—Tú no te llamas Eugenio Sánchez Delgado —le anunció nada más verle—. Tú te llamas Julio Carrión y eres un chaquetero hijo de puta.
—Sí —él aceptó el insulto con una sonrisa—, pero no le he citado para hablar de mis defectos.
Aquel hombre, comandante de la inteligencia militar española, se encargaba de controlar a los exiliados republicanos en París y lo sabía todo. Julio, que también sabía mucho de él, ya contaba con eso, y con que era muy listo. Pero los más listos también son tontos cuando tienen enfrente a alguien más listo que ellos, y él no iba a acabar cuidando ovejas como su padre. Ni loco, vamos.
—¿Y de qué quieres hablar, entonces?
—Preferiría decírselo en privado.
Huertas asintió, movió la mano en el aire para invitarle a escoger otro lugar, y siguió a Julio hasta un café que tenía una especie de zona reservada al fondo, unas pocas mesas ocultas por un tabique que las protegía de las miradas de los transeúntes. Carrión pidió dos cafés, se inclinó sobre la mesa, miró al comandante a los ojos y habló en un susurro.
—Quiero volver a España —Huertas sonrió—. A Madrid —insistió, y la sonrisa de aquel hombre se ensanchó.
—Me parece muy bien. Para eso está el consulado, todas las mañanas, de nueve a doce.
—Ya —Julio tomó aire, cruzó los dedos por debajo de la mesa—, y después un juicio, ¿no?, un proceso para... Depurar responsabilidades. Lo llaman así, ¿verdad?
—Efectivamente —la sonrisa de Huertas se convirtió en una mueca de sorna.
—Claro. Pero yo quiero volver limpio. Libre.
—¿Con qué? —Huertas había sacado un cuaderno pequeño, grueso y muy usado, que llevaba asegurado con una goma, y lo hojeó un momento antes de seguir hablando—. ¿Con tu carné de Falange o con el de la JSU, con tu cartilla militar de caballero divisionario o con la ficha de rojo que tienes abierta en mi oficina? —levantó la vista del cuaderno para dedicarle una sonrisa burlona—. ¿Con qué quieres volver, Carrión? Dímelo, porque me interesa mucho, ¿sabes? De hecho, yo diría que no lo tienes nada fácil.
—Quiero volver con un trato —pero él había previsto minuciosamente el desarrollo de aquella entrevista y respondió con aplomo, una seguridad en sí mismo que desconcertó a su interlocutor—. Con el trato que vamos a hacer ahora mismo usted y yo.
—¿Sí? —Huertas levantó una ceja, se tomó su tiempo—. ¿Y qué me puedes ofrecer?
Julio le contestó con otra pregunta.
—¿Qué quiere usted saber?
El plan era suyo, él lo había ideado, lo había concebido y lo había desarrollado en solitario, aunque Ignacio Fernández Muñoz creía que se le había ocurrido a él y seguiría creyéndolo durante el resto de su vida. Un par de meses antes, la misma tarde en que Tomás apagó la radio y se echó a llorar, Aurelio se le había quedado mirando con los ojos llenos de lágrimas y le había hecho una pregunta, ¿qué vamos a hacer ahora? El Abogado no despegó los labios. ¿Qué vamos a hacer ahora, Ignacio?, repitió el Boquerón, y su amigo apuró la copa y por fin contestó, ¿pues qué quieres que hagamos? Seguir esperando, y seguir viviendo, ¿no?, a ver... No tenemos otra.
Y sin embargo, al salir del bar, se le ocurrió algo más. Voy a hablar con mi padre, dijo, sin dirigirse a ninguno de ellos en especial, porque ya, tal y como se están poniendo las cosas, no tiene sentido que estemos aquí, jodidos, viviendo todos juntos, mamá y él trabajando como cabrones, y que siga teniendo propiedades en España... Mateo Fernández Gómez de la Riva no había querido vender nada, ni la casa de Madrid, ni la de Torrelodones, ni el piso que había comprado para su hija mayor en la calle Hartzenbusch, ni las tierras de su mujer, nada. Tengo el presentimiento de que no volveré a poner un pie en este país de mierda, había dicho, pero no era verdad. No era verdad. Él creía que iba a volver, como su mujer, como sus hijos, como sus amigos, como todos. Pero lo que iba a pasar, lo que era obvio, y lógico, y justo, y razonable, e inevitable que pasara, ni había pasado ni iba a pasar nunca. Julio se dio cuenta antes que nadie, porque lo único que le importaba era su propio futuro. Y ya sabía que los Fernández eran ricos, eso en Torrelodones lo sabía todo el mundo, pero no imaginaba que conservaran tantas propiedades como las que Ignacio fue enumerando en voz alta, mientras caminaban juntos hacia su casa. Lo demás fue fácil, aunque él, un simple militante sin contactos con la dirección, no estuviera en condiciones de vender barata su traición.
—Todo lo que me has contado no vale un pimiento.
El comandante cerró su cuaderno, lo aseguró con una goma, se lo metió en un bolsillo y le miró. Julio sostuvo su mirada y no intentó defenderse, por más que le hubiera visto tomar notas en un par de ocasiones.
—Ya —se limitó a añadir—, pero es que yo no soy lo que parezco.
Huertas, perro viejo, le dirigió entonces una mirada sagaz y distinta, como si estuviera empezando a descubrir la verdad, que aquel chico se estaba haciendo el tonto, que sabía de antemano que la información que podía proporcionarle no valía el precio del favor que quería pedirle, que le había convocado para decirle algo más, pero no logró prever el giro que Julio le dio a la conversación.
—Yo era el hombre del coronel Arenas en Riga, ¿sabe?, pero trabajaba sin cobertura, en la clandestinidad. No existía para nadie, ni para el ejército español ni para el alemán, y la vuelta se me complicó. Tampoco pensaba quedarme en París, no crea, sino seguir viaje. Y tendría que estar en España desde hace más de dos años, pero me enamoré de una mujer y me volví loco.
—¡Oh! —Huertas se echó a reír para disimular que ya no sabía qué pensar—, ¡qué romántico!
—Sí —Julio se rió con él—, la verdad es que fue muy romántico. Claro que ella se merece eso y más, Paloma Fernández Muñoz, ¿la conoce, verdad?
—La bella Paloma... —el comandante asintió muy despacio con la cabeza—, claro que la conozco. De lejos, pero... ¿quién no la conoce? Y dime una cosa, Carrión, sólo por curiosidad, ¿te la tiraste?
—No, eso no —Julio cabeceó, con cara de pobre diablo, y Huertas se rió con más ganas que antes.
—Pues ya lo siento, chico, porque eso mejoraría bastante el concepto que tengo de ti, la verdad... Hasta los hombres que he conseguido infiltrar han tenido la debilidad de intentarlo, y nada. La Viuda Roja, la llamamos. Estoy por acercarme un día de éstos para hacerle proposiciones yo también, porque debo ser el único español de París al que no le ha dicho todavía que no.
—Ya... —en ese punto, Julio hizo una pausa, tomó aire, cruzó los dedos por debajo de la mesa—. Estoy pensando que, por el acento..., usted es andaluz, ¿verdad, comandante?
—Sí.
—¿De dónde? —pero el interrogado convertido en interrogador puso mucho cuidado en conservar su tono de pobre diablo—. Si no le importa decírmelo, claro.
—No, no me importa —porque ya intuía qué clase de hombre tenía delante—. Soy de Córdoba.
—¿De Córdoba...? —Julio frunció el ceño y los labios a la vez en una mueca de fastidio—. ¡Qué pena! —y ante la expresión intrigada, expectante, del militar, siguió hablando como para sí mismo—. Porque se me acaba de ocurrir... La madre de Paloma, que también es andaluza, tiene unas fincas enormes, hectáreas y más hectáreas de olivares, una fortuna. Y no le han expropiado ni un árbol, no crea, porque se quedó a cargo de todo una sobrina suya muy afecta al régimen. Pero en España la propiedad sigue siendo la propiedad, desde luego, pues no faltaría más, y por eso, cuando se enteró de que yo quería volverme, don Mateo me hizo un poder notarial para que me encargara de venderlo todo en su nombre, pero, claro... —levantó los ojos y se dejó deslumbrar por la codicia que brillaba en la mirada del comandante—. Como usted es de Córdoba, y las fincas de la madre de Paloma están en Jaén, y yo no voy a volver, por lo visto...
Una semana después, cuando Ernesto Huertas hizo las averiguaciones necesarias para asegurarse de que Julio Carrión no vendía humo, le avisó de que ya podía pedir el pasaporte. Dos días más tarde, él mismo adjuntó a su petición un informe favorable del divisionario falangista de trayectoria intachable que se había quedado a vivir en París por motivos personales, familiares, añadió entre paréntesis, sin especificar nada más, pero que siempre y en todo momento había colaborado con aquella embajada en cuanto se le había solicitado. El pasaporte tardó en llegar todavía un mes, y se lo entregó Huertas en persona con un par de advertencias que no le convenía ignorar, y no ignoró. Ésa fue la última vez que estuvieron en contacto, pero la misma mañana de su partida, Julio Carrión González volvió a escribir una nota para él. París, 3 de abril de 1947. Me la he tirado, hijo de puta, me la he tirado. La firmó, la leyó, sonrió, se echó a reír, la rompió en pedacitos y la tiró a una papelera. Le habría encantado mandársela, pero no se atrevió.
—Húndela, destrózala, machácala. Y cuando termines con ella, dile que vas de mi parte —Paloma Fernández Muñoz le miró, le besó en el pecho, le volvió a mirar, y Julio se estremeció ante el poder de aquellos ojos claros que se oscurecían de ira, de tristeza, de emoción, para sumar a su belleza una cualidad magnética, casi irresistible—. Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Al principio, pensé pedirte que la mataras, pero prefiero que siga viva. Prefiero que se acuerde de mí, que cuando esté tirada en la calle piense en mí, y que siga viendo mi cara al levantarse y al acostarse, durante todos los putos días de su puta vida. Haz eso por mí, Julio, y luego vuelve a por más. Porque no habrá nada en este mundo, y escúchalo bien, nada, que yo no esté dispuesta a hacer para pagártelo.
¡Qué lástima, Paloma!, pensó Julio Carrión entonces, ¡qué lastima!, mientras se vestía sin mirar lo que hacía, su mirada fija en el esplendoroso espectáculo de la mujer que se vestía al otro lado de la misma cama, ¡qué lástima!, al salir a la calle, al caminar a su lado por la acera, al besarla por última vez en el portal de su casa, aquel beso furioso, desesperado y cargado de esperanza, y el cuerpo de la española más deseada de París pegándose a su cuerpo como una súplica muda, exigente y última, ¡qué lástima, Paloma! El plan era suyo. Él lo había ideado, lo había concebido, lo había desarrollado en solitario y había dejado que Ignacio creyera que todo se le había ocurrido a él, pero no esperaba aquel regalo, el milagro de la noche desenfrenada, luminosa, en la que descubrió todo de lo que una mujer era capaz, y se sintió escogido, bendecido, único, y también, por primera y última vez en su largo camino hacia la gloria, culpable, traidor.
—Hola —un hombre alto, rubio, remotamente conocido para él, se le había acertado con la sonrisa sincera, franca, que identificaba a los exiliados españoles durante aquella breve y engañosa primavera de la victoria aliada—. Tú eres el hijo de Teresa, la maestra de Torrelodones, ¿no?
Desde que el Abogado le reconoció en un café abarrotado de compatriotas, Julio Carrión visitaba a los Fernández con tanta frecuencia como si formara parte de su familia. Antes de aquel día, él sabía quiénes eran, conocía de vista su casa, aquel chalé tan grande, tan bonito, y el jardín, enorme, con unos pinos tan altos que se veían desde la carretera, pero no se acordaba mucho de ellos porque era todavía un niño cuando dejaron de ir a veranear a su pueblo. Ignacio era el único al que había visto después, cuando el frente se estabilizó en la carretera de La Coruña y Torrelodones se convirtió en uno de los puntos fuertes de los leales al norte de Madrid. Al principio creyó que el Abogado conocía a su madre sólo de eso, pero se enteró enseguida de que en verano, antes de la guerra, solía acompañar a su hermano Mateo a las reuniones de la Casa del Pueblo, y a veces, Carlos, el novio de Paloma, luego su marido, iba también con ellos. En 1945, en París, a un exiliado español de veintitrés años, solo, soltero y desamparado, no le hacía falta nada más para ser acogido en una casa como aquélla sin límites ni condiciones. Estamos todos en el mismo barco, seguía repitiendo María Muñoz, hoy te ayudamos nosotros a ti, y mañana, a lo peor, tienes tú que ayudarnos a nosotros. Y además, es tan simpático, decía luego, sí, la verdad es que es encantador, añadía Paloma, y tan gracioso, a Anita también le gustaba, siempre haciendo trucos y contando chistes, y jugando con los niños... Los niños, Ignacio y después Olga Fernández Salgado, y Aída Martínez Fernández, la primogénita de María, que se había quedado a vivir en Toulouse pero visitaba a sus padres todos los meses, adoraban a Julio, que les sacaba caramelos de detrás de las orejas cada vez que los veía y se subía las mangas hasta el codo después de comer para hacer desaparecer debajo de una servilleta toda clase de cosas que reaparecían enseguida donde menos lo esperaban.
Él se dejaba querer, no le costaba trabajo, y les cogió cariño a los críos, llegó incluso a quedarse con ellos algunos sábados por la noche, cuando los padres de Ignacio tenían algún compromiso y Anita le recordaba que había prometido llevarla a bailar, pero todos sabían que no lo hacía por ellos, sino por Paloma, que había encontrado trabajo en un periódico y volvía tarde a casa.
—Anda, Julio, vete, sal a divertirte —le decía cuando abría la puerta y se lo encontraba en el recibidor, de pie, esperándola—. Todavía llegas a las copas, ya me quedo yo pendiente de los niños...
Ella sabía que él no quería irse, y le consentía quedarse, sentarse frente a ella mientras cenaba en la cocina y luego a su lado en el sofá, mirándola, admirándola, adorándola como si fuera una diosa. Ésa era la única verdad que Julio le contaría al comandante Huertas, aunque era una verdad a medias, porque estaba enamorado de aquella mujer, pero no se había vuelto loco por ella. Julio Carrión González no se volvería loco por ninguna mujer en toda su vida, porque apreciaba demasiado lo que él entendía por cordura, pero a su manera astuta o pobre, limitada, amaba a Paloma Fernández Muñoz, y con respirar el aire que flotaba a su alrededor tenía bastante. Eso era Paloma para él, una diosa, una mujer inalcanzable, la imagen suprema de la armonía, de la gracia, de la belleza, y un mandato íntimo, una tortura asumida con alegría, un sufrimiento placentero y sostenido que no podía evitar, pero que tampoco le hacía daño, porque Paloma era de todos y no era de ninguno, era la mujer amada, deseada, adorada por un ejército de hombres vivos pero la esposa fiel y enamorada de un hombre muerto.
Vive sin mí, Paloma, vive por mí, encuentra un compañero digno de ti, y ojalá que él te quiera la décima parte de lo que yo te he querido, amor, y ojalá te haga la mitad de feliz que he sido yo contigo. Carlos Rodríguez Arce le había pedido eso a su mujer antes de morir, pero ella no había querido concedérselo. A sus padres no les gustaba, a su hermano tampoco, a su hermana menos que a nadie, pero ningún argumento, ninguna súplica, ningún consejo le había hecho cambiar de opinión. Dejadme en paz, es mi vida, yo no me meto en la vuestra, ¿verdad?