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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (14 page)

BOOK: El comodoro
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—Claro, claro, eso de por sí dice mucho en su favor.

—Bien, significa que no puede charlar decentemente en la línea evangélica, como algunos otros pastores y algunos de nuestros oficiales bachilleres con sus ensayos píos. Ha venido de vez en cuando, cuando la mamá de Sophie o la misma Sophie andaban perdidas con la contabilidad, cosa que me parece muy considerada por su parte. Pero, por Dios, ¿cómo puedo haberme ido por las ramas de esta manera? Hablaba de Adams. Veamos, comprenderás, Stephen, que existe una diferencia inconmensurable entre ser el secretario de un oficial de bandera y el escribiente de un capitán, de modo que después de nombrarlo como mi secretario la decencia no me deja pedirle por favor que se quede en tierra para ayudar a Sophie. Sin embargo, sí le pediré que busque entre sus conocidos en Plymouth y Gosport a alguien que ocupe su lugar en la casa… Bueno, ya hemos llegado. Stephen, vigila con esa zanja: camina por el centro de la tabla. Hemos dado este rodeo porque quería enseñarte una enredadera a la que intento convencer para que convierta un árbol desmochado en un emparrado, aunque al parecer las ortigas terminarán por devorarlo. Ahora déjame a mí antes para enfocar de nuevo la lente; como supondrás, existe una diferencia prodigiosa entre un espejo de mañana y otro de noche, por supuesto. No tardarás en ver toda la escuadra que vale la pena ver. Algunos de los bergantines y una goleta o dos se reunirán con nosotros en Lisboa. Como la luz viene del este no podrás apreciar todos los detalles, pero espero que al menos te harás una idea de lo que hay.

Nadie hubiera sorprendido en Jack Aubrey el menor atisbo de hazañería, excepto, quizás, en ese caso, que era especial. Él mismo había hecho el telescopio, había afinado siete espejos antes de conseguir aquella pieza maestra; había inventado la montura mejorada, al igual que el descubridor de observación de precisión; y en este único caso hizo aspavientos, intentando que el invento hiciera milagros, a la par que ordenaba al sol que despidiera una iluminación más difusa y equilibrada, todo ello mientras mascullaba toda suerte de ociosas explicaciones.

Stephen ignoró la charla difusa de su amigo, principalmente compuesta de tecnicismos incomprensibles entre los que difracción, aberración e imágenes virtuales se erigían como protagonistas, y en lugar de ello echó un vistazo a las sucesivas visiones lejanas y silenciosas, a medida que se materializaban en el ocular.

Primero el espléndido
Bellona
, que estaba de perfil: parte de la dotación seguía enfrascada baldeando el castillo de proa y todo lo que podía verse en la cubierta superior, mientras las guardias de popa y del combés lampaceaban la popa y el alcázar con piedra arenisca.

—Setenta y cuatro cañones, por supuesto —dijo Jack—, un peso en metal por andanada de novecientas veintiséis libras: veintiocho cañones de treinta y seis libras en la cubierta principal, veintiocho cañones de dieciocho libras en la cubierta superior, dos largos de doce libras como guardatimones, y seis cortos, además de las diez carronadas de treinta y dos libras y cuatro pequeñas para la popa.

—Eso lo convierten en un navío de setenta y ocho cañones.

—Por el amor de Dios, Stephen. Estoy seguro de que si haces un esfuerzo recordarás que no solemos incluir las carronadas cuando contamos el total de piezas que artilla un navío.

—Te ruego que me perdones.

—Es un barco de Chatham: mil seiscientas quince toneladas, un puente de ciento sesenta y ocho pies, un bao maestro de cuarenta y seis pies con cinco; y tiene un calado de diecinueve pies con nueve en la bodega, lo cual considero muy aceptable. Con pertrechos para seis meses mete veintidós pies con nueve en popa. Mucho menos en proa, por supuesto.

—¿Cuándo lo construyeron?

—En 1760 —respondió Jack a regañadientes, un poco a la defensiva—. Pero nadie lo consideraría un barco viejo. Al
Victory
lo botaron un año antes, y según tengo entendido está como nuevo. Dicen que respondió tolerablemente bien en Trafalgar. Además, en 1805 forraron al
Bellona
, y dispone de un aparejo nuevo, de modo que es como si acabara de salir del astillero. Mucho mejor, puesto que todo está en su lugar.

—Discúlpame.

—Desde siempre ha sido un barco peculiarmente marinero, lo recuerdo muy bien de cuando estuve en las Antillas de crío. Se balancea con desenvoltura, marcha los nueve e incluso diez nudos de bolina con viento de juanetes, buen gobierno, vira por redondo rápidamente, ciñe perfectamente con la gavia mayor y la de estay de mesana, y entra prodigiosamente bien en todos los sentidos… Diantre, qué bien lo han baldeado.

—Me alegra oír eso. Por favor, infórmame del número de tripulantes.

—El complemento estipulado es de quinientos noventa hombres, pero creo que andamos faltos de unos veinte o cuarenta, pero esperamos grandes cosas de la leva del lunes, en el Nore. Aunque bueno, eso es cosa de Tom; yo sólo debo preocuparme del papeleo, del Almirantazgo, de la Junta Naval, del almirante al mando del puerto y de los demás capitanes que pertenecen a la escuadra. Ahora permíteme mostrarte el otro buque de línea que nos acompañará. —Manipuló una ruedecita. Palos, vergas, velas oreadas, jarcia y pedazos de agua clara y brillante desfilaron ante el campo de visión de Stephen; de pronto el objetivo se detuvo, tembloroso, y ahí, tan nítido, firme y distinguible como Jack o cualquier otro constructor de telescopios habría podido desear, apareció otro navío de dos puentes, esta vez no de perfil, sino visto a cuatro cuartas por la amura de estribor, posición que le permitía apreciar las vergas perfectamente perpendiculares con el casco. Tenía los costados pintados de negro, y las portas de los cañones con una franja de azul claro, mientras que por encima de éstas discurría una línea del mismo color, combinación que a Stephen le causó un vuelco en el corazón, pues era una de las favoritas de Diana.

—Ése es el
Stately
, el navío de sesenta y cuatro cañones —informó Jack—. Nos lo impusieron tras arrebatarnos al
Terrible
, habrase visto en la Armada muestra más vil de favoritismo y politiqueo.

—Sin embargo, está claro que su capitán es un hombre de buen gusto —manifestó Stephen.

—Bien, no soy yo quién para hablar del gusto de nadie, no soy ningún diletante. Aunque si la trama ajedrezada de Nelson valía para ese gran hombre, entonces también vale para mí. —Jack hizo una pausa—. Y te diré una cosa, Stephen, no soy amigo de malhablar de nadie a sus espaldas, pero tú eres médico, y eso te convierte en alguien especial, como comprenderás. Ya lo sabes, odio el hecho de que se ahorque o se azote a los sodomitas en toda la flota, y me gusta Duff, pero si uno no quiere que la disciplina se vaya a pique, conviene no relacionarse con los jóvenes gavieros de agua dulce. Duff es un buen marinero, y hace lo que puede, pero el
Stately
ha tardado toda la noche en fondear en su tenedero… Bueno, en cualquier caso ahí tienes un barco viejo: quizá no lo botaran hasta el ochenta y dos, pero sirvió en el bloqueo de Brest durante años y años, lo cual bastó para fatigarlo antes de tiempo; ya sabes, esos temibles vientos del suroeste que duran semanas y semanas, y unos maretones de padre y señor nuestro. No volvieron a forrarlo ni a cambiar el aparejo como Dios manda. En estos momentos, es tan poco marinero como el Arca después de que Noé la pusiera a secar en las alturas del Ararat, y quizá sea la más lenta de las embarcaciones que salieron de su clase. Cae a sotavento de tal modo que considerarías uniforme la mirada de cualquier yuntero del interior. Dado que tenemos que convivir con él, te diré que arquea mil trescientas setenta toneladas; ciento cincuenta y nueve pies y seis pulgadas de eslora, con un bao maestro de cuarenta y cuatro pies con cuatro. Artilla veintiséis cañones de veinticuatro libras, veintiséis de dieciocho libras, seis de nueve libras y dieciséis carronadas mixtas, para un total de tan sólo setecientas noventa y dos libras contra las más o menos mil del
Terrible
. Si puede apañárselas para efectuar dos andanadas cada cinco minutos podrás considerarlo un milagro. Busquemos algo más satisfactorio. —De nuevo la imagen se tornó borrosa—. ¡Oh! —exclamó

Jack, mucho más alegre—. No esperaba verlo tan pronto. ¿Lo reconoces, verdad? —Stephen no respondió—. Es el cúter
Nimble
, a bordo del cual nos llevó a casa de Groye ese joven, Michael Fitton. Pero no voy a detenerme mucho en él. Aquí, mira, es la joya de nuestra escuadra, la
Pyramus
, una auténtica fragata moderna de treinta y seis cañones de dieciocho libras, novecientas veinte toneladas de arqueo, ciento cuarenta y un pies de eslora, treinta y ocho pies con cinco el bao maestro, y un peso de metal por andanada de cuatrocientas sesenta y siete libras. Cuenta con una dotación de doscientos cincuenta y nueve de los mejores hombres, pues llevan tiempo navegando juntos y están hechos a su capitán, ese tipo estupendo y envarado de Frank Holden, así como a sus oficiales, algunos de los cuales han navegado con nosotros. —Observó el barco con la aprobación dibujada en la mirada, antes de seguir adelante con la inspección—. Ahí tienes a la
Aurora
, nuestra otra fragata —dijo—. Me temo que podríamos considerarla otra reliquia: la botaron en 1771, y tan sólo artilla veinticuatro cañones de nueve libras, como hacían por aquel entonces, pero siento cierto afecto por ella debido a la
Surprise
, aunque no pueda comparársela en rapidez y la
Surprise
sea mucho más marinera y cómoda. Quinientas noventa y seis toneladas, ciento veinte pies con seis de eslora, y en estos momentos probablemente cuente con ciento cincuenta hombres, de un complemento total de ciento noventa y seis. La comanda Francis Howard,
El Griego
, a quien conoces perfectamente porque nos encontramos con él frente a Lesbos. Más allá, en dirección a Saint Helens, fondea la
Camilla
, de veinte cañones, y el
Orestes
, un bergantín con aparejo de corbeta, además de otras embarcaciones. Te hablaré de ellas mientras cabalgamos hacia el puerto, y por supuesto te las mostraré cuando estemos allí. Pero, por ahora, me parece que has tenido bastante.

—No, en absoluto —dijo Stephen al abandonar una postura intolerable por lo incómoda que era—. Es un mando mucho más imponente de lo que había imaginado, y mucho más glorioso.

—Sí que lo es, ¿verdad? —preguntó Jack mientras le guiaba hacia la salida del observatorio—. Pese a esos carcamales, e incluso prescindiendo del
Terrible
, es una escuadra estupenda. Me siento tan orgulloso como Poncio Pilatos. Aunque ya imaginarás el peso de tamaña responsabilidad. En Mauricio tenía al almirante a mis espaldas, aunque no estuviera presente, pero en este caso estaré totalmente solo.

* * *

Sophie los recibió a medio camino de la casa. Estaba radiante y guapísima, pero al mismo tiempo parecía inquieta. Expuso una de las razones que justificaban tal incomodidad aún antes de acortar las distancias: al parecer, su madre y la señora Morris habían decidido volver a Bath, llevándose a Briggs; ella les había cedido el coche, pero Bentley lo traería de vuelta en cuanto hubieran descansado los caballos. Aquélla era una acción mucho más decidida de lo que Stephen había podido esperar; sin embargo, ella no parecía darle la menor importancia.

No, era el hecho de haber prescindido del coche y de un par de caballos lo que la inquietaba, y no el que su madre se hubiera ausentado.

—¡Oh! —exclamó Jack, que apenas asintió la cabeza ante semejantes noticias—. Huele a beicon y café —dijo al abrir la puerta—. E incluso a huevos recién hechos. No hay mejor forma de empezar el día. ¡Y riñones ahumados!

Los tres se sentaron a solas en la habitación de desayuno, la sala más cómoda de la casa, y parte original de la granja de Ashgrove tal y como era antes de que Jack Aubrey, durante una de esas avalanchas de oro que a veces alcanzan los comandantes más afortunados en su particular guerra por el botín, emprendiera la construcción de alas, establos, la doble caballeriza, contraventanas aquí y allá, el balcón esquinero, y una ristra de casas modestas para los viejos compañeros de la Armada. Estaban solos los tres, puesto que aunque amaban a los niños de todo corazón éstos comían con la señorita O'Hara, sentados con la espalda bien recta, sin llegar a tocar nunca el respaldo de la silla, y hablando tan sólo cuando les dirigían la palabra.

Los sabrosos riñones ahumados no tardaron en desaparecer; mientras, se vació la primera cafetera, y Jack la emprendió en silencio con los huevos y el beicon, escuchando a medias el relato preciso y circunstancial que hacía Stephen de la moda importada de Madrás de preparar un plato compuesto de pescado desmenuzado, huevos y arroz, momento en que Killick entró a su aire, inclinada la barbilla en dirección al comodoro.

—Ha llegado el teniente de bandera del almirante del puerto, y ruega por favor que le reciba. Ordené a Davies,
El Torpe
, que llevara el jaco al establo, y le he acompañado al salón aterciopelado. —Para Killick, el terciopelo tenía una fuerte connotación de riqueza, al igual que la palabra «salón»; puesto que el salón frontal tenía un sofá cubierto de terciopelo, además de algunos cojines, nada en el mundo le hubiera inducido a referirse a él de ninguna otra manera. Tan sólo acompañaba a la sala en cuestión a los oficiales de guerra.

—Oh —dijo Jack antes de echarse al coleto el resto de café—, discúlpame, cariño. Enseguida vuelvo. Sin duda se trata del informe semanal.

Pero transcurrieron los minutos y las tostadas dejaron de considerarse tales; seguramente había algo mucho más complejo en juego que el informe semanal.

Sophie calentó una segunda cafetera, inclinó la cabeza y sirvió otra taza a Stephen.

—Qué alegría tenerte aquí de nuevo —dijo—. Apenas te he tenido para mí sola ni cinco minutos, pese al mucho tiempo que habéis pasado fuera, y a los miles y miles y miles de millas que han llegado a separarnos. Tampoco he visto mucho a Jack. Recibe continuamente mensajes del almirantazgo, o viene gente a entrevistarse con él o a pedirle que acepte a uno de sus hijos a bordo de cualquiera de sus barcos. Y además está tan contento por haber conseguido este espléndido mando —de aquí a la bandera, ¿no, Stephen?— que anda también muy preocupado, sobre todo con tantos cambios y recortes. También está preocupado por el Parlamento, y por sus propiedades en Woolcombe… Oh, Stephen, qué dichosos éramos siendo pobres. Ahora hay tanto que hacer y tanto de qué preocuparse —por no hablar del banco asqueroso que no responde a la correspondencia—, que ya no tenemos tiempo ni para conversar como solíamos hacerlo. El próximo jueves hemos invitado a comer a todos los capitanes, aunque sea la fecha de nuestro aniversario. Seguro que alguien se emborracha. Dime, ¿cómo lo encuentras, después de todas estas semanas?

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