Authors: David Leavitt
¿Y qué pasaba con la otra asociación, la secreta, de la que me había apartado, y en cuyas actividades continuaba participando, a veces a disgusto? Seguía renqueando, a su manera. Todos los años celebrábamos una cena en Londres; en la de 1915, se brindó en memoria de Rupert Brooke. A pesar de que la animadversión que había surgido, por ejemplo entre Dickinson y Moore por un lado, y McTaggart, por el otro, no tenía remedio. Dickinson y Moore veían a McTaggart como a un traidor de la paz. Y McTaggart veía a Dickinson y Moore como a traidores de Inglaterra.
Lo único que nos unía era el luto. De los tres muchachos que perdimos, Békássy fue el segundo en morir, unos meses después que Brooke, y aproximadamente un año antes que Bliss. Fue Norton quien vino a darme la noticia y a decirme lo mal que debía sentirme. ¡Daba igual que apenas hubiera conocido a aquel húsar muerto de amor! Norton tenía la costumbre, sobre todo en aquella época, de dar por sentado que su sufrimiento, su alegría, su angustia, su nostalgia (pongan el sentimiento que quieran) debían ser obligatoriamente los de todos los demás. Solía empezar sus frases con «¿Tú no…?» o «¿A ti no…?». Que ya resultaba bastante molesto si la frase era: «¿A ti no te parece deliciosa esta tarta de limón?» (Odio la tarta de limón.) Pero cuando la frase era: «¿Tú no estás consternado por la muerte del pobre Békássy?», podría haberle pegado. Porque ¿qué podía decirle? No, no lo estoy, y te agradecería que no me atribuyeras reacciones prefabricadas. Lo cierto era que la muerte de Békássy me parecía una estupidez. Igual que a muchos otros, se le había metido en la cabeza la idea de que la guerra lo ennoblecería, de que debía ir porque (como le dijo a Norton) ir formaba parte de «el buen sendero». Pero, mientras aguardaba que lo enviaran al frente, escribió que no quería pensar sobre por qué había ido: «Quiero participar en ella y olvidarme de lo que pienso.» Y evidentemente, como era un aristócrata, se alistó en la caballería. Según Norton, puso tres rosas rojas en la cabeza de su caballo porque figuraban en el escudo de armas de familia, y luego partió hace el frente ruso, sin duda en alguna «montura de confianza», descendiente de generaciones de nobleza equina Békássy, y allí murió.
Y ahora el dilema (con Norton siempre había un dilema) era si decírselo a Bliss o no. Nadie sabía exactamente dónde estaba Bliss (si en Francia, o en Inglaterra todavía, haciendo prácticas) o si sería buena idea darle la noticia de que su gran amor había muerto, ahora que a él también lo habían reclutado. Intenté localizar al hermano de Bliss (en la actualidad, un renombrado compositor; aunque, con mi proverbial carencia de oído musical, se supone que no debería importarme). Pero Arthur Bliss ya estaba en Francia. Y no me atreví a involucrar a la familia. Así que me di por vencido. No tengo ni idea de si Bliss se llegaría a enterar de que Békássy había muerto. Él murió poco después en el Somme, por un trozo de metralla que se le alojó en el cerebro.
Hoy en día no consigo emocionarme demasiado cuando pienso en esas muertes. Perdimos a muchos otros cuyas vidas tendrían más importancia. De estos tres, supongo, no se podía esperar nada especialmente relevante.
Una muerte que se produjo en esos años sí que me afectó profundamente, y fue la de Hermione. Si Sheppard estuviera hoy aquí, me interrumpiría ahora para decir que mis sospechas al respecto son «paranoides». (Al igual que muchos otros, se ha convertido en un entusiasta del psicoanálisis, y le gusta salpicar su conversación con su jerga.) A cambio, yo le diría que es muy aficionado a pensar demasiado bien de la gente. Porque los hechos son los hechos. Hermione murió de repente de una enfermedad digestiva que no fue diagnosticada. Y yo estoy convencido de que la envenenaron. Sí, estoy seguro de que alguien le dio carne o pescado envenenados. Habría sido muy fácil hacerlo. Yo nunca cerraba la puerta con llave. Y ella murió a principios de 1916, justo cuando yo empezaba a involucrarme activamente, con Moore y Neville, en una guerra contra el Consejo de Trinity.
Esto fue lo que ocurrió. Como ya dije, yo era el secretario de la filial de Cambridge de la Unión para el Control Democrático, una organización relativamente inofensiva cuyo objetivo oficial era promover un acuerdo justo una vez la guerra hubiera terminado, e insistir en que, en el futuro, el gobierno no se prestara a más «pactos» secretos con los aliados sin que el Parlamento hubiese tenido primero la oportunidad de votarlos. Desde luego, era una pretensión tremendamente ingenua, en cuanto partía del supuesto de que la guerra se acabaría rápidamente. En cuanto quedó claro que no sería así, los que formábamos parte de la UCD (por lo menos, en privado) comenzamos a pensar en términos de retirada y de armisticio. Como mínimo, era una línea de pensamiento bastante impopular, y mientras se extendía el rumor de que nuestra auténtica y secreta ambición era mediar en un alto el fuego con los alemanes, arraigó la idea de que la UCD no era en absoluto lo que fingía ser, sino que, al contrario, se trataba de un grupo radical empeñado en socavar las aspiraciones de Inglaterra.
No es de extrañar que la filial de Cambridge fuese muy activa. De hecho, a finales de 1915, ya habíamos tenido una serie de reuniones privadas, y organizado una pública en la casa consistorial. Los problemas empezaron cuando publicamos una nota relativamente inofensiva en la Cambridge Magazine, anunciando que tendríamos nuestra reunión general anual en los aposentos de Littlewood y que Charles Buxton hablaría de «Nacionalidad y resolución del conflicto». A pesar de que Littlewood se encontraba entonces en Woolwich, también era miembro de la UCD (Teníamos más miembros en el ejército de los que cabría imaginar.) Littlewood había accedido a cedernos sus habitaciones vacías para la reunión, mientras que Buxton era un experto en los Balcanes cuya mujer, Dorothy, seleccionaba artículos de la prensa extranjera todas las semanas y los publicaba en una columna en la Cambridge Magazine que suponía una alternativa a la implacable propaganda antiteutona del Times. Todo sin tapujos, en otras palabras, aunque un poco antigubernamental. Pero la reunión nunca tuvo lugar. Una semana después de que se publicase el anuncio, apareció una carta en la misma revista. Su autor era el secretario del Consejo de Trinity, Y en él comunicaba la decisión del Consejo de prohibirle a la UCD la organización de reuniones en los dominios de Trinity. Ninguna comunicación privada precedió a la publicación de esa carta, por lo que dedujimos que el mensaje iba dirigido no sólo a los que formábamos parte de la UCD de Trinity, sino a Cambridge en general. El día que habíamos llegado como novatos, Butler nos había dicho que la universidad «proveería a los hombres de cultura como Dios provee a los gorriones». Sin embargo, ahora parecía que ya no se toleraría la disidencia pacífica.
Moore tenía su propia solución. Una semana después publicó una especie de «humilde propuesta» en la Cambridge Magazine, en la que aplaudía la «enérgica» acción del Consejo y sugería que, en buena lógica, el Consejo debía «suspender todos los servicios religiosos en la capilla del College hasta el final de la guerra» en virtud de que «en los servicios de las iglesias cristianas era muy probable que se llamase la atención de los jóvenes sobre máximas tan peligrosas para su sentimiento patriótico como las que escucharían en cualquier reunión de la Unión para el Control Democrático». A mí me pareció una jugada brillante, en cuanto ponía al descubierto la hipocresía del Consejo; al fin y al cabo, ¿cómo podía una institución que proclamaba que sus fundamentos se basaban en la doctrina cristiana suprimir una organización que luchaba por la paz? ¡Menuda contradicción!
Reductio ad absurdum
. Lo que no entendí entonces era que, como parte de su formación, los agentes de la autoridad aprenden a sentenciar cuando lo aconsejable es limitarse a no decir nada. Nada se dijo en ese momento, y al poco tiempo el público lector (es decir, los componentes de ese público lo bastante perspicaces como para haber captado la intención «swiftiana» de Moore) apartó su atención de aquella tempestad en un vaso de agua de Trinity para centrarla en asuntos más urgentes relativos a la victoria política y la derrota en las trincheras.
Aun así, nos sentíamos obligados a hacer algo, y en enero Neville y yo organizamos una asamblea especial en el College para protestar contra la expulsión de la UCD por parte del Consejo. Mirándolo desde ahora, el procedimiento que se siguió resulta bastante cómico, como ya era típico de esas reuniones. Primero, presentamos una resolución según la cual «en opinión de esta asamblea un miembro del College debería tener derecho a acoger como huéspedes en sus aposentos a miembros de una sociedad invitados para promover sus objetivos, mientras éstos no sean ilegales ni inmorales». Antes de que se votara esta resolución, sin embargo, se propuso la enmienda de «que incluyera la palabra
privadamente
entre las palabras
sociedad
e
invitados
». Lo que se aprobó por 41 votos contra 2. (Yo fui uno de los que disintieron.) Luego se propuso una segunda enmienda «para añadir al final de la resolución las palabras
y siempre que, en consecuencia, no se perjudiquen los intereses del College
». Esa enmienda se aprobó por 28 votos contra 14. Así que la resolución acabó diciendo: «en opinión de esta asamblea un miembro del College debería tener derecho a acoger como huéspedes en sus aposentos a miembros de una sociedad
privadamente
invitados para promover sus objetivos, mientras éstos no sean ilegales ni inmorales,
y siempre que, en consecuencia, no se perjudiquen los intereses del College
».
Neville y yo observamos todo aquello con la boca abierta. Era pasmoso: con una especie de sensatez burocrática, y en base a una discusión tan desprovista de animosidad como la carta que el Consejo había enviado a la revista, los compañeros de la asamblea habían conseguido transformar la resolución original en una declaración digna de destacar exclusivamente por su absoluta impotencia. Y todo eso gracias a añadir trece palabras. Aunque puede que la democracia sea la única opción posible, a veces por su propia tolerancia, le hace a uno desear una dictadura benévola.
Recuerdo que en esa reunión, yo estaba sentado entre Butler y Jackson, el clasicista, que debía de rondar los setenta y muchos años por aquel entonces, y además de tener mala vista estaba bastante sordo. Creo recordar que me hallaba a la mitad de un alegato (en respuesta al añadido de la cláusula final de la propuesta, la cláusula que la anulaba) cuando Jackson me interrumpió, tal vez porque no podía verme ni escucharme. «Soy un hombre mayor», dijo, «y espero que la guerra continúe muchos años después de mi muerte.» Eso fue lo que dijo, lo juro.
La tarde siguiente me encontré a Hermione muerta. Si sufrió la misma agonía que los soldados que morían a solas, abandonados en una Tierra de Nadie, nunca lo sabré, porque pasé en Londres la mayor parte de ese día en concreto, y regresé tarde para encontrármela yaciendo totalmente inmóvil ante un charco de vómito. Parecía tranquila, y había estirado el cuerpo de una forma muy similar a como se estiraba para dormir. Y aunque no estaba sobre su otomana favorita, sí estaba muy cerca de ella. También había vómito en la otomana, un pulcro mantoncito. Hermione siempre fue una gata muy limpia.
Llevé el cuerpo hasta la zona del río, y la enterré cerca de donde Gaye y yo habíamos enterrado a Euclides. Y entonces decidí que, tan pronto encontrara la manera, me iría de Trinity.
La muerte de Euclides no había sido tan repentina. Tenía lombrices. Lo habíamos llevado al veterinario, quien nos explicó que, siempre que intentaba comer, las lombrices le subían del estómago al esófago y casi lo asfixiaban. El veterinario nos dio unos polvos, que le mezclábamos con leche. Desgraciadamente, cuando intentábamos hacerle tragar aquella mezcla de leche y polvo, vomitaba.
Mis recuerdos de la tarde anterior a su muerte son más claros que la mayoría de los de la guerra. Leonard Woolf había venido a vernos, acompañado por un tipo llamado Fletcher que nos contó una historia sumamente desagradable. En un circo, en Francia, había visto a una mujer enorme, con los pechos al aire, arrastrarse alrededor de un foso con unas bragas coloradas, atrapando y matando ratas con los dientes. No recuerdo exactamente qué llevó a Fletcher a contar esa historia, sólo que fue un relato muy vívido, y que lo puntuaba con las mismas expresiones repetitivas («Era realmente repulsivo», «Era realmente asqueroso») a las que solía recurrir en su conversación. Cuando terminó, Euclides, para nuestra sorpresa, se incorporó y empezó a andar hacia atrás, lo que llevó a Gaye a preguntar si andar hacia atrás era un mal síntoma en un gato. Por lo visto, nadie lo sabía. Y luego Woolf y Fletcher se marcharon, y Gaye y yo nos quedamos a solas con Euclides, que siguió andando hacia atrás por la habitación, pegándose contra las paredes y chocando con los muebles. No nos atrevimos a detenerlo, igual que uno no se atreve a despertar a un sonámbulo, y cuando en un par de ocasiones Gaye se empeñó en ponerlo derecho, él enseguida reanudó su extraña forma de andar.
Al final chocó con la puerta de mi habitación y se desplomó. Lo pusimos en su cesta e intentamos una vez más darle parte de su medicina. Pero la volvió a vomitar.
Al poco rato, Gaye y yo nos dimos las buenas noches. Aunque llevábamos un año compartiendo la suite, todavía no habíamos pasado una sola noche en la misma cama. Sin embargo esa noche entró en mi habitación, me despertó, y dijo: «Harold, ¿me puedo meter contigo en la cama?» Y yo le contesté que sí, claro. Y entonces me abrazó por detrás; los dos estábamos en pijama, pero aun así, mientras me abrazaba, sentí que él tenía una erección y que se apretaba contra mi trasero. Y yo también me apreté contra él.
Continuamos en esa postura aproximadamente una hora, apretujándonos y durmiendo alternativamente, hasta que Gaye se quejó de que se le estaba quedando dormido el brazo izquierdo; de modo que cambiamos de posición, y yo me apreté contra él. Y él se apretó contra mí. Entonces se me quedó dormido el brazo derecho. Nos pasamos la noche cambiando de posición cuando se nos dormían nuestros respectivos brazos.
En algún momento de esa noche, Euclides murió. Lo enterramos a la mañana siguiente cerca del río. Pero la noche siguiente, y luego también muchas noches, Gaye durmió en mi cama. Y a pesar de que, cuando estábamos con más gente, seguíamos llamándonos el uno al otro «Gaye» y «Hardy», en privado empezamos a llamamos «Russell» y «Harold».