El comendador Mendoza (7 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: El comendador Mendoza
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La amiga de Lucía vivía en la casa inmediata, Un muro separaba los patios de una casa y otra. A la hora convenida, en punto de las nueve y media, pronta ya Lucía para salir y con su tío al lado, gritó desde el patio, al pie del muro:

—Clara (así se llamaba Clori en la vida real), ¿estás ya lista?

No se hizo aguardar la contestación.

Oyose primero la voz de una criada que decía:

—Señorita, señorita, Doña Lucía está llamando a su merced.

Un momento más tarde sonó en el patio contiguo una voz argentina y simpática, que respondía:

—Allá voy; sal a la calle; ¿para qué he de entrar en tu casa?

Salieron D. Fadrique y Doña Lucía, y hallaron ya a Doña Clara en la puerta.

El Comendador, a pesar de sus distracciones, miró a Doña Clara con extraordinaria curiosidad. Era una niña de poco más de diez y seis años. El color de su rostro, de un moreno limpio, teñido en las mejillas y en los labios del más fresco carmín. La tez parecía tan suave, delicada y transparente, que al través de ella se imaginaba ver circular la sangre por las venas azules. Los ojos, negros y grandes, estaban casi siempre dormidos y velados por los párpados y las largas y rizadas pestañas; si bien, cuando fijaban la mirada y, se abrían por completo, brotaban de ellos dulce fuego y luz viva. Todo en Doña Clara manifestaba salud y lozanía, y, sin embargo, en torno de sus ojos, fingiéndolos mayores y acrecentando su brillantez, se notaba un cerco obscuro, como el morado lirio.

Era Doña Clara más alta que su amiga Lucía, bastante alta también, y, aunque delgada, sus formas eran bellas y revelaban el precoz y completo desenvolvimiento de la mujer. El cabello de Doña Clara era negrísimo, las manos y el pie pequeños, la cabeza bien plantada y airosa.

Ambas amigas iban vestidas de negro, con mantilla y basquiña, y algunas rosas en el peinado.

Lucía dijo a su amiga la indisposición de su madre, y que su tío el Comendador, recién llegado, de Villabermeja, las acompañaría en el paseo. Salvos los cumplimientos y ceremonias de costumbre, no hubo en la conversación nada memorable, hasta que los tres, que iban juntos, salieron de la ciudad y llegaron al campo.

La pequeña ciudad está por todas partes circundada de huertas. Muchas sendas las cortan en diversas direcciones. A un lado y otro de cada senda hay una cerca de granados, zarzamoras, mimbres y otras plantas. En muchas sendas hay un arroyo cristalino a cada lado; en otras, un solo arroyo. Todas ellas gozan, en primavera, verano y otoño, de abundante sombra, merced a los álamos corpulentos y frondosos nogales, y demás árboles de todo género que en las huertas se crían.

La tierra es allí tan generosa y feraz, que no puede imaginarse el sinnúmero de flores y la masa de verdura que ciñen las márgenes de los arroyos, esparciendo grato y campestre aroma. Campanillas, mosquetas, violetas moradas y blancas, lirios y margaritas abren allí sus cálices y lucen su hermosura.

El sol radiante, que brilla en el cielo despejado y dora el aire diáfano, hace más espléndida la escena. Increíble multitud de pájaros la anima y alegra con sus trinos y gorjeos. En Andalucía, huyendo de la tierra de secano, buscando el agua y la sombra, se refugian las aves en estos oasis de regadío, donde hay frescura y tupidas enramadas.

Tales eran los sitios por donde paseaba el Comendador con las dos bonitas muchachas. Apenas salieron de la población, tomaron la senda que llaman
del medio
. Ellas cogían flores, se deleitaban oyendo cantar los colorines o reían sin saber de qué. El Comendador meditaba, sentía gran bienestar, gozaba de todo, aunque más tranquilamente que ellas.

Al llegar a sitio más ancho, no ya a otra senda, sino a un camino, los tres, que, por ser la senda casi siempre estrecha, habían ido uno en pos de otro, se pusieron en la misma línea. Clara estaba en el centro. Lucía dijo entonces, dirigiéndose a su tío:

—Vamos, ya habrá satisfecho V. su curiosidad. Ésta es Clori. ¿No es verdad que merece haber inspirado el idilio?

Doña Clara, que si bien más moza que Lucía, era más reflexiva y grave, sintió que su amiga hubiese confiado a su tío aquel secreto, y no pudo reprimir las muestras de su disgusto, frunciendo el entrecejo, poniéndose más seria y tiñéndose al mismo tiempo de grana sus mejillas con la vergüenza y el enojo.

Nada dijo Doña Clara, a pesar de ello; pero Lucía advirtió su disgusto y prosiguió de esta suerte:

—No te ofendas Clarita. No me motejes de parlanchina. Mi tío me puso anoche entre la espada y la pared, y tuve que confesárselo todo. Tuve que disculparme y que disculpar a D. Carlos. A mi tío se le metió en la cabeza que él era el viejo rabadán y que yo era Clori. Además, mi tío es muy sigiloso y no dirá nada a nadie. ¿No es verdad tío?

—Descuide V., señorita —respondió el Comendador, encarándose con Doña Clara, que se puso más encarnada aún—: nadie sabrá por mí quién ha inspirado el idilio, que es, por cierto, precioso.

El Comendador advirtió que Clara se tranquilizaba, si bien no acertó, con la turbación, a pronunciar palabra alguna.

Doña Lucía continuó:

—¡Vaya si es precioso el idilio! Créame V., tío: desde Vicente Espinel hasta nuestra edad, Ronda no ha producido más ingenioso poeta que nuestro amigo D. Carlos de Atienza, ilustre mayorazgo de la mencionada ciudad, el cual vive en Sevilla con sus padres, trata de tomar en aquella Universidad la borla de doctor en ambos Derechos, y ahora descuida bastante los estudios por seguir a Clori, que, desde Sevilla, se ha venido aquí de asiento con su familia, a quien V. sin duda conoce.

—Sobrina, yo no sé si tengo o no la honra de conocer a la familia de esta señorita, cuyo apellido no me has dicho. ¿Cómo un forastero recién llegado ha de adivinar la familia de quien sólo sabe que se llama Clori en poesía y Clara en prosa?

—¡Ay, es verdad! ¡Qué distraída soy! No había yo dicho a V. cómo se llamaba mi amiga. Pues bien, tío: esta señorita se llama Doña Clara de Solís y Roldán. Y ahora, ¿qué dice V.? ¿Conoce V. o no conoce a su familia?

Al oír en boca de Lucía el nombre y apellidos de su amiga y la última inocente pregunta, el Comendador se estremeció, se turbó; el color rojo, que había teñido antes las mejillas delicadas de Clarita, se diría que había pasado con más fuerza a encender el rostro varonil de D. Fadrique, curtido por el sol de India y por los vientos de los remotos mares.

Lucía, sin advertir la turbación de su tío, siguió diciendo:

—Pero ¿qué digo a su familia? A la misma Clara es posible que V. la conozca, sólo que ya no se acuerda. Cuando era ella chiquirritita, tal vez cuando ella nació, estaba V. en Lima. Clara es limeña.

Dominándose al cabo el Comendador, contestó a su sobrina:

—Mal puedo acordarme y mal puedo haber olvidado a esta señorita, a quien nunca he visto. A quien sí he conocido y tratado mucho es a su señor padre; y también, a pesar de la vida retirada y austera que siempre ha hecho, tuve el gusto de tratar y ser amigo de mi señora Doña Blanca Roldán. ¿Cómo está su señora madre de V., señorita?

—Sigue bien de salud —contestó Doña Clara—; pero, entregada como nunca a sus devociones, apenas se deja ver de nadie.

—¿Y el Sr. D. Valentín, está bueno?

—Gracias a Dios, lo está, —dijo Clara.

—Se ha retirado ya de la magistratura —añadió Lucía—; ha heredado los cuantiosos bienes de su hermano el mayor, que murió sin hijos, y vive aquí, donde tiene sus mejores fincas, de que Clarita es única heredera.

Como una nueva oleada de sangre subió entonces a la cara del Comendador, enrojeciéndola toda. Reportándose luego, dijo de la manera más natural a su parlera sobrina:

—¿Con que esta señorita, además de ser tan guapa, es muy rica?

—Para estos lugares lo es. ¿No es verdad, tío, que es muy extraño que la quieran casar con don Casimiro? ¡Si viera V. qué viejo y qué feo está! Vamos, es ofender a Dios. Yo, si fuera el Papa, negaba la licencia que habrá que pedirle.

—Pues qué —exclamó D. Fadrique—, ¿son ustedes parientes tan cercanos?

—Don Casimiro Solís es el pariente más cercano que tiene mi padre, —contestó Clara.

—Sería su inmediato heredero si Clara no viviese, —añadió Lucía, que no dejaba por contar nada de cuanto sabía, cuando se hallaba entre personas, como Clara y su tío, que le infundían tanta confianza y cariño.

Don Fadrique no llevó adelante la conversación. Quedó callado y como pensativo y melancólico.

En silencio continuaron, pues, paseando hasta que llegaron al
nacimiento
. En mitad de un bosque de encinas y olivos, que pone término a las huertas, se alza un monte escarpado, formado de riscos y peñascos enormes, que parecen como suspendidos en el aire, amenazando derrumbarse a cada momento.

Higueras bravías, jaras de varias especies, romero y tomillo, musgo, retama y otras mil hierbas, plantas y flores, nacen en las hendiduras de aquellas peñas o cubren los sitios en que no está pelada la roca viva, y hallan alguna capa vegetal donde fijar y alimentar las raíces.

Los peñascos horadados abren paso a diversas grutas o cuevas en no pocos sitios del cerro, a cuyo pie, más bajo aún que el nivel del camino, están como socavadas las piedras, formando una gruta mayor y de más grande entrada que las otras. En el fondo de esta gruta, que se ve todo sin penetrar allí, brota de una grieta, sin hipérbole alguna, un verdadero río. Por eso se llama aquel sitio el nacimiento del río, o sencillamente
el nacimiento
.

El agua que mana de entre las peñas cae con grato estruendo en un estanque natural, cuyo suelo está sembrado de blanquísimas y redondas piedrezuelas. Por aquel estanque se extiende mansa el agua, creando y desvaneciendo de continuo círculos fugaces; más, a pesar de los círculos, son las ondas de tal transparencia, que al través de ellas se ve el fondo, aunque está a más de vara y media de profundidad, y en él pueden contarse las guijas todas.

En la margen del pequeño lago crecen juncos, juncia, berros y otras plantas acuáticas.

El estanque o lago llena la gruta y se dilata buen espacio fuera de ella, reflejando el ciclo en su cristal. A derecha y a izquierda hay dos acequias, por donde el agua corre, dividiéndose después en infinitos arroyuelos, y yendo a regar las mil y quinientas huertas que hacen del término de aquella pequeña ciudad un verde y florido paraíso.

Como todo por aquellas cercanías es terreno quebrado, el agua baja a las hondonadas con ímpetu brioso: a veces se precipita en cascadas, y a veces pone en movimiento aceñas, batanes y martinetes. No obstante, cerca del nacimiento el agua va por tierra llana, con sosegada corriente y apacible murmullo, sin que haya ruido mayor en aquella amena soledad que el que produce el nacimiento mismo; el golpe del agua que brota de la peña y cae dentro de la gruta.

A la orilla del estanque rústico hay varios sauces, y, junto al tronco del más alto y frondoso un poyo o asiento de piedra. Allí estaba sentado el poeta rondeño D. Carlos de Atienza cuando llegaron el Comendador, su sobrina y Doña Clara.

Don Fadrique, como si anhelase apartar de sí tristes y enojosos pensamientos, impropios de su carácter y risueña filosofía, se pasó la mano por la frente, y creyendo que recobraba su serena y alegre condición, dijo en voz alta:

—Hola, ilustre poeta, ¿qué nuevo idilio compone V. en estas soledades?

Don Carlos se levantó del asiento, y yendo hacia los recién venidos, dijo:

—Buenos días, Sr. D. Fadrique. Beso los pies de Vds., señoritas.

El Comendador le allanó el camino para que se viniese con él y con las niñas y los acompañase un rato en el paseo. Habló a D. Carlos de sus estudios, le ponderó lo mucho que le agradaba la poesía, le encomió el idilio y se le hizo repetir.

No podía haber dado mayor gusto a D. Carlos, ni mayor satisfacción de amor propio; porque, como todos los que escriben, han escrito o escribirán versos en el mundo, era D. Carlos aficionadísimo a recitarlos en presencia de un benévolo y discreto auditorio, y siempre se inclinaba a calificarle de discreto, con tal de que fuese benévolo.

Don Fadrique miró con disimulo, pero con mucha atención, a Clarita mientras que D. Carlos recitó el idilio. Si aun le hubiera quedado la menor duda de que Clara era Clori, la duda se hubiera disipado. A Clarita, valiéndonos de una expresión en extremo vulgar, si bien muy pintoresca, un color se le iba y otro se le venía mientras los versos duraron. Ya se ponía pálida, ya se cubrían de púrpura sus mejillas. Hasta cuando exclamó D. Carlos recitando:

«Pues ¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba

de amor?»

vio o imaginó ver D. Fadrique que los párpados de Doña Clara se contraían más de lo ordinario, como para recoger y ocultar indiscretas lágrimas, que ansiaban por brotar de los hermosos ojos.

Después de recitados los versos, D. Carlos, menos atrevido en prosa, apenas se acercó a Clara, y no le dijo palabra que todos no oyesen. Sólo con Lucía habló en voz baja y como en secreto.

Los cuatro se internaron, prosiguiendo el paseo y volviendo a la ciudad por otro camino, en medio de una frondosísima alameda. Allí Clara, o adelantándose o quedándose atrás y dejando al Comendador con su sobrina, hubiera podido hablar a su placer con D. Carlos; pero no parecía sino que le tenía miedo, que temblaba de oír su voz sin testigo, y que deseaba demostrar a los ojos del Comendador que no quería pertenecer a D. Carlos, sino a D. Casimiro. Ello es que en los lugares más agrestes, Clara no se apartaba del lado de D. Fadrique, como si temiese que saliese una fiera a devorarla y buscase en él su amparo y defensa.

¿Quién sabe lo que pasaba en aquellos instantes en el alma del Comendador? Lo cierto es que casi no se atrevía a hablar a Clara; pero de repente, en una ocasión en que D. Carlos y Lucía se adelantaron y se perdieron de vista entre los árboles, el Comendador detuvo a Clara, la contempló de un modo extraño y dulce, y tomando su semblante una expresión solemne y en cierto modo venerable, exclamó:

—¡Hija mía! Es V. muy buena, muy hermosa… inocente de todo; Dios bendiga a V. y la haga tan feliz como merece.

Y diciendo esto, alzó las manos como para bendecir a la muchacha, tomó su cabeza entre ellas y le dio en la frente un beso.

Clara halló, sin duda, muy raro todo aquello, fuera del uso y del estilo común; pero la cara de D. Fadrique estaba tan seria, y su expresión era tan simpática y noble, que, a pesar de las ideas con que personajes devotos habían manchado precozmente la conciencia de la niña, hablándole de pecados y faltas, Clara no pudo ver allí ningún atrevimiento liviano.

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