Al hablarle de Anouk, de su familia, de Laurence, de su profesión, de Alexis, de Nounou, le confesó que la había amado desde el primer minuto, alrededor de aquella gran hoguera, y nunca había echado a lavar el pantalón que llevaba entonces para conservar en el fondo de los bolsillos el serrín que le había dejado en la palma de la mano al saludarlo
.
Y no sólo ella, de hecho... también sus hijos... «Sus hijos» y no «los niños», porque por mucho que tratara de defenderse, por muy distintos que fueran, eran todos a su imagen... Absoluta y maravillosamente
sparky.
Creyó al principio que se sentirla demasiado impresionado, o
emo
cionado, para hacerle el amor como lo hacía en sus sueños, pero luego habían venido también las caricias, las confesiones y las palabras de Kate... El efecto saludable de la botella y las notas de miel y de cítricos de ambas...
Su vida, su historia, se había entregado sin trabas y la había amado en consecuencia. Sincera y cronológicamente. Primero como un adolescente algo torpe, luego como un estudiante concienzudo, después como un joven arquitecto ambicioso, luego como un ingeniero inventivo y, por fin, y fue lo mejor, como un hombre de cuarenta y siete años, sereno, rapado, feliz, que había alcanzado una meta lejana que nunca había previsto y mucho menos esperado, y sin más bandera que plantar que esos miles de besos que, uno al lado de otro, formarían el molde para galletas más preciso
.
Su cuerpo. Lo desmenuzaría. Lo mordisquearía. Se atiborraría con él. Sería como Kate quisiera que fuera...
Sintió su mano buscando la suya, cerró su cuaderno y se aseguró de no haberse equivocado con las perspectivas...
—
¿Kate?
Acababa de abrir la puerta
.
—¿Sí?
—
Están todos aquí...
—
¿Quiénes?
—
Tus perros...
—Bloody hell...
—
Y la llama también
.
—
Ooooh...
—
gimieron las sábanas
.
—
¿Charles?
—
le dijo ella a su espalda
.
Estaba sentado en la hierba, mordiendo un melocotón del color del cielo
.
—¿Sí?
—Será siempre así,
¿sabes...?
—
No. Será mejor
. —
Nunca nos dejarán enp...
Kate no pudo terminar la frase, mordía una boca con sabor a melocotón
.
12
—Bueno, ¿qué...? ¿Has encontrado un trébol de cuatro hojas?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por nada —se rió Mathilde.
Se había encaramado al alféizar de la ventana.
—Parece que nos vamos mañana...
—Yo no tengo más remedio que volver a París, pero tú te puedes quedar algún día más si quieres... Kate te acompañará a la estación...
—No. Me voy contigo.
—¿Y no... no has cambiado de opinión?
—¿Sobre qué?
—Sobre tu modalidad de custodia y lo de con quién vas a vivir...
—No. Ya iremos viendo... Me adaptaré... Me parece que el que caerá en el olvido será mi padre, pero bueno... Aunque ni siquiera sé si se dará cuenta de nada... En cuanto a mamá... nos vendrá bien a las dos...
Dejó sus papeles dos minutos y se volvió hacia ella.
—Nunca sé cuándo hablas en serio y cuándo fanfarroneas... Tengo la impresión de que últimamente estás encajando muchas cosas y encuentro tu alegría un poco sospechosa...
—¿Qué quieres que haga?
—No sé... Que estés enfadada con nosotros...
—Pero ¡si estoy enfadadísima con vosotros, no te preocupes! Os encuentro estúpidos, egoístas y decepcionantes. Adultos, vamos... Además estoy súper celosa... Ahora tienes un montón de niños aparte de mí y siempre te marcharás al campo... Pero hay cosas en la vida que uno no se puede bajar de internet, ¿eh?
—¿Y te molesta lo de que Sam se venga a vivir con nosotros?
—No... Es un tío guay... Y además tengo curiosidad por ver cómo se las apaña este tío en el instituto Henri IV...
—¿Y si la cosa no marcha bien?
—¡Entonces te preocuparás tanto que te saldrán canas! Ah, no, ¡olvidaba que estás calvo!
Jijiji.
Los acompañaron todos al completo hasta el andén, y Kate no necesitó escapar para despedirse de él: volvía la semana siguiente para recoger a su joven interno.
Se deshizo de los niños repartiéndoles unas monedas ante la máquina de caramelos, cogió a su amor por la nuca y la bes...
Se oyeron «Uuuuuuuhs» por todos lados, cerró la boca para hacerlos callar, pero Kate se la volvió a abrir a la vez que blandía el dedo del anillo, enseñándolo, por si a alguien se le había olvidado.
—Bah, vaya una cosa —dijo Yacine burlón—, en el libro de los récords salen unos americanos que se besaron durante treinta horas y cincuenta y nueve minutos sin parar.
—No te preocupes, Patator. Ya practicaremos...
13
Causó sensación con su cabeza rapada al cero. Estaba moreno, había engordado, había ganado en presencia, madrugaba, trabajaba con facilidad, propuso a Marc hacerlo fijo en el estudio, se encargó de inscribir a Samuel en el instituto, compró camas y escritorios, les dejó las habitaciones a los niños y él se instaló en el salón.
Dormía en una cama de 90 y le mortificaba tener tanto sitio.
Tuvo una larga conversación con la madre de Mathilde, que le deseó ánimo y le preguntó cuándo se pasaría a recoger sus libros. —Bueno, ¿qué? ¿Parece que te vas a dedicar a la cría intensiva? No supo qué contestar, así que colgó.
Voló a Copenhague y volvió por Lisboa. Empezaba a establecer las bases de una nueva carrera de consejero y consultor en lugar de concursos, procedimientos y responsabilidades. Seguía escribiéndole cartas con dibujos todos los días y le enseñó a responder al teléfono.
Aquella noche lo cogió Hattie.
—Hola, soy yo, ¿todo bien?
—No.
Era la primera vez que oía a esa locatis quejarse.
—¿Qué pasa?
—El Gran Perro se está muriendo...
—¿Está Kate?
—No.
—¿Y dónde está?
—No lo sé.
Canceló todas sus citas, le cogió prestado el coche a Marc y la encontró, en mitad de la noche, acurrucada ante su cocinera.
El perro no era más que un estertor.
Se acercó a ella por detrás y la abrazó. Kate le tocó las manos sin darse la vuelta:
—Sam se va a marchar, tú nunca estarás aquí, y ahora él también me abandona...
—Estoy aquí. Aquí, detrás de ti. Soy yo.
—Lo sé, perdona...
—Mañana habrá que llevarlo al veterinario...
—Iré yo.
Esa noche la estrechó tan fuerte entre sus brazos que le hizo daño.
A propósito. No quería, decía ella, llorar por un perro.
Vio vaciarse la jeringuilla mientras pensaba en Anouk, sintió el hocico seco del Gran Perro morir en la palma de su mano y dejó que Samuel lo llevara en brazos hasta el coche.
Samuel, que lloraba como un niño pequeño contándole una vez más el día que salvó a Alice de ahogarse en el río... Y el día que se comió todos los confits de pato... Y el día que se comió todos los patos... Y todas esas noches que había velado por ellos, dormido delante de la puerta cuando acampaban en el salón, para protegerlos de la corriente...
—Va a ser difícil para Kate —murmuró.
—Cuidaremos de ella...
Silencio.
Como Mathilde, ese chico no se hacía muchas ilusiones sobre el mundo de los adultos...
Si hubiese estado menos triste, se lo habría dicho. Que era a un tiempo una persona física y moral, sometida al yugo de la responsabilidad decenal. Se lo habría dicho riendo, claro, y habría añadido que estaba dispuesto a remozar el puente cada diez años para impedir que se alejaran de él.
Pero Sam se daba la vuelta una y otra vez para asegurarse de que el gran tótem de su infancia estaba cómodamente instalado detrás, antes de sonarse la nariz con la camisa de un padre al que apenas había conocido.
Por decencia, pues, calló.
Cavaron juntos la fosa mientras las chicas le escribían poemas.
El lugar lo eligió Kate.
—Tumbémoslo en la colina, así seguirá... perdón —lloraba—, perdón...
Todos los chiquillos del verano estaban ahí. Todos. Y también Rene, que se había puesto una chaqueta para la ocasión.
Alice leyó un textito muy conmovedor que decía más o menos anda que nos las has hecho pasar canutas a veces, pero no te olvidaremos nunca... Y luego le tocó a...
Se dieron la vuelta. Alexis y sus hijos subían a su encuentro.
Alexis. Sus hijos. Y su trompeta.
... Harriet. Que no pudo terminar de leer lo que se había preparado. Volvió a doblar el papel y escupió entre dos sollozos: «odio la muerte».
Los niños lanzaron terrones de azúcar en la fosa antes de que Charles y Samuel la volvieran a llenar y, mientras ambos se afanaban con las palas, Alexis Le Men tocó.
Charles, que, hasta ese momento, había respetado y comprendido su dolor sin compartirlo, interrumpió un momento su tarea de enterrador.
Se llevó la mano a la cara.
Unas gotas de... de sudor le nublaban la vista.
Ya no recordaba que era así como lloraba Alexis.
Qué concierto-Para ellos solos... Una tarde de final del verano... Bajo los últimos vuelos de las golondrinas... En lo alto de una colina que dominaba por un lado una región suntuosa y, por otro, una granja rescatada del Terror...
El músico mantenía los ojos cerrados y se balanceaba suavemente de atrás hacia delante como si los acordes le devolvieran su propio aliento antes de perderse entre las nubes.
El corte de mangas. La balada. El solo de un hombre que no debía de tocar desde sus años de cucharitas calentadas sobre la llama de un mechero y que recurría a un viejo perro para llorar todas las muertes de su vida...
Sí.
Qué concierto...
—¿Qué era lo que has tocado? —le preguntó cuando bajaban todos en fila india de la colina.
—No lo sé...
Réquiem por un cabrón que me destrozó dos pantalones...
—¿Quieres decir que...?
—¡Huy, pues claro! ¡Tenía demasiado miedo como para no improvisar!
Pensativo, lo siguió aún unos cuantos metros y luego le dio una palmadita en el hombro.
—¿Sí?
—Bienvenido, Alex, bienvenido...
Éste le pegó un porrazo en su costilla frágil.
Para enseñarle a no ponerse tierno cuando tenía un oído tan birria.
—Por supuesto, os quedáis a cenar los tres... —declaró Kate. —Gracias, pero no. Tengo que...
Se cruzó con la mirada de su antiguo vecino, hizo una pequeña mueca y prosiguió más alegremente:
—¡Tengo que... llamar por teléfono!
Reconoció esa sonrisa, era la que tenía cuando se disponía a tirar y a mandar por los aires el súper boloncio de Nicolás Dupont en el patio del recreo-
Aquella noche volvió a tocar para todos esos ojos enrojecidos. Todas las tonterías de su infancia y las mil y una maneras que tenían de darle la vara a Nounou.
—¿Y
La Strada
?
-pidió Charles. —En otra ocasión...
Estaban delante de los coches.
—¿Cuándo te vuelves a París? —quiso saber Alexis, inquieto. —Mañana en cuanto amanezca. —¿Tan pronto?
—Sí, es que he venido sólo para... Iba a decir una emergencia. ' —... asistir a la revelación de un joven talento... —¿Y cuándo vuelves? —El viernes por la noche.
—¿Podrías pasarte un momento por mi casa? Me gustaría enseñarte una cosa... —Vale.
—
¡A la cama, pequeñín!
—Eso es...
Kate no comprendió las últimas palabras que le murmuró al oído.
¿De eso nada? ¿Estás sonada? ¿Eres un hada?
No. Debía de ser otra cosa. Las hadas no tienen las manos tan feas...
14
Y se encontró, pues, de nuevo ante el interfono del número 8 del Cercado de los Olmos...
Dios santo, qué jodienda tener que perder el poco tiempo que podía disfrutar en Les Vesperies en esa casa de mierda...
—¡Voy! —dijo Alexis.
Genial. No tendría que descalzarse ni que aguantar a la señora de la casa.
Lucas le saltó al cuello.
—¿Adónde vamos? —quiso saber.
—Sígueme.
—Pues aquí es...
—Aquí es ¿qué?
Estaban los tres en mitad del cementerio.
Y como Alexis no contestaba, le indicó con un gesto que lo había entendido.
—Mira, perfecto. Aquí estará exactamente entre tu casa y la de Kate. Cuando necesite tranquilidad, se irá a tu casa, y cuando necesite folclore, se irá a casa de Kate.
—Huy, yo sé muy bien dónde se irá...
Charles, que encontraba esa sonrisa un poco triste, se la devolvió.
—No hay problema —añadió Alexis—, yo ya he tenido bastante folclore en mi vida...
Buscaron a Lucas, que jugaba al escondite con los muertos.
—¿Sabes...? Era sincero cuando me llamaste la primera vez... Y sigo pensando que...
Le indicó con un gesto que no importaba, que no hacía falta que se justificara, que...
—Pero cuando vi todo lo que hacían ellos por ese chucho, me...
—¿Balanda? Me gustaría que hicieras el viaje conmigo... Su amigo asintió.
* * *
Más tarde, mientras volvían por la carretera.
—Dime una cosa... ¿vas en serio con Kate?
—Qué va. En absoluto. Sólo me pienso casar con ella y adoptar a todos esos niños. Y ya que estoy, también a los animales... Pienso elegir a la llama como dama de honor.