El corredor de fondo (41 page)

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Authors: Patricia Nell Warren

Tags: #Romántico, #Erótico

BOOK: El corredor de fondo
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La expectación del público que llenaba el estadio se concentraba en el tartán. Nadie prestaba atención a los saltadores de altura, en la parte interior de la pista. Todo el mundo estaba pendiente de aquellos dos esbeltos corredores que calentaban: Billy Sive y Armas Sepponan. Millones de espectadores de docenas de países veían aquellas imágenes vía satélite y a mí me daba cierta seguridad pensar que todo el mundo civilizado estaba viendo a Billy en aquel preciso instante. Billy, sin embargo, no era consciente de ese detalle. Recorrió la recta, concentrado y atento, y luego dio la vuelta con ligereza y volvió a la línea de salida. Llevaba el número 928 sujeto con alfileres en el parte delantera de la camiseta. Se cruzó con Dellinger, que corría en la otra dirección, pero no se miraron.

Vince estaba a mi lado, vestido con su chaleco sin mangas. Junto a él estaba Mike Stella, que había caído en las eliminatorias de los 5.000. Vince me miró.

—Harlan —me dijo—, ahora Billy no piensa en nada, ni siquiera en ti —sonrió brevemente.

—Eso espero —dije yo.

Cuando los jueces indicaron a los corredores que se acercaran a la línea de salida, los murmullos del público aumentaron. Los atletas formaron una fila irregular, separados unos de otros, mientras realizaban sus últimos ejercicios físicos y observaban a su alrededor con las manos apoyadas en las caderas. Instantes después, la fila se estrechó, los corredores adoptaron un aire marcial y cada uno de aquellos hombres se inclinó hacia delante para colocar el pie junto a la marca. El griterío del público al ver salir a los atletas amortiguó el pistoletazo de salida.

Desde mi asiento, me dispuse a cronometrar el tiempo que invertía Billy en cada vuelta. En aquella ocasión, me notaba mucho más relajado. Posiblemente, me dije, se debiera a que empezaba a afectarme el ajetreo de los últimos meses. Aunque pierda, pensaba, ya tiene el oro de los 10.000 y, además, tiene muchas posibilidades de ganar la plata o el bronce en esta prueba. Tampoco será una gran tragedia, la verdad. Ya ha conseguido lo que quería.

Billy, con su buena disposición de siempre, ocupaba una vez más el primer puesto. Avanzaba a un ritmo casi de récord mundial. No intentaba distanciarse de los demás, como en otras ocasiones: más bien pretendía provocarlos con aquel ritmo agotador. El resto del pelotón lo seguía de cerca, con Sepponan en penúltima posición. Formaban un grupo compacto y Billy tiró de ellos durante los 3.000 primeros metros, marcando tiempos de 62 segundos por vuelta. Al llegar a los 3.000, Billy aceleró bruscamente e imprimió un nuevo ritmo a la carrera. Tras él, el grupo empezó a alargarse y, en la siguiente vuelta, Billy consiguió un registro de 58"1. Bob Dellinger había ido avanzando implacablemente hasta colocarse en segundo puesto y Sepponan se vio obligado a remontar posiciones.

—Ahí van —dijo Vince—. Empieza el espectáculo.

En la siguiente vuelta, Billy desafió aún más a sus rivales y marcó un tiempo parcial de 57"3. Estábamos ya a más de la mitad de la carrera y, en las gradas, el griterío era cada vez más intenso. Los corredores estaban tan concentrados que el público ni siquiera notó esa sensación de espacio muerto que se suele producir en la pista durante las carreras de larga distancia. El grupo, un poco aturdido ante el despliegue de fuerza de Billy, se disgregaba cada vez más, mientras Sepponan se abría hacia el exterior para avanzar posiciones. Billy llevaba una ventaja de casi treinta metros. Dellinger luchó vigorosamente para mantenerse por delante de Armas, pero no aguantó. Armas lo adelantó y se situó entre Billy y el resto del grupo. El público se había levantado en bloque y el griterío se había convertido en la histeria olímpica, ese grito humano colectivo, agudo y ensordecedor como un huracán, que sólo se escucha en los Juegos Olímpicos.

Los corredores estaban ya en la penúltima vuelta, pero ahora la carrera pertenecía únicamente a Billy y a Armas; los demás, exhaustos, se arrastraban tras ellos. Armas había iniciado su ataque y acortaba rápidamente la distancia que le separaba de Billy. Vince me había cogido el brazo y me lo apretaba con tanta fuerza que me habría hecho daño, de no ser porque ni siquiera le prestaba atención. A través de mis prismáticos, observé las zancadas largas y elegantes de aquella figura blanca y lejana que se movía a toda velocidad. En su rostro, cubierto de sudor, había una expresión tan serena como cuando corría por los sinuosos senderos del bosque. Mike animaba a Billy con la voz ronca y era incapaz de permanecer quieto en su asiento. Betsy, sentada a mi lado, chillaba.

Recorrieron la recta a toda velocidad y entraron en la última vuelta. Sonó la campana. Las piernas de ambos atletas se tragaban la pista: Armas estaba ahora a unos quince metros de Billy, quien lo había obligado a iniciar su ataque demasiado pronto… ¿Y si nos habíamos equivocado?, me pregunté. ¿Y si habíamos hecho una apuesta equivocada? Quizá Billy debería de haberse distanciado de los demás desde el principio. Probablemente, aquella última vuelta infernal acabaría con él, lo dejaría sin fuerzas a un paso de la meta, y entonces Armas lo remataría allí mismo.

Billy volvió rápidamente la cabeza y vio cómo Armas se acercaba. Por increíble que parezca, Billy aceleró aún más el ritmo, mientras a mi alrededor todo el mundo empezaba a enloquecer.

—Esta última vuelta —dijo Vince— es un suicidio. Parece un sprint.

—Sí —repuse, medio atontado—, van a bajar de los 50 segundos. Van a hacer un tiempo de menos de cuatro minutos en los últimos 1.600 metros.

Distraído, pensé en las pocas ocasiones que había tenido de presenciar una última vuelta como aquélla: Juha Vaatainen en los 10.000 metros de Helsinki, en 1971; Marty Liquori y Jim Ryun en los Juegos Martin Luther King. Mientras, los dos corredores habían entrado en la primera curva de la última vuelta. En la parte interior de la pista, los saltadores de altura habían parado porque no podían concentrarse. Durante unos segundos, lo único que vi a través de mis prismáticos fue el sudor en la espalda de las camisetas de ambos corredores. El pelo de Armas, mojado, caía pesadamente; un poco más adelante, los rizos húmedos de Billy flotaban en el aire. En ese preciso instante, cuando salieron de la curva, pude ver los perfiles de sus caras: vi sus expresiones de dolor, pero también vi cómo intentaban vencer ese dolor. Armas había contraído el rostro en una mueca; la expresión de Billy era más serena, pero el dolor estaba en su mirada, en su boca entreabierta que enseñaba un poco los dientes, en el movimiento rítmico de su cabeza… Entraron a toda velocidad en la recta opuesta: Armas estaba a tan sólo cinco metros de Billy.

Se me puso la carne de gallina, como me ocurría cuando Billy me impresionaba de verdad. En realidad, los dos habían conseguido impresionarme. Nos hallábamos en presencia de las fuerzas más elementales de la naturaleza: una tormenta en el mar, la erupción de un volcán, un terremoto… Cada zancada de aquellos dos atletas estaba cargada de historia y de vidas: siglos y siglos de genes y lazos familiares, miles de glóbulos rojos acumulados gracias a la altitud… En el caso de Billy, conocía los factores más a fondo: desde los conflictos relacionados con su entrenamiento, los senderos de tierna que serpenteaban entre las colinas en Prescott, el beso en el cine y mis esfuerzos por preservar su tranquilidad, hasta el masaje de la noche anterior y la pasión con que nos habíamos amado. Incluso aquellos que habían abusado de él habían contribuido, en cierta manera, a forjar su obstinación. Y ahora todas las piezas encajaban.

Mientras Billy recorría a grandes zancadas la recta opuesta, recordé su imagen aquella primera mañana de invierno en la pista de Prescott, cuando hacía los 400 metros en sesenta segundos. Recordé lo que me había dicho:

—Me estoy planteando ir a los Juegos Olímpicos.

—Es un objetivo muy ambicioso —le había dicho yo.

Los dos corredores se acercaron a la última curva y yo, al notar escalofríos una vez más, enmudecí. Armas y Billy resplandecían tanto como los rayos del sol y ofrecían el mismo aspecto sobrecogedor que un ejército con sus estandartes. Nadie dudaba de que aquélla iba a convertirse en una de las grandes carreras de todos los tiempos, ni de que el récord que estaban a punto de establecer permanecería imbatido durante mucho tiempo. Al salir de la última curva, Armas ya corría casi pegado a Billy. Ambos estaban mareados, faltos de oxígeno, a punto de agotar sus reservas de glucógeno. Eran como dos animales sobre la pista. Armas corrió pegado a Billy durante diez zancadas y luego, inesperadamente, se rompió. Billy lo había derrotado: fuera lo que fuera lo que le daba aquella ventaja final —la desesperación de los gays o quizá tan sólo las píldoras de Vitamina E—, Billy había conseguido vencer al finlandés de hierro. Sin dejar de dominar la carrera, aunque también a punto de desfallecer, Billy se alejó: un metro de ventaja, luego dos… Armas se había hundido por completo. Noté cómo se me relajaban los músculos y Vince, a mi lado, me cogió el brazo y me zarandeó en silencio, invadido por una alegría incontenible.

Los dos corredores se hallaban ya a mitad de la recta final —Armas se tambaleaba, un par de metros por detrás de Billy— cuando sucedió. Más tarde, en la cinta, vi lo ocurrido a cámara lenta. Billy vaciló un poco y luego inclinó la cabeza bruscamente hacia la izquierda. Después, las piernas le fallaron, como si alguien hubiera cortado de golpe la corriente que las hacía moverse. Billy, por la inercia de la carrera, siguió avanzando, pero empezó a caer al mismo tiempo y finalmente se desplomó —despacio, casi con elegancia— sobre la pista. Cuando chocó contra el tartán, su cuerpo rodó hasta quedar inmóvil. Quedó inclinado sobre el costado izquierdo, con la pierna derecha un poco adelantada, como si aún quisiera seguir corriendo. Se golpeó la cabeza contra el borde de madera que rodeaba la pista. En realidad, sucedió tan deprisa que el público no empezó a gritar a todo pulmón hasta que todo hubo terminado. En la cinta, se veía a Armas al pasar junto a Billy. Lo miraba, incrédulo.

—Pensé que había tenido mucha suerte —dijo más tarde.

Luego sacaba fuerzas de flaqueza y seguía corriendo, con un ritmo más suave, puesto que ya no tenía que preocuparse de ningún rival. Se tambaleó al cruzar la línea de meta.

En la recta, Billy seguía tendido junto al borde de madera, en la calle 1. No se movía. Los otros corredores lo esquivaban, lo miraban y luego seguían corriendo.

Yo estaba preocupado, ya ni siquiera pensaba en la medalla que acababa de perder. ¿Qué le habría sucedido? Me vinieron a la cabeza todas las posibilidades del mundo, a cuál más espantosa: como mínimo, un tirón muscular fortísimo; una conmoción cerebral al golpearse la cabeza con el borde; una rampa en la pierna; un ataque al corazón… Al otro lado de la línea de meta, Armas se apoyaba en el suelo con las manos y las rodillas: más que un fondista, parecía un decatleta completamente agotado. Mientras, los jueces corrían a toda prisa hacia Billy. También se acercaron a él el médico del equipo de Estados Unidos y Taplinger, el entrenador de pruebas de fondo. El estadio era un mar de murmullos y comentarios: parte del público aplaudía la victoria de Armas, pero la mayoría de los espectadores permanecían en pie, con la mirada puesta en Billy, que seguía inmóvil.

Bajé a la pista a toda velocidad, apartando y empujando a la gente como un loco. Vince y Mike me seguían. Cuando llegamos a la pista, varios jueces trataron de impedirnos el paso, pero yo aparté de un empujón a uno de ellos y Vince le dio un puñetazo a otro. Los tres que quedaban cogieron a Mike y lo retuvieron. Vince y yo echamos a correr por la pista y llegamos hasta donde se hallaba Billy, rodeado por un montón de gente. Tay Parker se había arrodillado junto a la cabeza de Billy y trataba de apartar a la gente.

—Déjenle respirar —decía—, apártense.

Billy estaba tumbado sobre el costado izquierdo: su brazo izquierdo descansaba sobre la pista y, en su mano, resplandecía el anillo de oro. Tenía la cabeza girada y el pelo le ocultaba la cara. La caída había sido tan brutal que había perdido las gafas. Las vi, justo delante de él: estaban rotas. Las gotas de sudor resbalaban lentamente por sus extremidades y caían al suelo. Aquél era el único movimiento que se apreciaba en su cuerpo. Apenas podía creer que aquel cuerpo, que segundos antes se movía con toda la velocidad de que es capaz un corredor de fondo, estuviera ahora completamente inmóvil.

—Quizá se ha golpeado la cabeza con este borde de aquí —dijo Tay Parker. Fue entonces cuando vimos el pequeño charco de sangre que empezaba a formarse bajo su pelo. La sangre de Billy era muy oscura, como la de los corredores cuando están faltos de oxígeno. No estoy viendo ningún charco de sangre, me dije.

—Dios mío —exclamó Parker—, no es posible que se haya dado un golpe tan fuerte.

Los jueces, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas, se arremolinaron junto a Billy y Parker volvió a pedirles que se apartaran. Vince se arrodilló a los pies de Billy. Muy lentamente, Parker giró su cuerpo y entonces vimos lo que su pelo había ocultado hasta entonces: su sien izquierda, lo mismo que parte de su frente, había desaparecido; en su lugar, sólo quedaba un cráter blanco y rosado, cubierto de sangre. La cara y el pelo de Billy estaban llenos de fragmentos de hueso y cerebro, de gotas de sangre. En las manos de Parker también había restos de hueso y pelo. No estoy viendo todo esto, me dije.

Parker sacudió la cabeza, incrédulo, y exploró la parte derecha de la cabeza de Billy.

—No me lo puedo creer —dijo—. Es una herida de bala.

—¿Una herida de bala? —repetí, como un tonto.

—Fui médico en Vietnam y he visto muchas heridas de bala —dijo Parker—. Miren, ha entrado por aquí —apartó el pelo de Billy y nos mostró un pequeño orificio, de un color rojo oscuro, que los rayos del sol iluminaron.

Yo seguía arrodillado, aferrado a la mano cálida pero inerte de Billy. Su cabeza reposaba sobre las rodillas de Parker. De repente, se me ocurrió que aquella mano no volvería a apretar la mía. Observé, en silencio, las expresiones de los demás. Todos se habían quedado mudos, asombrados, no eran capaces de reaccionar. Gus Lindquist, que acababa de llegar, se abrió paso entre el grupo y le echó el primer vistazo a la cabeza de Billy. Nuestras miradas se cruzaron y creo que en aquel momento Lindquist empezó a ser consciente de la tragedia en la que él había participado.

Fue Vince quien emitió el grito que a mí me resultaba imposible proferir. Se inclinó sobre los pies de Billy, casi apoyándose en ellos con la cabeza, y gritó como un animal atrapado en una trampa. Permaneció así durante largo rato, aferrado a las zapatillas de clavos de Billy. Sollozaba con dificultad, como si el aire no le llegara a los pulmones. Lentamente, le solté la mano a Billy. Cogí sus gafas rotas y las apreté con tanta fuerza que se rompieron los cristales. En la pista, justo en el lugar donde Billy había caído, había una mancha húmeda de sudor que ya empezaba a secarse. Lo miré a los ojos: los tenía medio abiertos y su mirada era dulce y clara, pero vacía. El ojo izquierdo estaba cubierto por una capa de sangre.

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