquellos pobres.

Anna pensó: «Actitud negativa viene de Tommy; son ecos del Partido comunista. Pero lo de pobres es totalmente de Marion. Es muy probable que su madre y sus hermanas den ropa vieja a sociedades caritativas».

—Quiero decir —prosiguió Marion alegremente— que es un continente encadenado.
(Tribune
, pensó Anna; o quizás el
Daily Worker.)—
Deben tomarse medidas inmediatas para restaurar la fe de los africanos en la justicia, si no es ya demasiado tarde. —(El
New Statesman
, pensó Anna.)— En fin, la situación debe ser examinada exhaustivamente en interés de todos. —(El
Manchester Guardian
, en momentos de crisis aguda.)— ¡Pero, Anna, no comprendo tu actitud! ¿Seguro que reconoces que hay algo que no funciona? — (El
Times
, en un editorial publicado una semana después de la noticia sobre el fusilamiento de veinte africanos por la administración blanca, que, además, encarceló a otros cincuenta sin juicio.)

—Marion, ¿qué te ha dado?

Marión se inclinaba adelante ansiosamente, pasándose la lengua por sus labios sonrientes y parpadeando con avidez.

—Mira, si quieres intervenir en la política de África, hay unas organizaciones de las que puedes hacerte miembro. Tommy lo debe saber.

—Pero los pobres infelices, Anna... —dijo Marión, en tono de gran reprobación.

Anna pensó: «La mentalidad política de Tommy, antes del accidente, había llegado mucho más allá de... "los pobres infelices"... De modo que su mente ha sido afectada seriamente o...». Anna guardó silencio, considerando por vez primera que el cerebro de Tommy podía haber resultado dañado.

—¿Te ha dicho Tommy que vinieras a pedirme la dirección de la cárcel del señor Mathlong, para que tú y él pudierais mandar paquetes de comida y cartas de consuelo a los pobres prisioneros? Él sabeI perfectamente que nunca llegarían a la cárcel, aparte todo lo demás.

Los ojos castaños y brillantes de Marión, fijos en Anna, no la veían. Su sonrisa de muchacha iba dirigida a una amiga encantadora, pero terca.

—Tommy ha dicho que tus consejos podrían ser útiles. Y que los tres podríamos trabajar juntos para la causa común.

Anna, al empezar a comprender, se enojó. Dijo, en voz alta, con sequedad:

—Hace años que Tommy no ha pronunciado la palabra
causa
más que irónicamente. Si ahora la usa...

—Pero, Anna, ¡eso suena tan cínico! No parece que venga de ti.

—Olvidas que todos nosotros, Tommy incluido, hemos estado metidos en el ambiente de las buenas causas desde hace años, y te aseguro que si hubiéramos pronunciado la palabra con ese respeto tuyo, nunca hubiéramos conseguido nada.

Marion se puso de pie. Daba la impresión de sentirse extremadamente culpable, astuta y encantada consigo misma. Entonces, Anna comprendió que Marion y Tommy habían hablado de ella, y decidieron salvar su alma. ¿Para qué? Se sentía extraordinariamente enojada. El enojo era desproporcionado con relación a lo sucedido, se daba perfecta cuenta de ello; y por eso sentía más terror.

Marion captó el enojo, lo cual le produjo complacencia y confusión a la vez.

—Lamento muy de veras haberte molestado para nada —se excusó.

—¡Oh, no! No ha sido para nada. Escríbele una carta al señor Mathlong, Administración de la Cárcel, Provincia Septentrional. No la recibirá, naturalmente, pero en estas cosas lo que cuenta es el gesto, ¿verdad?

—Gracias, Anna. Muchas gracias. ¡Eres tan útil! Ya sabíamos nosotros que ibas a colaborar. Bueno, ahora debo irme.

Marion se fue, deslizándose por la escalera de un modo que parodiaba a una niña culpable, pero desafiadora. Anna la observó y se vio a sí misma, de pie en el rellano, con aire impasible, rígida, crítica. Cuando Marion hubo desaparecido de su vista, Anna fue al teléfono y llamó a Tommy. La voz le llegó lenta y educada, a través del kilómetro de calles.

—Cero, cero, cinco, seis, siete.

—Soy Anna. Marion acaba de irse. Dime, ¿ha sido realmente idea tuya eso de adoptar por carta a prisioneros políticos africanos? Porque si es así, no puedo menos que sospechar que andas algo despistado.

Hubo una pausa momentánea.

—Me alegro de que hayas llamado, Anna. Me parece que sería una buena cosa.

—¿Para los pobres prisioneros?

—Para serte franco, creo que sería una buena cosa para Marion. ¿Tú no? Es evidente que necesita interesarse por algo fuera de ella misma.

Anna dijo:

—¿Una especie de terapéutica, quieres decir?

—Sí. ¿No estás de acuerdo conmigo?

—Pero, Tommy, la cuestión es que yo no creo que necesite ninguna terapéutica o, por lo menos, no de esta clase en particular.

Tommy dijo con cuidado, al cabo de un silencio:

—Gracias por llamarme y darme tu opinión, Anna. Te estoy muy agradecido.

Anna se rió, enfadada. Esperaba que él se riera con ella; a pesar de todo, había estado pensando en el antiguo Tommy, quien sí se hubiera reído. Colgó el aparato y se quedó temblando. Tuvo que sentarse. «Este chico, Tommy... Le conozco desde que era niño. Ha sufrido un percance terrible y, sin embargo, ahora le veo como una especie de sombra, como una amenaza, algo que da miedo. Y todos tenemos la misma sensación. No, no está loco, no es eso; pero se ha transformado en una persona distinta, nueva... Ahora no puedo pensar sobre ello; lo haré más tarde. Tengo que dar la cena a Janet.»

Eran las nueve pasadas, y hacía rato que Janet debía haber cenado. Anna puso comida en una bandeja y la subió, ordenando su mente para disipar a Marión, Tommy y todo lo que representaban. De momento, al menos.

Janet tomó la bandeja sobre sus rodillas y dijo:

—¿Madre?

—Sí.

—¿Te gusta Ivor?

—Sí.

—A mí me gusta mucho. Es cariñoso.

—Sí que lo es.

—¿Te gusta Ronnie?

—Sí —repuso Anna, después de vacilar.

—Pero, en realidad, no te gusta.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Anna, sorprendida.

—No lo sé. Sólo he pensado que no te gustaba, porque a Ivor le hace hacer cosas tontas.

No dijo nada más, pero se tomó la cena en un estado meditativo y abstraído. Miró varias veces, muy astutamente, a su madre. Ésta, dejándose inspeccionar, mantenía una expresión de calma.

Cuando se hubo acostado Janet, Anna bajó a la cocina y fumó mientras bebía una taza de té. Ahora estaba preocupada por Janet. «A Janet la turba todo este asunto —pensó—, pero ella no sabe por qué. La causa no es Ivor, sino el ambiente creado por Ronnie. Podría decirle a Ivor que Ronnie tiene que marcharse. Casi seguro que ofrecerá pagar un alquiler por Ronnie, pero no se trata de eso. Siento exactamente lo mismo que con Jemmie...»

Jemmie era un estudiante cingalés que había vivido en el cuarto de arriba durante un par de meses. A Anna no le gustaba, pero no se atrevía a decirle que se fuera porque era de color. Al final, el problema se solucionó gracias a que él se fue a Ceilán. Y ahora Anna era incapaz de decir a un par de jóvenes que turbaban su paz de espíritu, que se marcharan porque eran homosexuales. Sabía que a ellos, como al estudiante de color, les iba a ser difícil encontrar una habitación.

Sin embargo, ¿por qué habría de sentirse Anna responsable...? «Como si una no tuviera ya suficientes problemas con los hombres
normales
—se dijo, tratando de disipar su sensación de incomodidad con una broma. Pero la broma fracasó. Lo intentó de nuevo—: Es mi casa, mi casa, mi casa.» Esta vez intentaba revestirse de arraigados sentimientos de propiedad. Esto también fracasó. Se quedó pensando: «Al fin y al cabo, ¿por qué tengo una casa? Porque escribí un libro del que me avergüenzo y que me ha producido mucho dinero. Suerte, suerte, eso es todo. Y odio todo esto:
mi
casa,
mis
posesiones,
mis
derechos. Y, no obstante, cuando llega un punto en que me siento incómoda, caigo en ello como cualquier otra persona. Lo mío. La propiedad, las posesiones... Voy a proteger a Janet debido a
mis
posesiones. ¿De qué sirve protegerla a ella? Va a crecer en Inglaterra, un país lleno de hombres que son como niños pequeños, como homosexuales, como semihomosexuales...». Sin embargo, este pensamiento un tanto manido se desvaneció arrastrado por una fuerte ola de emoción auténtica: «¡Qué caramba! Quedan unos pocos hombres auténticos y haré lo posible para que tenga uno de ellos a su lado. Voy a cuidar de que crezca de modo que sepa reconocer a un hombre auténtico cuando se lo encuentre. Ronnie va a tener que marcharse». Con lo cual se fue al cuarto de baño, y se dispuso a acostarse. Las luces estaban encendidas. Se detuvo junto a la puerta y vio a Ronnie contemplándose ansiosamente en el espejo situado encima el estante donde ella tenía sus cosméticos.

Se estaba poniendo loción en las mejillas, con el algodón de ella, y tratando de borrar las arrugas de la frente.

—¿Te gusta más mi loción que la tuya?

Se volvió, sin mostrar sorpresa. Anna notó que lo había hecho adrede para que ella le encontrara allí.

—Querida mía —dijo él graciosamente y con coquetería—, estaba probando tu loción. ¿A ti te va bien?

—No mucho—dijo Anna.

Se apoyó contra la puerta, observando, aguardando a que le explicara lo que ocurría.

Ronnie llevaba un costoso batín de seda, de un color purpúreo, suave y borroso, y un pañuelo rojo alrededor del cuello. Sus zapatillas eran de cuero rojo, caro, en forma de babuchas, con una tira dorada. Daba la impresión de que estaba en un harén, no en aquel piso perdido en el Londres estudiantil. Ladeó la cabeza, dándose toquecitos a las ondas de pelo negro, ligeramente gris, con una mano bien cuidada.

—He probado de utilizar un tinte —observó—, pero se ve el gris.

—Hace distinguido, de todos modos —comentó Anna.

Acababa de comprender que, aterrorizado ante la perspectiva de verse en la calle, apelaba a ella como lo haría una chica con otra. Trató de convencerse de que la divertía. Lo cierto era que sentía repugnancia, y que se avergonzaba de ello.

—Pero, mi querida Anna —susurró él, seductoramente—, tener un aspecto distinguido está muy bien si uno se codea, si me permites decirlo así, con los que conceden los empleos.

—Ronnie —dijo Anna, sucumbiendo a pesar de su repugnancia, e interpretando el papel que se esperaba de ella—, si estás encantador, a pesar de alguna que otra cana. Estoy segura de que docenas de personas te encuentran irresistible.

—No tantas como antes —puntualizó—. Por desgracia, debo confesarlo. Claro que me las arreglo bastante bien, a pesar de las subidas y bajadas. Pero tengo que cuidarme mucho.

—Tal vez deberías encontrar un protector rico y permanente muy pronto.

—Pero, querida —exclamó, con un pequeño contoneo de la cadera, del todo inconsciente—, ¿no pensarás que no lo he probado?

—¡No sabía que el mercado estuviera tan saturado! —exclamó Anna, expresando su repugnancia y avergonzándose de sus palabras antes, incluso, de haberlas pronunciado.

«¡Dios mío! —pensó—. ¡Nacer así! ¡Y me quejo de las dificultades que entraña ser una mujer como yo! ¡Dios bendito! ¡Podía haber nacido un Ronnie!»

Él le dirigió una rápida y franca mirada llena de odio. Vaciló, pues el impulso había sido demasiado fuerte, y dijo:

—Me parece que, bien pensado, prefiero tu loción a la mía. Tenía la mano encima de la botella, reclamándola. Le sonrió de lado, desafiándola, odiándola abiertamente.

Ella, con una sonrisa, adelantó la mano y tomó la botella: —Bien, será mejor que te compres una para ti. ¿No crees? Y entonces la sonrisa de él fue rápida, impertinente. Reconocía que ella le había vencido, que la odiaba por ello, que se proponía volver a intentarlo pronto. Luego la sonrisa se desvaneció y fue sustituida por la expresión de miedo frío y cansado que había visto antes. Se estaba diciendo a sí mismo que sus impulsos de sarcasmo eran peligrosos, y que debería aplacarla, en lugar de desafiarla.

Se excusó rápidamente, con un murmullo encantador y que trataba de restablecer las paces, dio las buenas noches, y subió de puntillas al cuarto de Ivor.

Arma se bañó y luego fue a ver si Janet dormía bien. La puerta del cuarto de los jóvenes estaba abierta. Anna se sorprendió, pues ellos sabían que cada noche a aquella hora subía a ver a Janet. Luego se dio cuenta de que estaba abierta a propósito. Oyó:

—De nalgas gruesas como vacas...

Era la voz de Ivor, y añadió un ruido obsceno. Luego la voz de Ronnie:

—Pechos sudorosos y caídos... E hizo como si vomitara.

Anna, furiosa, estuvo a punto de entrar e insultarles. Se encontró, en cambio, débil, temblorosa y aterrorizada. Bajó sigilosamente la escalera, con la esperanza de que no se hubieran dado cuenta de su presencia. Pero entonces cerraron la puerta con un golpe, y oyó la risa de Ivor y las carcajadas estridentes de Ronnie. Se metió en la cama, horrorizada de sí misma, pues se daba cuenta de que aquella breve escena de obscenidades que habían preparado para ella, no era más que el aspecto nocturno de la puerilidad de niña pequeña de Ronnie, o de la afabilidad de perrazo de Ivor, y de que así podía habérselo imaginado mucho antes, sin tener que esperar a que se lo demostraran. Tenía miedo porque se sentía afectada. Permaneció sentada en la cama, fumando a oscuras en el centro de aquella gran habitación, y la embargó una profunda sensación de vulnerabilidad e impotencia. Se dijo de nuevo: «Si me desmoronara...». El hombre del metro la había afectado; los dos jóvenes de arriba la habían dejado temblando. Una semana antes, al volver tarde del teatro, un hombre se le había exhibido en la esquina de una calle oscura. Su reacción no fue ignorarlo, sino encogerse por dentro, como si se hubiera tratado de un ataque personal contra ella.

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