En Estados Unidos, la victoria de Billy había aparecido en todos los medios de comunicación y le llovían los telegramas de felicitación. Jacques envió uno desde una pequeña localidad de Michigan cerca de la cual estaba realizando su trabajo de campo: «Gracias a Dios que existe la televisión. Fue increíble. Me dan ganas de volver a correr otra vez. Buena suerte en los 5.000. Con cariño, Jacques».
A medida que transcurrían los Juegos, empecé a notar un sutil cambio en Billy. Su euforia se desvanecía y consideraba —lo mismo que yo— que aquello de ser famoso resultaba agotador: le absorbía todo su tiempo y toda su energía, ya no tenía vida privada y sabía que, cada día, cien millones de espectadores lo veían a través de la televisión por satélite.
—A partir de ahora… ¿viviremos siempre así? —me preguntó.
—Espero que no —le contesté.
—¿Sabes? —me dijo—. Tengo muchas ganas de correr el domingo, pero también me muero por volver a casa.
Durante los Juegos, recibió un par de lucrativas ofertas cinematográficas. Una era la de MGM, para hacer una película sobre un atleta; la otra era del director europeo Luigi Servi, para hacer una película sobre gays. Billy rechazó de inmediato la oferta de la MGM, porque de haber hecho aquella película habría perdido su condición de amateur. Por otro lado, dos editores pujaban por sus memorias, pero Billy rechazó todas las ofertas, alegando que necesitaba tiempo para considerarlas. La Asociación Internacional de Atletismo les ofreció, tanto a Billy como a Armas Sepponan, 10.000 dólares por unirse al circuito profesional, pero ambos respondieron con un no rotundo.
Billy y Armas superaron con éxito las pruebas eliminatorias de los 5.000 y se clasificaron para la final. Bob Dellinger también se clasificó, pero Mike Stella quedó fuera. A nuestro alrededor, la gente no hablaba más que de la final de los 5.000 metros. Incluso la final de los 1.500, con todo su glamour, quedó totalmente eclipsada. Entre tanto, las apuestas estaban a la orden del día. Steve Goodnight se apostó 10.000 dólares con un aficionado americano, muy conservador, a que Billy ganaría en los 10.000 metros.
—Menos mal que he ganado —me dijo Steve—, porque no tenía 10.000 dólares.
Ahora habían renovado la apuesta: se jugaban 5.000 dólares en los 5.000 metros.
El sábado, cuando vi a Billy, tuve la sensación de que estaba muy tenso y cansado.
—Esta noche saldré de aquí —me dijo—. Quiero dormir contigo. Te necesito, anoche no dormí bien y, si esta noche me pasa lo mismo, Armas me machacará mañana en la pista. Todo esto es demasiado para mí.
A última hora de la tarde, John dejó libre su habitación y yo me quedé allí esperando a Billy. Vince y los guardaespaldas acompañaron a Billy hasta el hotel, entre todos registramos la habitación por si había alguna bomba y luego los guardaespaldas salieron y se instalaron fuera, en el pasillo. Cerramos la puerta con llave y, por primera vez en más de una semana, nos quedamos solos. Billy estaba extrañamente silencioso e inquieto. Se quitó la chaqueta marrón de ante y paseó por la habitación, hasta que se detuvo junto a la ventana. En el exterior, empezaba a anochecer: el cielo se había vuelto rojizo y las luces y la contaminación de Montreal se extendían hasta el horizonte. Me limité a observar a Billy, a esperar a que se relajara. Por una vez, se había arreglado: llevaba una camisa azul de seda, con el cuello desabrochado, y unos pantalones grises de punto, amplios y acampanados en los bajos, que realzaban a la perfección sus piernas largas y su minúsculo trasero.
De repente, me asustó pensar en lo mucho que Billy había madurado en los veintiún meses que hacía que nos conocíamos. El amor, la lucha y el trabajo intenso habían borrado las últimas huellas de su candor juvenil. Los rasgos de su cara, una vez desaparecido aquel aire juvenil, se habían vuelto más definidos, más expresivos, más pulidos. Ya tenía veinticuatro años, es decir, los cumpliría el nueve de septiembre: era todo un hombre, era igual que yo. Mientras él seguía paseando por la habitación, yo no podía dejar de mirarlo, absorto en su silencio, en su vitalidad, con su semblante serio…
—Chicas —dijo al fin—. Llevan toda la semana acosándome.
—¿Y eso te preocupa? —pregunté, con una sonrisa.
—No, me recuerda lo que realmente me gusta.
Nos quedamos los dos junto a la ventana durante unos instantes, contemplando las luces de la ciudad. Billy sacó la medalla de oro del bolsillo y la depositó en mi mano.
—Es para ti —me dijo—. Guárdala.
La dejé sobre la cómoda.
—Intento no pensar en mañana —dijo—. Tengo que volver a hacerlo y no sé si podré. En los 10.000, al salir de la última curva, tuve la sensación de que estaba muerto. Intenté sacar fuerzas de alguna parte, pero ya no me quedaban. Menos mal que él estaba igual que yo.
—Le llevas una de ventaja —repuse—. Seguro que estará pensando en que ya le has ganado una vez y que, por tanto, puedes volver a hacerlo.
Hablamos de la carrera durante un rato y, poco a poco, sus miedos se disiparon. Decidimos que Billy no intentaría escaparse: establecería un ritmo algo más lento al principio, pero lo bastante rápido como para consumir las energías de Armas. Después, al llegar a los 3.000 metros, iniciaría un ataque largo para barrer a Armas de la pista en las dos últimas vueltas.
Por fin, sin decir nada, me besó en la boca. Después se alejó de la ventana, mientras empezaba a desabrocharse lentamente la camisa. Se la quitó y la dejó caer sobre una silla. Bajo la luz débil de la lámpara, Billy parecía una lección viviente de anatomía.
—Tienes ganas de juerga, ¿verdad? — dije, mientras me quitaba la corbata.
—Estoy a punto de reventar —confesó. Sonrió levemente y me observó con una mirada seductora, lujuriosa—. Si no me alivias un poco, mi suspensorio tendrá que soportar mañana unos dos kilos de plomo.
Se quitó los pantalones y los ceñidos calzoncillos de algodón. Luego apartó la colcha de la cama y se tumbó sobre las sábanas. Yo decidí jugar un poco y me tomé mi tiempo para quitarme los pantalones y los calzoncillos. Él me observaba desde la cama, apoyado en un codo: impaciente, no dejaba de moverse, mientras se acariciaba el vientre con la mano libre.
—Vamos —dijo. Su mirada era intensa y abrasadora, como dos llamas azuladas de oxígeno puro.
—Voy —repliqué, intentando que no se me escapara la sonrisa.
Billy siguió acariciándose. Inclinaba la cabeza hacia atrás, sin dejar de mover el cuerpo y contorsionándose sobre las sábanas. Yo, desnudo junto a la cama, le cogí un pie y le inspeccioné la planta.
—¿Cómo van las ampollas? Bueno, no tienen mal aspecto. Parker te cuida muy bien.
Billy se echó a reír con una carcajada nerviosa y apartó el pie. Se tumbó boca abajo en la cama y empezó a restregarse contra las sábanas. Después se giró con un movimiento ágil y quedó de nuevo tendido de espaldas. Su cuerpo, rebosante de deseo y vitalidad, se hallaba en el mejor momento de forma y seguiría así durante, por lo menos, un par de semanas más. Después perdería su efervescencia, como el champán desbravado. Me quedé junto a él, observándolo y obligándolo a observarme, acariciándome para provocarle aún más.
—Creo que hay un error en tu certificado de nacimiento —dije—, porque a mí me parece que eres un Escorpión muy apasionado.
—La astrología es una gilipollez —respondió él.
Muy despacio, me tumbé junto a él. Al abrazarnos, a los dos se nos escapó un suspiro de alivio y rodamos sobre la cama con las piernas estrechamente enlazadas. Invadidos por una ternura casi dolorosa, hicimos el amor sin prisas, con la seguridad que nos proporcionaba haber hecho aquello miles de veces, aunque en cierta manera yo experimenté la misma impaciencia de mi primera vez, dieciocho años atrás, cuando aquel muchacho de la chaqueta roja y yo nos encontramos en el cine. Lentamente, nos abrazamos, rodamos sobre la cama, nos arrodillamos y nos dejamos caer de nuevo sobre las sábanas, sin pronunciar palabra, excepto para hacer alguna petición. Mi vida entera dependía de cada caricia de sus manos o de sus labios; el simple contacto de su melena rizada en mis piernas me hacía estremecer. Al principio, nuestra piel estaba seca, pero pronto se cubrió de brillantes gotas de sudor. No podíamos dejar de mirarnos. Su mirada era seria, intensa, apasionada.
Cuando el deseo empezó a resultarnos demasiado doloroso, nos invadió por fin la urgencia y perdimos el control. Recuerdo, con una claridad casi estremecedora, el calor de su cuerpo en movimiento sobre mi espalda y los jadeos casi animales que no pudo reprimir al correrse; y luego, durante mucho tiempo, su peso sobre mi cuerpo, sus labios junto a mi cuello, sus rizos sobre mi cabeza… Al cabo de un rato, Billy suspiró.
—Ha valido la pena esperar una semana y conseguir un récord mundial.
Nos duchamos juntos y, entre risas, jugamos un rato bajo el agua. Luego nos pusimos los albornoces y yo llamé a recepción para pedir la cena. Billy comió con buen apetito: dio buena cuenta de las patatas y los otros carbohidratos, con el objetivo de terminar de almacenar glucógeno. Había recobrado, por fin, la tranquilidad. En realidad, nos sentíamos como si estuviéramos en casa y charlamos durante un buen rato de nuestros planes para el programa de estudios gay, de cómo preservar nuestra intimidad, de cosas que queríamos hacer…
—Steve quiere que vayamos a Fire Island antes de que termine la temporada —dije—. Ya verás, nunca has estado allí en otoño, pero es precioso.
—Seguro que sí —repuso, con una mirada radiante—. ¿También hay tormentas en otoño?
Se quitó el albornoz y se colgó del cuello la cadena de su medalla de oro. Sobre su pecho desnudo, la medalla tenía un aspecto increíblemente hermoso. Billy se paseó por la habitación con aires de macho seductor.
—No sabía que fueras tan vicioso —le dije. Él se echó a reír.
—Ni yo —se quitó la medalla y, momentos después, estábamos de nuevo en la cama.
Esta vez hicimos el amor con más calma y luego nos quedamos tumbados, tapados con la manta, charlando tranquilamente. Billy estaba completamente relajado: su mirada era serena y reposada. La conversación giraba en torno al papel que tendría el atletismo en los próximos años de su vida.
—Me gustaría correr el maratón otra vez —dijo—. El verano que corrí el maratón del Golden Gate con Vince hice un tiempo de 2 horas 22', pero con la velocidad que tengo ahora creo que puedo bajar a 2 horas 12' sin problemas.
Me sentí ligeramente inquieto. No era muy habitual que Billy mencionara aquella época en la que él y Vince estudiaban juntos y, como siempre, me pregunté si habrían sido amantes. Luego me dije que qué importaba… Lo malo es que Vince seguía allí y cabía la posibilidad de que algún día me arrebatara a Billy. La amistad entre ellos había durado más que cualquiera de las relaciones de Billy, incluida —hasta el momento— la nuestra.
Estuve de acuerdo con él en lo del maratón. Es matemático: en atletismo, los mejores corredores de los 10.000 metros suelen ser también los mejores corredores de maratón, porque el mismo entrenamiento resulta útil para ambas pruebas. Me burlé un poco de él.
—Tú quieres correr el maratón sólo porque son más kilómetros.
Se echó a reír y me abrazó.
—Tendrías que habernos visto a Vince y a mí. Estábamos locos. Vince no había corrido nunca más de veinticinco kilómetros y yo, como máximo, había corrido alguna vez treinta y pocos, pero estábamos muy convencidos de lo que hacíamos. Empezamos a un ritmo de seis minutos y nos lo estábamos pasando muy bien, íbamos segundos, los dos juntos. Y luego, cuando llegamos al kilómetro veinticinco, más o menos, Vince empezó a quejarse de las rodillas. Creo que sus problemas vienen de ahí. Bueno, el caso es que él no podía seguir el ritmo y me dijo que me fuera yo solo. Y eso hice, pensando que aquello estaba tirado. Calculaba que haría un tiempo de 2 horas 16' y entonces el tío que iba en primera posición, Gerry Moore, aflojó un poco y lo adelanté. Vaya, vaya, me dije, al final voy a ganar y todo. Pero cuando llegué al kilómetro treinta y cinco, me desmoroné.
Nos echamos a reír, todavía abrazados.
—El cansancio me pilló por sorpresa y me hundí —dijo Billy—. O sea, que tuve que aflojar y Gerry Moore me adelantó. Luego me adelantaron dos tíos más y acabé cuarto, con un tiempo de 2 horas 22'35". Después de la carrera, me encontraba tan mal que no podía ni comer. El pobre Vince llegó andando, con un tiempo de 2 horas 50', creo. Fue su último maratón, claro. Dice que es demasiado largo.
—Bueno —le dije—, como te has portado bien, te dejaré correr uno o dos maratones, a ver qué tal te va.
—Podrías correr conmigo. Extraoficialmente, quiero decir. Me gustaría que corrieras conmigo.
—Pero yo no puedo aguantar tu ritmo. No creo que pueda bajar de 2 horas 45'.
Billy me miraba con ternura.Se estaba durmiendo.
—Tenemos que empezar a pensar en 1980. A lo mejor podemos preparar el doblete de 10.000 y maratón.
—Para entonces, serás un padre muy ocupado —le dije.
—Es verdad. Cuando volvamos a casa, tenemos que ir a la caza de la chica.
Le hice un masaje y él no dejó de repetir lo a gusto que se sentía.
—Pobre Vince —dijo, con los ojos cerrados—. Ojalá encuentre a alguien. Está tan solo…
De repente, se quedó dormido. Respiraba profundamente, despacio, como un niño. Eran las diez menos cuarto. Sin hacer ruido, apagué la lámpara de la mesita de noche y me tumbé junto a él con cuidado, para no despertarlo. Como yo también estaba cansado y tenía mucho sueño, me quedé dormido de inmediato. Si hubiera sabido el nombre de aquel amante desconocido que ya se hallaba en Montreal y que ya le había comprado una entrada a un revendedor para ver la final de los 5.000 metros al día siguiente…, si hubiera sabido el nombre de aquel amante implacable que se disponía a apartar a Billy de mí para siempre…, si lo hubiera sabido, aquella noche habría abrazado a Billy miles de veces y le habría dado mil besos más.
Faltaban pocos minutos para que empezara la final de los 5.000 metros. En cuanto hubieran transcurrido esos pocos minutos, los trece y pico que duraría la carrera y otro día entero más, volveríamos a casa. Los doce corredores participantes trotaban por la pista, calentaban, estiraban los músculos y esperaban a que los jueces los convocaran en la línea de salida. Mientras tanto, el maratón ya había empezado su recorrido de 42 kilómetros y 195 metros, recorrido que finalizaría más tarde, en aquella misma pista. Inmediatamente después de la final de los 5.000, estaba prevista la final de los 1.500. la carrera en la que debería de haber participado Vince.