El Comite De La Muerte (28 page)

Read El Comite De La Muerte Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
10.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pidió un whisky que no le apetecía y se lo llevó al piano. Era un «Baldwin» viejo y desafinado, pero cuando se puso a tocarlo la música salía que daba gloria. Dejó de pensar en lo que diría el tío Calvin cuando su muchacho volviera a casa a decirle que no quería seguir entre blancos. Se olvidó incluso de la muerta dama irlandesa y sus acertijos.

Al cabo de un rato se le acercó el barman.

—¿Puedo servirle algo más, amigo? —preguntó, mirando la copa que había sobre el piano y que Spurgeon ni siquiera había tocado.

—Bueno, póngame otro.

—Toca usted bien de verdad, pero ya tenemos pianista, un sujeto llamado Speed Nightingale.

—No busco trabajo.

Le trajo la segunda copa y Spur pagó un dólar y ochenta centavos. Después, el barman le dejó tranquilo. Al final de la tarde, se levantó, fue a sentarse en uno de los taburetes del bar y pidió otra copa.

El barman miró los dos vasos, aún sobre el piano, sólo uno de ellos vacío.

—No tiene que pedir nada si lo que quiere es hablar conmigo. ¿Tiene algo que decirme?

—Soy médico del hospital del condado y no puedo tener piano en mi cuarto. Me gustaría venir aquí a tocar un par de tardes a la semana, como hoy.

El barman se encogió de hombros.

—Para mi esta bien. ¿Con quien va a tocar?

—Mi pequeño conjunto. Otros tres, yo al piano.

—¿Quién es el gerente? —preguntó ella, para cerciorarse.

—Vin Scarlotti.

—Pues claro que lo es. Yo misma he cantado allí un par de veces. Tienes que ser bueno, porque a Vin no es fácil contentarle.

Pero acabaron agotándosele las razones para hablar de música con ella; además, estaba preocupada por su hermana de modo que dejó de molestarla.

Cuando salió de permiso, después de treinta y seis horas de trabajo constante, muriéndose por dormir, se sentó en la cama y se puso a tocar la guitarra, obligándose a practicar música, cosa que llevaba años sin hacer.

Necesitaba un piano.

Pero luego resultó que no le tenía sin cuidado ni mucho menos. Le gustaba sobre todo Debussy, y mostraba su agrado con whiskies en vez de aplausos. Al principio, Spurgeon trató de pagar las copas, pero acabó por renunciar a ello; el buen profesional no insulta nunca al amante de la buena música.

Aquella tarde, después de echar la siesta, cogió el «elevado» hasta Roxbury y bajó en la estación de la calle de Dudley donde solía apearse mucha gente de color; fue por la calle de Washington, hasta que encontró el sitio que buscaba, un bar de mala muerte, ghetto de negros, con las ventanas pintadas de rojo y negro, el letrero luminoso de neón muerto mostrando una mano de póquer, y el nombre del club en blanco:

Unos pocos días después, Spurgeon volvió al club y vio allí a un hombre oscuro, con el pelo como un zulú y un fino bigote, en pie ante la barra, hablando con el barman. Spurgeon saludó y fue directamente al piano. Se había pasado el día oyendo música mentalmente y ahora se sentó a tocarla. Bach. El clave bien temperado, y luego cosas sueltas de Suites francesas y Fantasía cromática y fuga.

Al poco rato, el hombre oscuro se le acercó con dos whiskies.

—Toca bien la música seria.

Le tendió un vaso.

Spurgeon lo tomó y sonrió.

—Gracias.

—¿Sabe tocar algo más sencillo?

Spurgeon sorbió un trago, dejó el vaso y tocó algo de George Shearing.

El otro trajo una silla y se sentó al piano, haciéndose cargo del teclado inferior. Con la mano izquierda se puso a tocar las notas graves y con la derecha el fraseo, por lo que Spur tuvo entonces que limitarse a las notas agudas. Las improvisaciones fueron haciéndose más y más rápidas y las notas graves daban la pauta, acelerando el ritmo. El barman dejó de limpiar vasos y se puso a escuchar. Primero uno de los dos llevaba la voz cantante, luego el otro. Forcejearon así hasta que tuvieron el rostro cubierto de sudor, y cuando pararon, por acuerdo mutuo, Spur se sentía como si hubiera estado corriendo por entre una tormenta desatada.

Alargó la mano y el otro se la asió.

—Spurgeon Robinson.

—Speed Nightingale.

—Ah, el piano es tuyo.

—Al diablo. Es del bar. Yo soy un pagado. Gracias por afinarlo, amigo, no he tocado así de bien desde hace mucho tiempo.

Se sentaron a una mesa y Spurgeon invitó a una ronda.

—Mira, somos un grupo, nos conchabamos y nos pasamos el día tocando, ya desde por la mañana. Es un sitio en la avenida de Colón, junto a los pisos nuevos, apartamento 4-D edificio 11. Música de la buena. Anímate.

—De acuerdo —Spurgeon apuntó la dirección en su cuaderno de notas—. Encantado.

—Sí, tocamos un poco, chupamos un poco, lo pasamos en grande. Si quieres animarte siempre hay alguien que trae buenas cosas.

—No las tomo.

—¿Lo que se dice nada?

Él movió negativamente la cabeza.

Nightingale se encogió de hombros.

—Bueno, ven de todos modos. Somos democráticos.

—De acuerdo.

—Desde hace algún tiempo las cosas buenas son más difíciles de conseguir en esta ciudad de lo que te imaginas.

—¿Sí?

—Sí, tengo entendido que eres médico.

—¿Quién te lo dijo?

Al otro lado del bar el amante de la música lavaba vasos con gran aplicación. Spur esperó. Y llegó a los pocos segundos, como él lo había esperado.

—Trae algo de lo bueno a una de nuestras reuniones; te aseguro que te lo agradeceríamos.

—¿Y de dónde lo voy a sacar, Speed?

—Anda, hombre, todo el mundo sabe las cosas que hay en los hospitales. Nadie lo va a echar de menos si traes un poquitín. ¿Eh, doctor?

Spurgeon se levantó y dejó un billete sobre la mesa.

—Otra cosa —dijo Nightingale—, no traigas nada; dame unas cuantas recetas en blanco y te aseguro que nos forramos.

—Adiós, Speed —dijo Spurgeon.

—Nos forraremos de verdad.

Al pasar junto al barman para salir del tugurio vio que el amante de la música ni siquiera levantaba la vista, tan aplicado estaba lavando vasos.

En la música encontraba una catarsis que le daba más pericia en la sala de operaciones, capacitándole para una actividad quirúrgica más aguda e intensa. Si bien, comparándose con otros, había llegado a la conclusión de que él no era malo. Aquel viernes le habían designado, con el doctor Parkhurst y Stanley Potter, a la sala de operaciones. Era inevitable que él y el residente trabajasen juntos, pero era una experiencia desagradable, sin distracciones y llena de monotonía.

Aquella mañana practicaron el injerto a Joseph Grigio, el de las quemaduras, trasplantándole al pecho piel de los muslos. Luego tuvieron una apendicetomía con un paciente muy obeso llamado Macmillan, sargento del departamento de Policía del distrito metropolitano. La gordura de aquel hombre les obligó a seccionar una capa interminable de grasa, y luego el doctor Parkhurst cortó por fin el apéndice y les dijo que ataran el muñón y lo cerraran.

Spurgeon cortaba, mientras Potter sujetaba y ataba. Le parecía que el residente estaba tirando del catgut con demasiada fuerza en torno al muñón del apéndice. Se sintió completamente seguro de ello al ver que la sutura comenzaba a hundirse en el tejido.

—Lo tienes demasiado apretado.

Potter le miró fríamente.

—Así es como lo he hecho siempre y siempre me ha salido bien.

—Parece como si la sutura fuera a cortar la serosa…

—Así va bien.

—Pero…

Potter tenía cogida la sutura, mirándole sardónicamente y esperando a que cortase.

Spurgeon se encogió de hombros y movió la cabeza. «Este sujeto es residente y yo interno», pensó. De modo que fue y cortó, como buen colegial.

No volvió al tugurio. Aquel domingo, lo que hizo fue preguntar a Mrs. Williams si de vez en cuando podría practicar un poco en su piano. Era un mal instrumento, y tener que ir hasta Natick no resultaba tan cómodo como coger el «Metro» hasta la calle de Washington, pero la música le gustaba a Mrs. Williams y de paso le daba la oportunidad de verse con Dorothy.

El martes por la noche, mientras, fuera, caían las primeras nieves, se sentaron los dos, hablándose en voz baja, en el cuarto de estar. Los padres de ella y la niña dormían en otras partes de la casa y las puertas estaban entornadas. Ella le dijo que sabía que algo le tenía preocupado.

Spurgeon, sin querer, se puso a hablarle en roncos susurros sobre la vieja que había muerto por culpa suya y acerca del Comité de la Muerte y sobre que siempre les quedaba el recurso de vivir de su música como Rajás.

—¡Spurgeon!

Dorothy echó hacia atrás la cabeza y permaneció así un momento, descansando suavemente como él había visto a Roe-Ellen siendo niño. Ella se inclinó para besarle los ojos cerrados, y Spurgeon sintió que, teniéndola así, en sus brazos, emanaba de ella compasión, deseo, voluntad de ayudarle a que las cosas le salieran a su manera.

Pero cuando, partiendo de esta deducción, reaccionó lógicamente, lo único que recibió fue un mordisco en el labio al tiempo que sus uñas se le hundían en la espalda, como recordándole que seguía apegada a uno de los principios básicos de los musulmanes.

No acababa de creerlo. En los vecindarios, tanto blancos como negros, en que él se había movido, había pocas vírgenes de veinticuatro años. Le tenía aterrado la idea, pero sonrió a pesar del labio mordido, que le dolía.

—Un pedazo de carne. Fino, con frecuencia muy frágil. No tiene nada que ver con el sexo. ¿Qué importa? Tú y yo ya nos conocemos bien.

—Mira esta casa, este jardín. ¿Qué es, sino madera, cristal, unos pocos árboles, media docena de arbustos? Pero, ¿sabes tú lo que todo ello significa para mi padre?

—¿Respetabilidad burguesa?

—Justo.

Él rió.

—¡Dios, qué comparación! Tanto queréis coincidir que acabáis siendo disidentes. No hay en toda la calle una casa tan bien conservada como la de tu padre. Y te aseguro que un detenido examen pélvico no descubriría tampoco en ella un ejército de vírgenes de veinticuatro anos. Pensáis que tenéis que comportaros mejor que todos esos blancos cuando conseguís por fin penetrar en su mundo, ¿no es eso?

—No estamos tratando de coincidir con nadie. Pensamos que muchos blancos están perdiendo mucho que antes tenían y que era muy valioso. Lo que nosotros queremos es adquirirlo —dijo ella, cogiéndole un cigarrillo del bolsillo.

Spurgeon encendió una cerilla. A la luz de la tenue llamita, el rostro africano de ella le hizo temblar la mano y la cerilla se apagó, pero la punta del cigarrillo relucía ya al darle ella una chupada.

—Escucha —dijo—, pensaste que la niña era hija mía, ¿no es cierto? Bueno, pues no ibas muy descaminado: es de mi hermana, de mi hermana soltera Janet.

—Ya me lo dijo tu madre, pero no me dijo que no tenía marido.

—No tiene marido. ¿Te acuerdas de cómo era Lena Horne de joven? Pues añádele una especie de… felicidad salvaje y así es mi hermana menor.

—¿Y por qué no me la habéis presentado?

—Viene a casa de vez en cuando. Entonces juega con la niña, como si también ella fuera niña todavía, pero no como una madre. Dice que no se siente madre. Vive en Boston con una pandilla de hippies blancos.

—Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

—Janet dice que con ellos el color es lo de menos. Parece que no va a aprender nunca. El padre era un jugador de béisbol, allá, en Minneapolis, que vino a pasar aquí unas semanas con el equipo. Jugaba de defensa, y también con mi hermana.

—No es la primera chica que comete un desliz —dijo él, en voz baja.

—Pues debiera haber sabido que, para salvaguardar la democracia norteamericana, los jugadores de béisbol no salen con chicas negras. Cuando el otro volvió a sus partidos de Minneapolis, ella ya había dejado de tener la regla —apagó el cigarrillo, aplastando la punta—; Janet hubiera mandado a la niña a cualquier parte, pero mi padre es un tipo la mar de raro. Se hizo cargo de Hormiguita, rehusó poner pleito al jugador de béisbol y le dio a la niña su apellido. Miró a la cara a todos sus vecinos blancos y les desafió a que le dijeran que su familia era precisamente lo que él había estado trabajando toda su vida por quitarse de encima. Que yo sepa, nadie le ha dicho una palabra. Pero mi padre, toda una parte de él…

Spurgeon la cogió en sus brazos.

—Siempre ha sido su preferida —le dijo, contra su hombro—; él no lo confiesa, pero es así.

—Hija, tampoco tú puedes tratar de convencer a tu padre viviendo como una monja —dijo él.

—Spur, esto que te voy a decir te va a echar de aquí a escape, seguro, pero te lo voy a decir de todas formas. Mi padre se pasa el día conteniendo el aliento sólo de pensar que lo nuestro puede ser serio, que puedes pedirme que me case contigo. Un yerno negro que es médico, ¡santo Dios!

Él le acarició la espalda con la palma de la mano.

—No creo que esto me eche de aquí.

Esta vez, al besarla, ella le devolvió el beso.

—Pues quizá debiera —dijo, sin aliento, Dorothy—. Quiero que me prometas una cosa.

—¿Qué?

—Que si alguna vez… pierdo el control de mí misma… quiero que me jures…

Sólo se sintió exasperado un momento, y luego tuvo que contenerse para no echarse a reír.

—Cuando te cases, tu marido te recibirá entera, con sello y todo —le dijo, con seriedad.

Luego echó hacia atrás la cabeza, riendo como un loco poniendo a Dorothy enfadadísima y despertando a sus padres. Mr. Williams se presentó en batín y zapatillas, y Spurgeon vio que dormía con ropa interior larga. Su madre apareció pestañeando y murmurando y sin la dentadura postiza. «Mrs. Williams estaba empezando a aceptarle como uno más de la familia», pensó Spurgeon. Le hizo chocolate caliente antes de volverse a la cama, pero su risa había despertado también a Hormiguita, y cuando la niña comenzó a llorar la vieja le riñó por meter demasiado ruido y ser tan poco considerado.

Cuando volvió al hospital ya eran más de las dos de la madrugada. Mientras se encaminaba hacia su cuarto, comprobó el estado de algunos pacientes, entre ellos Macmillan. Encontró al gordo policía gimiendo y febril. Su temperatura era de 39 grados y el pulso había llegado a cien.

—¿Vio a este paciente el doctor Potter esta noche? —preguntó a la enfermera.

—Sí. Se ha estado quejando de molestias. El doctor Potter dijo que es demasiado sensible al dolor. Encargó cien miligramos de demerol —añadió, apuntándolo en el diagrama.

Other books

Murder in the Latin Quarter by Susan Kiernan-Lewis
Window of Guilt by Spallone, Jennie
Ironic Sacrifice by Brooklyn Ann
Gambit by Stout, Rex
Queen of This Realm by Jean Plaidy
The Urn Carrier by Chris Convissor
Legacy of the Highlands by Harriet Schultz
Enzan: The Far Mountain by John Donohue