El Comite De La Muerte (26 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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Él asintió y sonrió. Luego se quedó dormido.

Cuando despertó, estaban cruzando el puente de Sagamore.

—¿Dónde demonios estamos?

—Teníamos hechos los planes —respondió ella—. Me parece una lástima volver a casa sin más y quedarnos sin vacaciones.

—Pero, ¿a dónde vamos?

—A un sitio que yo conozco.

Se quedó callado y dejó que siguiera conduciendo. Cuarenta y cinco minutos después se hallaban en Truro, a juzgar por el letrero que su coche iluminó fugazmente al pasar de la carretera 6 a la de Cabo Cod, dos surcos de arena blanca separados por un intervalo de hierba alta. Subieron por un montículo, y a la derecha, muy por encima de ellos, un dedo móvil de luz surcaba, al borde del mar, el cielo negro. El ruido del oleaje les sorprendió de pronto, como si alguien lo hubiese conectado sin previo aviso.

Ella había aminorado considerablemente la velocidad. Adam no sabía qué era lo que estaba buscando, pero, fuera ello lo que fuese, lo cierto es que acabó por encontrarlo, y volvió a sacar el coche de la carretera. No se veía nada, excepto negrura, pero cuando bajaron del coche Adam distinguió un macizo de oscuridad más sólida: un pequeño edificio.

Un edificio muy pequeño, una casucha, o una choza.

—¿Tienes llave?

—No hay llave —respondió ella—. Está cerrado por dentro. Entraremos por la entrada secreta.

Le guió hacia la parte trasera. Los pequeños pinos les desgarraban con dedos invisibles. Las ventanas estaban protegidas con tableros, comprobó Adam.

—Tira de los tableros —dijo ella.

Así lo hizo y los clavos salieron fácilmente, como si hubieran hecho y rehecho el mismo camino muchas veces. Gaby levantó la ventana y saltó como pudo sobre el alféizar.

—Cuidado con la cabeza —le dijo él.

Adam saltó también, cayendo sobre la litera superior. El cuarto era pequeño, en comparación del cual incluso su dormitorio del hospital parecería espacioso. Las literas de madera, toscamente hechas, ocupaban la mayor parte del espacio, no dejando más que una especie de pasillo para ir a la puerta. La iluminación consistía en bombillas desnudas, que se encendían tirando de cordeles. Había otras dos estancias idénticas a la que les había servido de acceso; un cuarto de baño minúsculo, con ducha, pero sin bañera y un cuarto para todo, con utensilios de cocina, una mecedora renqueante y un sofá, lleno de abolladuras, devorado por las polillas. La decoración era la clásica del Cabo Cod: conchas de almejas a modo de ceniceros, una langostera que hacía las veces de mesita, erizos de mar y una estrella de mar en la repisa de la chimenea, una caña de pescar en un rincón y, en otro, una cocinilla de gas que Gaby manipuló y encendió con gran pericia.

Adam seguía allí, tambaleándose.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó.

Ella le miró y por primera vez se dio cuenta de lo fatigado que estaba.

—Oh, Dios —dijo—. Adam, lo siento de verdad, créeme que lo siento.

Le llevó a una litera inferior, le quitó los zapatos, le cubrió tiernamente con una manta de lana que le hacia cosquillas en la barbilla, le dio suaves besos en el ojo que le cerraban los párpados, y le dejó solo, mientras él se sumergía en el sueño al ritmo del oleaje.

Finalmente, despertó al sonido de cuernos de niebla, como el rutar de estómagos gigantescos, el aroma y el chasquido de comida que está friéndose, y la sensación de estar viajando como emigrante impecune en un barco muy pequeño. Una neblina humosa había dejado la ventana tan ciega como los ojos de un topo.

—Pensé que despertarías tarde —dijo ella, friendo jamón—, pero me entró tal hambre que tuve que ir a la tienda del camping a por comida.

—¿De quién es esta choza? —preguntó él, dominado aún por vagos temores de que la policía pudiera detenerle.

—Es mía. Me la dejó mi abuela en un pequeño fideicomiso que hizo antes de morir. No te preocupes, somos la legalidad misma.

—Santo Dios, eres una heredera.

—Hay agua caliente de sobra. El calentador es bueno —dijo ella, con orgullo—, y en el armario encontrarás pasta dentífrica.

La ducha le devolvió su entusiasmo, pero el contenido del armario del cuarto de baño le dejó de nuevo un poco deprimido. Había algo que al principio le había parecido un gorro para la ducha, pero que resultó ser una lavativa; además, vio una serie de frascos con pastillas y líquidos para la nariz y los ojos, aspirinas y calmantes de diversas clases, y una verdadera colección de vitaminas y píldoras y medicinas sin marbete, el tesoro de un neurótico aficionado a toda clase de indulgencias médicas.

—¡Dios! —exclamó, con irritación, al salir—. ¿Quieres hacerme un favor?

—¿Qué?

—Tirar toda esa… basura que tienes en el armario.

—Si, doctor —dijo ella, con excesiva mansedumbre.

Desayunaron melocotones en lata, jamón y huevos y maíz congelado, que se pegaba a la tostadora y hubo que comerlo desmigado.

—Haces café mejor que nadie —dijo él, ya de mejor humor.

—Es que conozco la cafetera como si fuera yo misma. Viví aquí sola un año entero.

—¿Un año? ¿El invierno entero, quieres decir?

—Sí, sobre todo el invierno. En tales circunstancias, ya comprenderás que una taza de café puede llegar a ser un verdadero salvavidas.

—¿Y por qué querías estar sola?

—Pues te lo diré. Un hombre me abandonó.

—¿De verdad?

—Como lo oyes.

—Hace falta ser bestia.

Ella sonrió.

—Gracias, Adam, eso me gusta.

—No, lo digo de verdad.

—Bueno, en fin, el hecho es que encima de mi situación paterna, que ya ves lo mucho que deja de desear porque lo has visto con tus propios ojos, me vi metida en esa tragedia emocional. Me dije que lo que le fue bien a Thoreau le iría bien a cualquiera
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, de modo que cogí unos libros y me encerré aquí para poner mis ideas en orden y encontrarme a mí misma.

—¿Y lo conseguiste? Quiero decir que si te encontraste a ti misma.

Ella vaciló un momento.

—Creo que sí.

—Pues tienes suerte.

La ayudó a lavar los platos.

—Parece que estamos sitiados por la niebla —dijo Adam, mientras ponían en orden la vajilla.

—No, nada de eso. Ponte una chaqueta, quiero enseñarte una cosa.

Salieron de la choza y ella le guió por un camino casi completamente cubierto de baja y tupida vegetación. Adam vio bayas de laurel y algún que otro ciruelo de playa, sin hojas. La niebla era tan densa que sólo veía el camino que pisaba y el suave cimbreo de los pantalones largos y ajustados que tenía delante de los ojos.

—¿Sabes a dónde vamos?

—Sabría ir con los ojos cerrados. Cuidado; a partir de ahora hay que ir despacio. Ya casi hemos llegado.

Parecía un precipicio vertical. Se hallaban al borde de un abismo que caía sobre el mar; la niebla era como un muro delante de ellos, pero, a sus pies, estaba el vacío, un vacío de niebla maciza, y su imaginación le dijo a Adam que era aterrador, una copia exacta del abismo de treinta metros que él solía saltar por dinero en el espectáculo acuático de Benson.

—¿Es profundo? ¿Y muy empinado?

—Empinadísimo y muy hondo. Asusta a la gente que lo ve por primera vez, pero no hay peligro. Yo bajo al fondo dejándome resbalar sobre el trasero.

—¡Menudo vehículo!

Gaby sonrió, aceptándolo como un piropo. Mientras Adam se ponía en cuclillas, nervioso, a poca distancia de él, Gaby, con los ojos cerrados y husmeando la niebla fría y salada, agitaba los pies sobre el borde del abismo.

—Te encanta —acusó él.

—La costa cambia constantemente, pero siempre sigue siendo la misma de cuando mi abuelo hizo construir la choza para mi abuela. Hay un corredor de fincas en Provincetown que no hace más que ofrecerme una gran cantidad de dinero por este sitio, pero yo quiero que mis hijos lo sigan viendo como es ahora, y también mis nietos. Es parte del «Patrimonio Nacional Costero John F. Kennedy», de modo que aquí no se puede edificar, pero el océano está siempre mordisqueando la tierra, a razón de unos centímetros al año. Dentro de cincuenta años o así, el acantilado habrá retrocedido casi hasta donde está la casa. Tendré que mandarla retirar o el Océano la engullirá.

A Adam le parecía que estaban suspendidos en la niebla. Muy debajo de ellos el mar rugía y silbaba. Adam escuchó y movió la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—La niebla; es como una atmósfera extraña.

—No tanto cuando se está en tierra. En el mar sí es extraña. Es casi una experiencia mística —dijo Gaby—. Cuando yo vivía aquí, a veces ni siquiera me molestaba en ponerme traje de baño y me iba a bañar entre la niebla. Era algo indescriptible, como si una formara parte del mar.

—¿Y no era también peligroso?

—Se oye el oleaje incluso desde lejos. Le dice a uno dónde está la tierra. Un par de veces… —se interrumpió, indecisa, y luego, como quien toma una decisión, prosiguió—, un par de veces nadé mar adentro, pero no tuve el valor de seguir adelante.

—Gaby, ¿y por qué querías seguir adelante? —Detrás de ellos, en la niebla, se oyó el chillido de una codorniz—. ¿Es que tanto te importaba ese hombre que te abandonó?

—No, no era un hombre, era un muchacho. Pero yo estaba…, pensaba que iba a morirme.

—¿Por qué?

—Tenía dolores que me atormentaban. Partes insensibles, agotamiento general. Los mismos síntomas de mi abuela al morir.

Ah. En aquel relato, la colección de medicinas que había en el armario cobró de pronto una importancia patética.

—Parece un caso clásico de histeria —dijo él, con suavidad.

—Si, claro, es lo que era —Gaby hizo pasar un puñado de arena por entre sus dedos—. Sé perfectamente que soy una hipocondríaca, pero entonces estaba convencida de que una terrible enfermedad iba a quitarme la vida. Y estar convencida de que una tiene esta especie de enfermedad puede ser igual de malo que tenerla. Créame, doctor.

—Ya lo sé.

—Me figuraba que nadar era como un intento de salir al encuentro de lo que temía, un intento de acabar de una vez.

—Dios, pero, ¿por qué viniste aquí? ¿Por qué no fuiste a ver a un médico?

Ella sonrió.

—Fui a ver a médicos y más médicos. Pero no creía una palabra de lo que me decían.

—¿Y les crees ahora cuando te dicen que estás bien?

—Sí, la mayor parte de las veces.

—Vaya, me alegro —dijo él.

No sabía por qué, pero le daba la impresión de que le estaba mintiendo.

En torno a ellos la niebla parecía relucir. Por encima de sus cabezas comenzó a extenderse una luz.

—¿Y qué les parecía a tus padres que estuvieses tú viviendo aquí sola?

—Mi madre acababa de volverse a casar. Estaba… muy ocupada. Me mandaba alguna que otra carta. Mi padre no me envió ni una sola tarjeta postal. —Movió la cabeza—. La verdad es que es una mala persona, de verdad, Adam.

—Gaby… —empezó Adam, tratando de dar con la palabra exacta—. A mi no me cae simpático, pero todos tenemos nuestras debilidades, cada uno a su manera. Sería un hipócrita si dijese que le condeno. Estoy seguro de que yo también he hecho las mismas cosas por las que le tienes antipatía.

—No.

—He vivido solo casi toda mi vida, y he conocido a muchas mujeres.

—No me entiendes. Nunca me ha dado nada. Nunca me ha dado nada de sí mismo, quiero decir. Pagaba mis gastos de la Universidad, y luego se tumbaba a la bartola y esperaba que yo me sintiese agradecida, como es debido.

Adam no dijo nada.

—Me da la sensación de que tú te pagaste, trabajando, tus propios gastos en la Universidad.

—Estudié gracias al tío Vito.

—¿Tío tuyo?

—Yo he tenido tres tíos: Joe, Frank y Vito. Joe y Frank eran como toros, trabajaban en las fábricas de acero. Vito era alto, pero enfermizo. Murió cuando yo tenía quince años.

—¿Y te dejó dinero?

Adam rió.

—No. No tenía dinero que dejar. Era toallero de la sucursal del barrio de East Liberty de la YMCA
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.

—¿Qué es un toallero?

—¿No has estado nunca en un cuarto de baño de la YMCA?

Ella sonrió y movió negativamente la cabeza.

—Pues el que reparte las toallas, como el nombre mismo lo dice. Y, entre otras cosas, aprieta el botoncito que permite a la gente entrar en la piscina. Todos los días, después del colegio y de repartir mi tanda del Pittsburgh Press, yo solía ir a la calle de Whitfield, y Vito me dejaba pasar a la piscina. Cuando descubrieron que no estaba pagando cuota como los demás, yo ya conocía a todo el mundo, y me dieron una beca del club de repartidores de periódicos. Un entrenador de la YMCA se interesó por mí, y cuando cumplí los doce años ya era yo nadador y buceador formidable. Tanto buceaba, que atrapé una infección en la oreja, y por eso a veces oigo un poco mal, como habrás notado.

—Pues no me había dado cuenta. ¿Eres sordo?

—Sólo un poco. De la oreja izquierda. Lo justo para que no me admitieran en el ejército.

Ella le tocó la oreja.

—Pobre Adam, ¿te molestaba mucho cuando crecías?

—La verdad es que no. En la escuela secundaria yo era el campeón de buceo de la YMCA y pasé cuatro años en la Universidad gracias a una beca completa de atletismo, como miembro del equipo de natación. Luego, mi primer curso de Medicina me encontró de nuevo pobre como las ratas. Para ganar dinero con que comer y dormir me dediqué a recoger ropa y entregarla por la mañana, por cuenta de una lavandería mecánica, a todos los dormitorios. Por las noches hacía el mismo trayecto, sólo que repartiendo bocadillos.

—Me habría gustado conocerte entonces —dijo ella.

—No habría tenido tiempo de hablarte. Al cabo de una temporada tuve que renunciar a los dos trabajos, el de la ropa y el de los bocadillos, porque los estudios requerían todo mi tiempo. Pasé dos cursos trabajando en una casa de comidas a cambio de la manduca y pedía prestado a la Universidad para pagarme el cuarto. Aquel primer verano hice de camarero en un hotel, en los Poconos. Tuve amoríos con una de las huéspedes, una griega rica casada con un hombre que no quería divorciarse, presidente de una cadena de tiendas. Vivía en la Colina de Drexel, no lejos de donde había ido yo al colegio, en Filadelfia. Estuvimos juntos todo el tiempo, durante casi un año.

Ella le escuchaba, sentada y en silencio.

—Y no eran sólo amoríos. A veces me daba dinero. De esa forma pude dejar de trabajar. Me llamaba por teléfono y yo iba a su casa y después solía meterme un billete en el bolsillo. Un billete grande.

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