El Cuaderno Dorado (54 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Ella analizó estas palabras con parsimonia, rodeándole el cuerpo con sus brazos. Luego, él empezó a hablar de su mujer, aparentemente al azar.

—¿Sabes una cosa? Vamos al club, a bailar, dos o tres noches por semana.-Es el mejor club de la ciudad, ¿sabes? Los otros muchachos me miran pensando: «¡El cabrón éste, qué suerte tiene!». Ella es la chica más guapa de allí, a pesar de haber tenido cinco niños. Todos creen que nos lo pasamos bárbaro. ¡Oh, muchacho! A veces pienso: «¿Y si les dijera la verdad? Tenemos cinco niños... y desde que nos casamos lo hemos hecho cinco veces». Bueno, estoy exagerando, pero no mucho... A ella no le interesa, aunque nadie lo diría.

—¿Qué tipo de problema tenéis? —preguntó Ella, recatadamente

—Ni idea. Antes de casarnos, cuando salíamos juntos, ella era la mar de cachonda. ¡Oh, muchacho! Cuando lo pienso...

—¿Durante cuánto tiempo salisteis juntos?

—Tres años. Entonces nos hicimos novios oficiales. Cuatro años.

—¿Y no hicisteis nunca el amor?

—El amor... ¡Ah, ya! No, ella no me lo permitía, y yo no se lo hubiera consentido. Lo hacíamos todo, excepto eso. ¡Y qué cachonda era ella entonces, muchacho! Cuando lo pienso... Pero después, en la luna de miel, fue como si se congelara. Y ahora no la toco nunca. Bueno, después de una fiesta, a veces, si estamos un poco bebidos... —Soltó una de sus carcajadas llenas de jovialidad y energía, lanzando al aire sus piernas morenas y grandes, para dejarlas caer acto seguido—. Cuando salimos a bailar, ella lleva unos vestidos que le dejan a uno muerto. Todos los muchachos la miran y me envidian, y yo pienso: «¡Si supieran la verdad!».

—¿No te importa?

—¡Diablos! Claro que sí. Pero no quiero forzar a nadie. Es lo que me gusta de ti: que dices vamos a la cama, y todo marcha como sobre ruedas. Me gustas.

Ella se quedó echada a su lado, sonriendo. El cuerpo de Cy, sano y grande, estaba radiante de bienestar.

—Espera un poco —dijo él de pronto—, lo volveré a hacer. Supongo que me falta entrenamiento.

—¿Tienes otras mujeres?

—A veces, cuando me sale la oportunidad. Pero no voy detrás de nadie. No tengo tiempo.

—¿Demasiado trabajo luchando por llegar a donde te has propuesto?

—Eso es.

Bajó la mano y se tocó.

—¿No preferirías que lo hiciera yo?

—¿Cómo? ¿No te importaría?

—¿Importarme?—dijo ella, sonriendo. Y se apoyó sobre un hombro, incorporándose junto a él.

—¡Demonios, mi mujer no me tocaría por nada en el mundo! A las mujeres no les gusta. —Soltó otra carcajada—. ¿Y a ti? No te importa ¿eh?

Al cabo de un momento, su rostro adoptó una expresión de maravillosa sensualidad.

—¡Diablos! —exclamó—. ¡Diablos! ¡Oh, muchacho!

Ella consiguió un gran eretismo, sin prisas, y a continuación dijo:

—Y ahora no vayas tan rápido.

Él arrugó el ceño, como pensativo, y Ella comprendió que reflexionaba sobre aquella salida suya. En fin, no era estúpido..., aunque pensaba con asombro en su esposa, en las otras mujeres. La penetró de nuevo, mientras Ella pensaba: «Es la primera vez que hago una cosa así: estoy
dando placer
. ¡Qué extraño! Nunca había usado esta expresión, ni se me había ocurrido. Con Paul me sumía en la oscuridad y dejaba de pensar. Lo fundamental en esto de ahora es que soy consciente, hábil, discreta: doy placer. No tiene nada que ver con lo que hacía con Paul. Sin embargo, estoy en la cama con este hombre, y ésta es una situación íntima.»

La carne de él se movía en la de ella demasiado de prisa, sin sutileza. De nuevo, ella se quedó sin reaccionar, mientras él rugía de placer, besándola y exclamando:

—¡Oh, muchacho! ¡Muchacho! ¡Oh, muchacho!

Ella pensaba: «Pero con Paul esta vez habría tenido un orgasmo. ¿Qué me pasa? No basta decir que no quiero a este hombre». Entonces comprendió que con aquel hombre no podía tener un orgasmo. «Para las mujeres como yo la integridad no consiste en ser casta ni fiel, ni nada de esos anticuados conceptos. La integridad es tener un orgasmo, tener algo sobre lo que no ejercemos ningún control. Con este hombre me sería imposible tener un orgasmo. Puedo darle placer, eso es todo. ¿Y por qué? ¿Significa esto que sólo puedo tener orgasmos con un hombre al que quiero? ¿Qué horrible desierto me espera, si esto es verdad?».

Cy estaba enormemente contento de Ella; se lo demostraba con gran generosidad, relucía de bienestar. Y Ella estaba encantada consigo misma; por haber sido capaz de hacerle tan feliz.

Cuando Ella se hubo vestido para volver a casa, y mientras esperaban al taxi que habían pedido por teléfono, él preguntó:

—¿Cómo debe sentar el estar casado con una persona como tú?
¡Diablos!

—¿Te ha gustado? —preguntó Ella, con recato.

—Sería... ¡Hombre! Una mujer con la que puedes hablar y con la que, además, te puedes divertir... ¡Hombre, ni me lo puedo imaginar!

—¿No hablas con tu mujer?

—Es una chica estupenda —dijo con seriedad-. Siento un inmenso respeto tanto por ella como por los niños.

—¿Es feliz?

Esta pregunta le sorprendió sobremanera. Se reclinó en la cama, para pensarlo mejor, y la miró frunciendo el ceño con seriedad. Ella sintió de pronto un gran afecto por él y se sentó, ya vestida, a un lado de la cama. Por fin él dijo, después de haberlo pensado:

—Tiene la mejor casa de la ciudad, tiene todo lo que quiere para la casa, tiene cinco chicos... Ya sé que desea una niña, pero quizá la próxima vez... Lo pasa bien conmigo; vamos a bailar una o dos veces por semana, y ella es siempre la chica más elegante. Además, me tiene a mí, y te aseguro, Ella, que soy un marido con un gran porvenir... No lo digo por hablar, Ella, aunque ya veo que te sonríes. Entonces cogió la foto de su mujer, que estaba junto a la cama, y prosiguió:

—¿Te parece que tiene cara de no ser feliz?

Ella miró aquella cara bonita y repuso:

—No; es verdad. Mujeres como tu esposa son un misterio para mí.

—Sí, ya lo imagino.

El taxi esperaba. Ella le dio un beso de despedida y se marchó, mientras él le decía:

—Te llamaré mañana. ¡Muchacho! ¡Qué ganas tengo de volverte a ver!

Ella pasó la noche del día siguiente con él. No porque esperara placer, sino, sencillamente, porque le inspiraba afecto. Y, además, si rehusaba volverle a ver, le parecía que iba a ofenderse. Cenaron en el mismo restaurante. («Es nuestro restaurante, Ella», dijo él, con sentimiento y de la misma manera que podía haber dicho: «Es nuestra canción, Ella».) Habló de su carrera.

—Y cuando hayas pasado todas las pruebas y hayas ido a todas las conferencias, ¿qué harás?

—Trataré de presentarme para senador.

—¿Y por qué no para presidente?

Se rió de sí mismo, con tan buen humor como siempre.

—No, presidente, no. Pero senador, sí. Te lo aseguro, Ella, tú espera a que mi nombre aparezca en la prensa. Lo encontrarás dentro de quince años, a la cabeza de mi especialidad. Hasta hoy he hecho todo lo que dije que haría, ¿no? Pues lo mismo sucederá en el porvenir. Senador Cy Maitland, Wyoming. ¿Te apuestas algo?

—Nunca apuesto si sé que voy a perder.

Regresaba a los Estados Unidos al día siguiente. Había hablado con una docena de los médicos más importantes, visto otros tantos hospitales, ido a cuatro conferencias. En una palabra, había terminado con Inglaterra.

—Me gustaría ir a Rusia —explicó—. Pero, tal como están ahora las cosas, es imposible.

—¿Te refieres a McCarthy?

—¡Vaya! ¿Sabes quién es?

—Pues, sí. Es conocido.

—¡Esos rusos...! Están muy avanzados en mi especialidad, lo sé por los artículos. No me importaría nada hacerles una visita, pero no puede ser.

—Cuando seas senador, ¿qué actitud adoptarás con respecto a McCarthy?

—¿Mi actitud? ¿Me estás tomando el pelo otra vez?

—No, en absoluto.

—Mi actitud... Bueno, está cargado de razón. No podemos permitir que los rojos tomen el poder.

Ella vaciló por un instante. Luego dijo, con expresión recatada:

—La mujer con quien comparto la casa es comunista.

Sintió como él se ponía sucesivamente rígido y meditabundo. Pero en seguida volvió a relajarse.

—Ya sé que aquí las cosas son distintas. Aunque me resulta incomprensible, te lo confieso.

—En fin, da lo mismo.

—Es verdad. ¿Vienes al hotel conmigo?

—Si quieres...

—¡Que si quiero!

De nuevo, Ella dio placer. Sentía afecto por él; nada más.

Hablaron del trabajo de Cy. Su especialidad eran las lobotomías:

—¡Muchacho! He cortado por la mitad, literalmente, cientos de cerebros.

—Lo que haces ¿no te plantea problemas?

—¿Y por qué?

—Pero una vez concluida la operación tú ya sabes que no se puede hacer nada más, que aquella persona ya no volverá a ser la misma.

—Para eso lo hacemos; la mayoría no quieren volver a ser lo mismo. —Luego añadió, con la franqueza característica en él—: Aunque debo confesarte que, a veces, cuando pienso que he hecho cie tos de operaciones y que ése es el único final posible...

—Los rusos no aprobarían en absoluto lo que haces —arguyó Ella.

—Ya lo sé. Por eso me gustaría ir, para ver qué hacen ellos. Dime, ¿cómo es que sabes tanto de lobotomías?

—Tuve una digamos aventura con un psiquiatra. También era neurólogo, pero no cirujano de cerebros. Él me dijo que casi nunca recomendaba lobotomías; sólo muy raras veces.

De súbito, observó:

—Desde que te he dicho que estaba especializado en esta rama de la cirugía, ya no te gusto tanto.

Ella asintió, después de una pausa:

—Es verdad. Pero no puedo hacer nada.

Entonces él se echó a reír y concluyó:

—Bueno, yo tampoco. —Tras una pausa, añadió—: Dices que tuviste una aventura. ¿Sin más?

Ella había estado pensando que cuando se refería a Paul usando aquella expresión «tuve una aventura», no hacía sino darle la razón a él cuando decía de ella que era «una mujer de armas tomar» o cuales fueran las palabras que pronunciara para significar lo mismo. Se sorprendió pensando, sin querer: «¡Bien! Él dijo que yo era así. Pues lo soy, y con mucho orgullo»

Cy Maitland le preguntaba:

—¿Le quisiste?

Aquella palabra, querer, no la había pronunciado ni una sola vez para referirse a ellos dos, ni tampoco con respecto a su esposa.

—Mucho.

—¿No quieres casarte?

Ella comentó recatadamente:

—Todas las mujeres quieren casarse.

Cy soltó una carcajada; luego se volvió hacia Ella, mirándola con astucia:

—No te comprendo, Ella. ¿Lo sabías? No logro entenderte. Lo único que entiendo es que eres una mujer muy independiente.

—Pues sí, supongo que sí.

Entonces él la rodeó con sus brazos y le dijo:

—Ella, me has enseñado algunas cosas, ¿sabes?

—Me alegro. Espero que hayan sido agradables.

—Pues, sí, lo han sido.

—Bien.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Un poquito.

—No importa; me es igual. ¿Sabes, Ella, que hoy he mencionado tu nombre a alguien y me han dicho que habías escrito una novela?

—Todo el mundo ha escrito novelas.

—Si le dijera a mi mujer que he conocido a una escritora de verdad, no se sobrepondría a la emoción. La cultura y todo eso la enloquece.

—Quizá sería mejor que no se lo dijeras.

—¿Y si yo leyera tu libro?

—¡Pero si tú no lees novelas!

—Sé leer —dijo, de buen humor.— ¿De qué trata?

—Pues... déjame pensar. Está llena de penetración psicológica, de integridad y todo eso.

—¿No te la tomas en serio?

—Claro que me la tomo en serio.

—Bien, entonces... Bien, ¿te marchas ya?

—Sí. Debo irme porque mi hijo se va a despertar dentro de cuatro horas y yo no soy como tú. Necesito dormir.

—Bien. No te olvidaré. Ella, siempre me preguntaré cómo debe ser estar casado contigo.

—Tengo la impresión que no te gustaría mucho.

Ella se vistió, mientras Cy permanecía echado cómodamente en la cama, observándola con astucia y en actitud pensativa.

—Pues no me gustaría —concluyó; y se rió, estirando los brazos—. No, seguro.

—No.

Se separaron con afecto.

Ella regresó a casa en taxi y subió las escaleras sigilosamente, para no molestar a Julia. Pero salía luz por debajo de la puerta de su cuarto.

—¿Ella?

—Sí. ¿Se ha portado bien Michael?

—Duerme como un tronco. ¿Qué tal te lo has pasado?

—Interesante —dijo Ella con intención.

—¿Interesante?

Entró en el dormitorio. Julia estaba en la cania, reclinada sobre almohadas, fumando y leyendo. Examinó a Ella pensativamente.

—Era un hombre muy simpático.

—Eso está bien.

—Y por la mañana voy a estar muy deprimida. La verdad es que ya empiezo a estarlo ahora.

—¿Porque se va a los Estados Unidos?

—No.

—Tienes muy mala cara. ¿Qué pasa? ¿Es que no valía nada en la cama?

—No mucho.

—¡Ah, bueno! —exclamó Julia, tolerante—. ¿Quieres un cigarrillo?

—No. Me voy a la cama antes de caer presa de la depresión.

—Ya has caído. ¿Por qué te acuestas con un tipo que no te gusta?

—No he dicho que no me gustara. El problema es que no me sirve irme a la cama con otro que no sea Paul.

—Ya te pasará.

—Sí, claro. Pero tardará.

—Ten paciencia.

—Es lo que pienso hacer —concluyó Ella, antes de darle las buenas noches y subir a su cuarto.

[Continuación del cuaderno azul.]

15 de septiembre de 1954

Ayer por la noche, Michael dijo (hacía una semana que no le veía):

—Bueno, Anna, ¿estará terminando nuestra gran aventura amorosa?

Es característico de él decirlo como una pregunta: es él quien la está terminando, aunque lo dice como si fuera yo. Le he contestado con una sonrisa, pero sin poder contener cierta ironía:

—Al menos ha sido una gran aventura de amor, ¿no?

—¡Ay, Anna! Te inventas historias sobre la vida, te las cuentas a ti misma, y no sabes distinguir lo cierto de lo falso.

—O sea que no hemos tenido una gran aventura amorosa.

He dicho esto último sin aliento, suplicante, aunque no quería dar ese tono a mis palabras. Las de Michael me causaban un terrible desaliento y me producían frío. Era como si negara mi existencia. Él ha contestado, caprichosamente:

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