La invasión de la Bahía de Cochinos le sacó desagradablemente de su letargo. Oyó las primeras noticias en una radio portátil, en la sección de mujeres de la cuadra. El informe era optimista sobre las posibilidades de éxito de la invasión, pero poco completo, y daba poquísimos datos, excepto que el desembarco había tenido lugar en la Bahía de Cochinos.
Rafe la recordaba bien. Un lugar costero de veraneo al que sus padres solían llevarle de pequeño. A lo largo de la orilla, todas las mañanas, mientras sus padres dormían, él y Guillermo acopiaban grandes cantidades de tesoros marinos y piedrecitas blancas y pulidas, como huevos de ave petrificados.
A cada programa las noticias eran peores.
Trató de telefonear a Guillermo en Miami, aunque sin éxito; finalmente, consiguió dar con el tío Erneido.
—No hay manera de averiguar dónde está. Está allá, con los demás, en algún sitio. Al parecer, la cosa va muy mal. Este maldito país, que se decía nuestro amigo…
El viejo no pudo seguir.
—Llámame en cuanto sepas algo —dijo Rafe.
Pocos días después fue posible reconstruir parte de la tragedia y adivinar el resto: la enormidad de la derrota, la magnitud de la falta de preparación de la brigada invasora, lo anticuado del armamento, la falta de apoyo aéreo, la arrogante ineficiencia de la CIA, la evidente angustia del joven Presidente norteamericano, la ausencia de «marines» precisamente cuando más falta hacían.
Rafe se pasó bastante tiempo imaginándose lo que debió de haber sido aquello: con el mar a la espalda y el pantano y la milicia de Fidel Castro, con armas soviéticas, por todas partes. Los muertos, la falta de medios con que atender a los heridos.
Andando despacio por el hospital vio algunas cosas por primera vez en su vida.
Un resucitador, un marcapasos.
Una máquina succionadora.
Camas que ofrecían calor y reposo a los pacientes aturdidos.
Las fantásticas salas de operaciones, la gran cantidad de gente.
Dios, el banco de sangre. Y todos los Meomartino tenían tipos de sangre poco frecuentes.
Nunca había ocultado que era cubano. Varios de sus colegas y unos pocos pacientes le murmuraron palabras de ánimo, pero la mayor parte tendía a evitar el tema. En varias ocasiones notó que la conversación cesaba en un ambiente de súbita culpabilidad en cuanto él se incorporaba al grupo.
De pronto, se dio cuenta de que podía dormir de noche; en cuanto se metía en la cama se sumía en el sueño hondo y anestésico del que busca la huida.
Un día de mayo, el pesado reloj de plata, con ángeles en la tapa, llegó por correo certificado como una bandera blanca del tío Erneido. La nota que lo acompañaba era concisa y breve, pero contenía varios mensajes:
Sobrino:
Como sabrás, este reloj familiar es parte de la herencia de la familia Meomartino. Ha sido conservado honorablemente por los que lo guardaron para ti. Guárdalo también tú de la misma manera, y ojalá lo pases a muchas generaciones de Meomartino.
No sabemos cómo murió tu hermano, pero tenemos información fidedigna de que se comportó bien en sus últimos momentos. Con el tiempo, trataré de averiguar más cosas.
No creo que tú y yo nos veamos en un futuro inmediato. Soy ya viejo y las energías que me quedan quiero emplearlas de la mejor manera posible. Confío y espero que tu carrera médica irá bien. No creo que vuelva a ver mi Cuba liberada. No hay suficientes patriotas con sangre de hombre en las venas para quitarle a Fidel Castro lo que les pertenece a ellos por derecho propio.
Tu tío,
E
RNEIDO
P
ESCA
.
Puso el reloj en su mesa de trabajo y se fue al hospital. Cuando volvió, cuarenta horas más tarde, y abrió el cajón, el reloj seguía allí, esperándole. Lo miró y luego cerró el cajón, se puso el abrigo y salió de la pensión. Fuera, la tarde estaba indecisa entre el fin de la primavera y el comienzo del verano, con nubes cargadas de lluvia al acecho. Anduvo por las aceras de Boston, manzana tras manzana, largo tiempo, al calor de la tarde.
En la calle de Washington, sintiéndose con hambre, lo que le sorprendió súbitamente, entró en un bar, a la sombra del ferrocarril elevado. El «Herald-Traveler» estaba a una manzana de distancia. Era una buena taberna, un bar de obreros lleno de periodistas que comían o bebían, algunos de ellos con sombreros de papel de periódico para no mancharse el pelo de tinta y de grasa.
Se sentó en la barra y pidió una chuleta de ternera a la parmesana. Un televisor, situado sobre el espejo, vomitaba noticias, los últimos comentarios sobre la catástrofe de la Bahía de Cochinos.
Pocos de los invasores habían podido ser evacuados.
Gran número de ellos había muerto.
Prácticamente, todos los supervivientes habían sido hechos prisioneros.
Cuando le sirvieron la chuleta no se molestó siquiera en cortarla.
—Un whisky doble.
Y luego se tomó un segundo, lo que le hizo sentirse mejor, y un tercero, lo que le hizo sentirse muy mal. Deseoso de aire, dejó un billete sobre la caoba y salió, cansinamente.
El nuevo cielo nocturno era bajo y negro, y el viento como una serie de toallas húmedas que llegase incansablemente del mar. Buscó refugio en un taxi que paró a su lado.
—Lléveme a cualquier buen bar. Y espere, por favor.
La Plaza del Parque. El bar se llamaba «Las Arenas». La luz era suave, pero los whiskies los servían indudablemente sin una gota de agua. Cuando salió, el taxi seguía allí, como un corcel fantasmal que le llevaba al galope, con el taxímetro también en marcha, a los palacios placenteros e iluminados por el neón de los vivos. Fueron hacia el Norte, deteniéndose con frecuencia Al bajar ante un bar de la calle de Charles, agradecido por tanta fidelidad, Rafe dio un billete al taxista, no dándose cuenta de su error hasta que el taxi ya estaba lejos.
Cuando salió del bar de la calle de Charles todos los objetos le parecían borrosos, algunos más brillantes que otros. El viento era allí áspero y húmedo. La lluvia tamborileaba y silbaba contra la acera, a sus pies. Su ropa y su pelo lo aceptaron hasta que ya no pudieron más y comenzaron a chorrear como el resto de las cosas. La lluvia, dura y fría, le mordía en el rostro, haciéndole sentirse inexplicablemente enfermo, con náuseas.
Pasó junto al Hospital Óptico de Massachusetts y entrevió también los perfiles húmedos del Hospital General de Massachusetts. Se sentía incierto sobre el momento exacto en que su humedad interior había entrado en contacto con la exterior, pero de pronto se dio cuenta de que hondo, muy hondo, en su interior, estaba llorando.
Por sí mismo, sin duda.
Por el hermano a quien había odiado tanto y al que nunca vería ya más.
Por su madre muerta
Por el padre apenas recordado.
Por el tío perdido.
Por los días y los lugares de su niñez.
Por el repulsivo mundo.
Había llegado ya a la especie de dosel iluminado, fuera del refugio, también iluminado, donde las fuentes artificiales salpicaban contra la lluvia.
—Fuera de aquí —dijo el portero del Charles River Park, en tono de silenciosa amenaza.
Se hizo a un lado para dejar pasar a dos mujeres, que olían a rosa machucada. Una de ellas subió al taxi. La otra se volvió hacia él y alargó la mano, como para tocarle.
—¿Doctor? —dijo, como incrédula.
Recordándola, pero sin identificarla, trató de hablar.
—Doctor —dijo ella—, no recuerdo su nombre, pero nos conocimos en la cafetería del Hospital General. ¿Se encuentra usted bien?
—Soy un cobarde —dijo, pero no se le oyó.
—Elizabeth —gritó la otra chica desde el taxi.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó ella.
Ahora, la otra chica se había apeado del taxi.
—De todos modos, ya llegamos tarde —dijo.
—No llore —dijo Elizabeth—, por favor.
—Elizabeth —dijo la otra chica—, pero, ¿qué diablos estás haciendo?
Liz Bookstein le pasó el brazo por la cintura y comenzó a guiarle hacia el hotel, bajo el dosel, sobre la alfombra roja, de color de sangre.
—Diles que no pude ir —dijo, sin volver la cabeza.
—Deje eso —cortó ella.
Rafe se sentó en la silla, y ella entonces se le acercó, descalza.
—No se excuse por ser un hombre capaz de llorar —le dijo.
Entonces Rafe lo recordó todo. Fue como un relámpago de memoria, y cerró los ojos. Los dedos de ella le tocaron la cabeza, y él se levantó y la estrechó fuertemente entre sus brazos, sintiéndola llena de palmas cálidas y dedos alargados contra su espalda desnuda. Elizabeth tenía que advertirlo a través de la toalla, pero a pesar de ello no se apartaba.
—Lo único que quería era salvarle de la lluvia.
—No lo creo.
—Me conoce tan bien que me pregunto si no será usted el hombre que llevo tanto tiempo buscando.
—¿Buscando? —dijo él, con tristeza.
—¿No es usted sudamericano? —preguntó ella al cabo de unos momentos.
—No, cubano.
—¿Por qué tendré que estar siempre mezclándome con grupos minoritarios? —se preguntó, con el rostro contra su pecho.
—Yo creo que quizá sea porque tu tío es tan malintencionado a ese respecto.
Levantó el rostro y Rafe descubrió que iba a tener que bajar la cabeza para besarla en la boca, que ya estaba abierta y móvil. Con manos torpes fue desabotonando los botones de la espalda del arrugado vestido. Cuando finalmente renunció a la tarea y ella se apartó para desabotonarlos por sí misma, las prendas de vestir fueron cayendo una a una sobre la alfombra azul. Sus pechos, ahora libres, eran pequeños, pero ya estaban bien desarrollados, de hecho un poco demasiado maduros. Llevaba medias de color de canela en los pies bien formados y gordezuelos y en las piernas esbeltas, pero musculosas -¿jugaría al tenis, tal vez?-, y tenia unos rollizos muslos.
A pesar de todo, pocos momentos después comprobó, con horror, que todo ocurría como la noche anterior, cuando, hambriento, había pedido una comida que tuvo que dejar intacta.
La primera vez que despertó la vio, a la luz tenue de la lámpara, sentada, durmiendo, en una silla junto a la cama, todavía con el vestido puesto, pero la faja, las medias y los zapatos, quitados, en el suelo, y los pies desnudos recogidos bajo las piernas, como para protegerlos del frío. La segunda vez vio el gris claro de la aurora invadir el cuarto, y a ella ya despierta, mirándole con aquellos ojos que ahora recordaba sin dificultad, no sonriendo o hablando, simplemente mirándole. Poco después, sin querer, volvió a dormirse. Cuando despertó completamente, el sol de la media mañana entraba a chorros por las ventanas, y ella seguía en la misma silla, aún con el vestido de noche, la cabeza caída a un lado extrañamente indefensa y muy bella durmiendo. No recordaba haberse desnudado, pero cuando bajó de la cama vio que estaba desnudo. Para complicar más las cosas tenia una tremenda erección fálica y se metió a toda prisa en el cuarto de baso. No sabia beber, reflexionó, mientras se purgaba el cuerpo de venenos.
Hay un cepillo de dientes nuevo en el armario.
Gracias.
Lo vio junto a una máquina de afeitar, lo que le desconcertó hasta que se dijo que sería de ella, para afeitarse las piernas. En la ducha, descubrió que el jabón estaba impregnado de olor a rosas trituradas, pero se encogió de hombros y accedió a convertirse en sibarita. Se permitió el lujo de un buen afeitado, y luego, cuando hubo terminado con la toalla, abrió un poquitín la puerta.
—¿Me quiere dar la ropa?
—Estaba muy sucia. La mandé a limpiar, todo menos los zapatos. En seguida lo traen.
Se ciñó la toalla húmeda a la cintura y salió del cuarto de baño.
—Vaya, ahora tiene mejor aspecto.
—Ciento haberle quitado la cama —dijo—. Anoche, cuando me vi…
—No te preocupes —le dijo ella, finalmente, apartándole con suavidad, hasta que volvió a yacer sobre el colchón con los ojos cerrados, mientras los muelles rechinaban cuando, luego, se levantó.
Era habilidosa.
Muy poco después, al abrir los ojos, vio que el rostro de Elizabeth cubría todo su universo, un rostro muy serio, como el de una niña afanándose en resolver un problema; se percibía un conato de reluciente sudor en la parte en que las ventanillas se abrían a ambos lados de la nariz cruel y curva. Los ojos, grises, eran muy grandes; los iris, de un azabache silvestre, y las pupilas, cálidas y líquidas, omniabsorbentes. Sus ojos se agrandaban, unciéndose a los suyos y atrayendo su mirada, hasta que, por fin, penetró en ella, hondo, hondo, con una ternura que era extraña y nueva.
«Quizá, Dios —pensó Rafe, brevísimamente—, un momento muy extraño, bien es verdad, para sentirse religioso».
Meses más tarde, cuando pudieron, por primera vez, disecar con palabras aquella mañana, mucho antes de que ella volviera a inquietarse y él a sentir que su amor se le escapaba como arena por entre los dedos, Elizabeth le dijo que se había sentido avergonzada de su experiencia, triste por no haber podido ofrecerle la dádiva de la inocencia.
—Y eso, ¿quién lo puede? —había preguntado él, a su vez.
Ahora, el ruido gimiente del aire por las tuberías se convirtió en silbido hueco. Asqueado, Meomartino renunció a concentrar su atención en los papeles que tenía ante sí y apartó la silla de la mesa de trabajo.
Peggy Weld apareció en la puerta, con los ojos enrojecidos y el rostro sin maquillar. ¿Se le habrá desleído el tinte?, pensó él.
—¿Cuándo quiere extraerme el riñón?
—No lo sé con exactitud. Hay mucho trabajo preliminar. Exámenes médicos y cosas así.
—¿Quiere que me mude al hospital?
—A su debido tiempo, pero todavía no hace falta. Ya se lo diremos.
Ella asintió.
—Lo mejor es que olvide lo que le dije de llamarme al hotel. Voy a quedarme en Lexington con mi cuñado y los niños.
«Sin maquillaje, estaba infinitamente más guapa», pensó Meomartino.
—Pondremos manos a la obra —dijo.
SPURGEON ROBINSON
Spur existía en el centro exacto de una familiar isla desierta que iba con él a todas partes. Algunos de sus pacientes parecían agradecidos por su ayuda, pero él sabia que otros no conseguían apartar la mirada de la piel púrpura de sus manos en contraste con la piel clara de ellos. Una dama polaca, ya anciana, le apartó tres veces los dedos de su vientre arrugado, hasta dejarle, por fin, palparle el abdomen.