Navegaron luego durante dieciocho jornadas y llegaron al golfo de Persia. Entraron, por fin, en el Mar de la India. El primer punto que tocaron a la salida del golfo fue Curmós. Aquella pequeña ciudad constituía la segunda puerta, si se consideraba a Constantinopla como la primera, ya que, en ese preciso lugar, se iniciaba la ruta hacia el Oriente Lejano y, según consideraba Quetza, hacia la mismísima Tenochtitlan. No fue fácil para la escuadra atravesar ese estrecho que era una vieja guarida de piratas, cuyos barcos acechaban a las naves que entraban o salían cargadas de mercancías. Según se desprende de las escasas crónicas de este tramo de la epopeya, debieron luchar con denuedo no sólo para proteger el valioso cargamento, sino también para conservar sus propias vidas.
Una vez en mar abierto, pusieron rumbo hacia el Levante y, sin obstáculos, arribaron a la India. Quetza pudo haber escrito libros enteros sobre las maravillas que vio en la India y, de hecho, taí vez así haya sido. Sin embargo, son muy pocas las notas que de este tramo del viaje han podido reconstruirse. Se sabe que quedó deslumbrado con sus templos, tan semejantes a los de su propia patria y con sus palacios majestuosos que tanto se parecían a los de su
tlatoani
. Si para la sociedad mexica el Estado estaba por delante de cada uno de sus miembros, en aquellas tierras el universo entero parecía girar en torno de cada individuo. Pero a diferencia de los italianos, quienes compartían la experiencia individual entregados al goce de la existencia, aquí cada quien parecía vivir encerrado dentro de sí. Podían caer ciudades, derrumbarse dinastías, surgir y desaparecer imperios, establecerse alianzas, ocurrir pestes y hambrunas, y, sin embargo, nadie parecía inmutarse. Todos se entregaban a la contemplación de su propio espíritu. Si para los mexicas no existía un más allá luego de la muerte, para los indios la muerte era sólo una circunstancia fugaz, una pequeña nada entre dos eternidades hechas de vida. La vida continuaba en sucesivas y eternas encarnaduras, transmigraciones de cuerpo en cuerpo hasta alcanzar el saber verdadero. De este permanente y doloroso renacer habría de surgir, al fin, la redención. Si aquel Nuevo Mundo vivía bajo la disputa feroz entre los cruzados del Cristo Rey y las huestes de Mahoma, en la India toda disputa parecía caer dentro del enorme y beatífico vientre del Buda; en su colosal abdomen todo se armonizaba.
En la ciudad de Cail, a Quetza le fue obsequiada una pareja de elefantes pero, viendo que las dimensiones de las bestias no se ajustaban a la capacidad de las naves, finalmente le dieron sólo una elefanta preñada que asegurara la descendencia: sabían adivinar en la forma de su vientre si lo que llevaba sería un macho o una hembra. Los mexicas jamás habían imaginado que pudiera existir un monstruo de semejante tamaño, fortaleza y mansedumbre. La carabela que le había regalado la reina Isabel parecía aquella mítica arca que, decían, estaba en la cima del monte Ararat. Caballos, camellos, elefantes, aves, perros, roedores y hasta insectos se hacinaban en la bodega de la segunda nave de la reducida escuadra. Y así, cargados con todas esas novedades, zarparon de Cail con rumbo al Oriente.
Luego de varias jornadas, tocaron el extremo de la Pequeña Java, en Sumatra, también llamada Isla de Oro. Quetza y sus hombres supieron que había en la isla montañas doradas y acaso tanto oro como en el valle de Anáhuac. Era aquella ciudad uno de los dos extremos del puente marítimo que conducía a la mismísima Catay; por fin iban a conocer la tierra que les había prestado la identidad frente a los ojos de todos los pueblos que visitaron. Durante tanto tiempo los habían creído cataínos, que los mexicas casi llegaron a convencerse de que eran oriundos de allí. Y acaso no se equivocaran.
Navegaron en torno del vientre henchido que formaba el extremo del continente oriental sobre el mar de Cin, tocando las costas de Çaitón, Fugiú, Cianscián, Ciangán, Ciangiú y Tigiú. Y a medida que iban conociendo las ciudades y los pueblos de Catay, no podían evitar la extraña certeza de que, aunque jamás habían estado antes en esas tierras, todo les era familiar. Certidumbre que se convirtió en pasmo cuando, tallado sobre la entrada de un palacio de Tundinfú, vieron la figura inconfundible de Quetzalcóatl.
Allí, frente a los azorados ojos de la avanzada mexica, estaba la serpiente emplumada, representación de Quetzalcóatl, cuya imagen aparecía con tanta insistencia en los dominios de Tenochtitlan como en la lejana Catay, tal como podían comprobar a medida que avanzaban por los poblados diseminados a lo largo de la costa. Era la misma, exacta e idéntica figura: su rostro feroz, los colmillos surgiendo de los belfos, las fauces abiertas formando un cuadrado, los ojos amenazadores, su cuerpo ondulante de serpiente y las plumas coloridas de ave, eran la réplica de Quetzalcóatl. Por primera vez, Quetza tuvo la certidumbre de que las tierras de Aztlan estaban cerca.
Las esculturas que adornaban los palacios, los motivos de las pinturas y las pagodas escalonadas, todo tenía reminiscencias conocidas para los mexicas. Si a su paso por Europa el pequeño ejército capitaneado por Quetza tenía la impresión de avanzar por un territorio inédito, desconocido, a medida que regresaban por Oriente, el mundo comenzaba a resultar algo familiar. Impresión que se convirtió en certeza al llegar al pie de un puente que unía las orillas de un río ancho y caudaloso: la construcción era igual a la que daba acceso a Tenochtitlan desde tierra firme; no sólo tenía la misma apariencia, sino que estaba hecha con similar técnica y materiales: la caña, la piedra y la madera habían sido utilizadas de la misma forma. Como el gran puente que unía la capital del Imperio Mexica con las tierras del valle, aquel que se extendía frente a sus ojos tenía unos quinientos pasos de largo y una anchura tal, que podían pasar diez hombres de a caballo uno al lado del otro. A medida que la avanzada mexica cruzaba el puente, no podía evitar la certidumbre de que estaba atravesando el tiempo y la distancia que los conducía hacía su propio origen: el lugar desde donde había partido el sacerdote Tenoch.
Si el mundo terrenal de los pobladores de Catay tenía muchos puntos de contacto con el de los mexicas, la concepción del universo era sorprendentemente parecida. El calendario de los europeos era sumamente impreciso, requería permanentes correcciones y era mucho más precario que el de los pueblos del Valle de Anáhuac. Quetza pudo comprobar con sorpresa que uno de los calendarios de Catay, el denominado
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, era idéntico al que él mismo había concebido. El calendario
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tenía trescientos sesenta y cinco días agrupados en dieciocho meses de veinte días, en el que habían cinco días aciagos, tal como el que había quedado plasmado en la piedra circular que ideó Quetza. El emblema de la nacionalidad
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era el tigre, mientras que el de los mexicas era su equivalente, el jaguar. En el sistema cataíno había dos festividades: la Fiesta de la Antorcha y la Fiesta del Cenit de las Estrellas, en las que se celebraba el año nuevo. Entre las dos fiestas había ciento ochenta y cinco días. Los mexicas celebraban ambas fiestas en las mismas fechas. Por otra parte, ambos calendarios representaban ciclos de sesenta y de cincuenta y dos años, basados en un sistema de círculos. El ciclo de sesenta años consistía en dos ruedas concéntricas superpuestas, una con diez troncos celestes y otra con doce ramas terrestres. El desplazamiento de ambos círculos extendía el ciclo de sesenta años para contar el tiempo. El ciclo de cincuenta y dos años utilizaba dos ruedas concéntricas, una con cuatro símbolos y otra con trece, o una con trescientos días y otra con doscientos sesenta. Por otra parte, resultaba notable el hecho de que cinco jeroglíficos del calendario mexica coincidían con los del calendario
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: serpiente, perro, mono, tigre (jaguar) y conejo aparecían en ambos calendarios dispuestos de igual mismo modo.
Bajo aquel cielo, cuyos astros estaban guiados por el mismo calendario del Valle de Anáhuac, el pequeño ejército mexica continuaba su epopeya hacia el Levante con la certeza de que el lugar del origen estaba cada vez más próximo. El corazón de Quetza latió con una fuerza inusitada cuando, por fin, vio las costas de aquellas tierras que muchos creían míticas, legendarias e inexistentes. Allí, frente a los ojos empañados de los mexicas, estaba el lugar del inicio, el sitio de las garzas, el punto desde donde había partido el sacerdote Tenoch: la fabulosa patria de Aztlan.
Siete pirámides conformaban el centro ceremonial. Al pie del monumento mayor, idéntico a Huey Teocalli, se extendía la plaza desde la cual surgía una amplia calzada que conducía a la piedra de los sacrificios. Quetza y Keiko caminaban a lo largo del camino como quienes transitaran las extrañas calles construidas por los arquitectos que habitan en los sueños. La avanzada mexica tenía la impresión de haber andado ya sobre aquellas piedras tan familiares y desconocidas a la vez. Igual que en Tenochtitlan, a cada lado del Gran Templo había sendas construcciones piramidales. Y a medida que avanzaban, el sueño parecía convertirse en pesadilla. Ese lejano centro ceremonial era igual al de su tierra, sólo que estaba derruido. Roída por el viento y el abandono, aquella ciudad deshabitada parecía ser el espejo del tiempo. Era como ver a Tenochtitlan sumida en ruinas. Caminaban con el terror instalado en sus rostros, como si estuviesen viendo sus propios cadáveres. Allí estaba, reconocible, el Templo del sol. Una plataforma circular reducida a restos de piedras derrumbadas, coincidía con el Templo de Ehécatl-Quetzalcóatl, el Dios del Viento. Al Sur del equivalente de Huey Teocalli, se veían las ruinas del Templo de Tezcatlipoca que, al igual que el de los mexicas, estaba orientado hacia el Poniente. Frente a esta construcción, en la misma ubicación que en Tenochtitlan, había un pedestal, ahora despojado de la escultura en honor del
tlatoani
. Dispuesta de Este a Oeste, siguiendo el recorrido del Sol, había una escalinata a cuyos pies se veían, claramente, la figura de una serpiente y la de un pájaro. Al ver esta escultura, los ojos de Quetza se anegaron: allí, al otro lado del océano, a tanta distancia de su casa, descubrieron el origen de la señal que había marcado los pasos de Tenoch. Ahora la historia cobraba sentido: cuando los seguidores del sacerdote descubrieron la escena del águila devorando a la serpiente, estaban, en realidad, viendo aquella escultura. Para Tenoch no fue aquella visión una señal caprichosa, sino la materialización de esa escena escultórica que adornaba su antigua ciudad. Aquí y allá podían verse figuras de felinos protegiendo los templos, animales acaso más grandes y temibles que los jaguares.
La vanguardia mexica caminaba hacia adelante y, sin embargo, se diría que, a cada paso, avanzaban en el espacio pero retrocedían en el tiempo. Habían llegado al sitio del origen, a la ciudad desde la cual habían partido los pioneros que fundaron todas las civilizaciones del Valle de Anáhuac y, acaso, todas las otras que se extendían hacia el Norte y el Sur del Imperio. Sobre una de las escalinatas descubrieron un nicho circular formado por piedras. Se inclinaron con respeto y, al remover una de las rocas, pudieron ver un esqueleto envuelto con unos atuendos muy semejantes a los que usaban los sacerdotes que, en Tenochtitlan, pertenecían a la orden de Tláloc.
La disposición de esa ciudadela era igual a la de la capital del Imperio Mexica; desde el recinto mayor del centro ceremonial partían cuatro calzadas que, tal como la de Iztapalapa hacia el Sur, la de Tepeyac hacia el Norte, la de Tacuba que unía la isla con la tierra firme y la pequeña calle que iba hacia el Este, parecían estar calcadas de éstas. La plaza de las ceremonias, los edificios, los monumentos y palacios, igual que en Tenochtitlan, estaban dispuestos como los astros en el Cosmos. A medida que avanzaban entre aquellas ruinas, los mexicas no sólo podían reconocer su ciudad, sino su propio universo. Pero, qué había provocado el fin de la civilización de sus ancestros, se preguntaban para sí con silencioso temor. Por qué Tenoch se vio impulsado a partir y abandonar la ciudad. No había ningún indicio de destrucción ni saqueo, nada hacía ver que la ciudad hubiese sido atacada, invadida y sus habitantes sojuzgados. No había vestigio alguno de cataclismo o desastre natural; sólo el calmoso trabajo del viento, la lluvia y la soledad, lentos gusanos de las ciudades muertas, habían horadado el estuco y los pigmentos hasta el hueso pétreo de las pirámides. Era como si todo el mundo hubiese partido obedeciendo a un insondable mandato de los dioses. Y quizás así hubiera sido. Ninguna otra explicación pudo encontrar Quetza en los restos mortuorios de la ciudad. Las garzas caminado sobre las ruinas, hundiendo sus largas patas en los lagos hechos de lluvia y tristeza, tal vez tuviesen la respuesta al enigma.
Y así, sin atreverse a llevar siquiera una piedra de la Ciudad del Origen, temerosos de que sus pasos provocaran una profanación, la avanzada mexica, igual que sus antepasados, abandonó la ciudad cargando con el peso de la congoja y el misterio.
La escuadra mexica abandonó Catay, navegando siempre hacia el Levante. Quetza y Keiko, en la pequeña carabela que les diera la reina de España, iban en silencio sabiendo que se aproximaban a un final que aún no podían precisar. La niña de Cipango se había convertido, tal vez, en el marino más valioso de la tripulación. De hecho, sin los conocimientos de Keiko, sin los mapas que podía trazar con su mano sutil y su memoria prodigiosa, quizá jamás hubiesen llegado hasta donde llegaron. Y nunca habrían de alcanzar el destino al cual se dirigían ahora. Aquella muchacha, en apariencia tan frágil, se había comportado como un guerrero más del pequeño ejército y, cuando las circunstancias lo requirieron, supo combatir en las batallas como cualquiera de los hombres y, acaso, con más valor que muchos de ellos. Si estando en tierra firme se aferraban el uno al otro como la única esperanza en este mundo, en medio del mar, en aquella arca que se diría bíblica, en cuya bodega, de a pares, iban caballos, camellos y hasta una elefanta preñada, Quetza y Keiko creían ser el último hombre y la última mujer. Igual que las bestias que llevaban a bordo, serían ellos quienes habrían de perpetuar la especie si un cataclismo borraba la vida de la faz de la Tierra y sólo ellos sobrevivieran.
Y así, lentamente, avanzaban las dos naves dejando tras de sí una estela de espuma que se fundía con las olas hasta desaparecer. Entonces, hacia el Este, otra vez divisaron tierra. Pero por primera vez ante un nuevo descubrimiento, el espíritu conquistador de Quetza se desgarró de pena. Eran aquellas las costas de la lejanísima Cipango. Los ojos de Keiko se anegaron bajo una silenciosa tormenta de sentimientos antagónicos: por primera vez desde que era una niña, cuando la robaron de su casa y la embarcaron hacia un mundo hostil y desconocido, volvía a ver las costas de su patria.