—Sí, sí —dijeron en coro casi todos los tertulianos—; que recite.
—Recitaré algo de Meléndez, —dijo el joven.
—No, de V. —replicó Lucía—. Sepa V., tío, —añadió dirigiéndose al Comendador—, que este señor es muy poeta y gran estudiante. Ya verá usted qué lindos versos compone.
—V. es muy amable, Srta. Doña Lucía. La amistad que me tiene la engaña. Su señor tío de V. va a salir chasqueado cuando me oiga.
—Yo confío tanto en el fino gusto de mí sobrina —dijo el Comendador—, que dudo de que se equivoque, por ferviente que sea la amistad que V. le inspire. Casi estoy convencido de que los versos serán buenos.
—Vamos, recítelos V., D. Carlos.
—No sé cuáles recitar que cansen menos, y que a V. que me fía, y a mí que soy el autor, nos dejen airosos.
—Recite V. —contestó Lucía—, los últimos que ha compuesto a Clori.
—Son largos.
—No importa.
Don Carlos no se hizo más de rogar, y con entonación mesurada y cierta timidez que le hubiera hecho simpático, aunque ya por sí no lo fuese, recitó lo que sigue:
El plácido arroyuelo
rompe el lazo de hielo,
y desatado en onda cristalina
fecunda la pradera.
Flora presta sus galas a Chiprina;
reluce Febo en la celeste esfera,
y en la noche callada
la casta diosa a su pastor dormido,
con trémulo fulgor, besa extasiada.
Del techo antiguo a suspender su nido
ha vuelto ya la golondrina errante;
dulces trinos difunde Filomena;
el mar se calma, el cielo se serena;
sólo Céfiro amante,
oreando la hierba en los alcores.
Y acariciando las tempranas flores,
con música y aroma el aire agita.
En la rica estación de los amores
amor en todo corazón palpita;
pero en el alma del zagal Mirtilo
halla perpetuo asilo.
Allí ingenioso el dios labra un dechado
de gracia encantadora,
donde con fiel esmero ha retratado
a Clori bella, a la gentil pastora.
Por quien Mirtilo muere.
Clori, en tanto, amistosa y compasiva,
quiere que el zagal viva,
mas amarle no quiere,
antes, dicen que piensa dar su mano
a un rabadán anciano.
Con celos el zagal su pena aumenta,
y así en la selva oculto se lamenta:
—¡Tú no sabes de amor, encanto mío!
¡Ah! Tu ignorancia virginal te engaña.
Seré merecedor de tu desvío,
mas no comprendo la ilusión extraña
que a dar tanta beldad te precipita,
inútil don, tesoro inmaculado,
a la vejez marchita.
La amapola del prado
no despliega la pompa de sus hojas,
de púdico amor rojas,
hasta que el sol derrama
en su velado seno estiva llama;
ni la rosa se atreve
a abrir el cáliz entre escarcha y nieve.
No censurara yo que Galatea
al cíclope adorase: la hermosura
bien en la fuerza y el valor se emplea;
bien con estrecho, cariñoso nudo,
la hiedra ciñe firme tronco rudo.
Mas nunca a quien apenas
sostener puede el peso de la vida
a llevar sus cadenas,
si dulces, graves, el amor convida.
Huyen del mustio viejo las Camenas;
si la flauta de Pan su labio toca,
allí perece el desmayado aliento,
sin convertirse en melodioso viento,
y la risa del sátiro provoca.
Con vacilante pie mal en el coro
de ninfas entra; y el alegre giro
y canto de las Ménades sonoro,
o con flébil suspiro,
o con dolientes ayes turba acaso;
que, en el misterio de la santa orgía,
ni el hierofante el tirso le confía,
ni él llega hasta la cumbre del Parnaso.
¡Ay Clori! ¿Qué demencia te extravía?
Ya que por ti se pierde
mi tierno amor, mi juventud lozana,
de frescas rosas y de mirto verde
no ciñas ora una cabeza cana.
Trepa la vid al álamo frondoso,
y a la punzante ortiga
deja que adorne el murallón ruinoso.
¿Qué riesgo, qué fatiga
no aceptará mi amor por agradarte?
Por ti en el bosque venceré las fieras;
por ti el furor arrostraré de Marte;
y el rey de las praderas,
cuya bronceada frente
arma ostenta terrible, que figura
de nueva luna el disco refulgente,
de mi garrocha dura
sentirá en la cerviz la picadura.
El rabadán, por la vejez postrado,
tu solícito afán reclamaría,
¡oh, Clori! mientras yo, por tu mandado,
al abismo del mar descendería,
sus perlas para ver en tu garganta,
y acosaría al lobo carnicero,
su hirsuta piel con plomo o con acero
ganando para alfombra de tu planta.
Alucinada ninfa candorosa,
desecha ese delirio que te lleva
a ser del viejo rabadán esposa.
Pues ¡qué! ¿te he dado en balde tanta prueba
de amor? Ya ves que por seguirte dejo
el templo de Minerva y los vergeles
por do Betis copioso se dilata.
De mis padres me alejo,
y huyo también de mis amigos fieles
para sufrir crueldades de una ingrata.
No estriba tu desdén en mi pobreza,
que no oculta tan bajo sentimiento
tu noble corazón, y ni en riqueza
me vence el rabadán, ni en nacimiento.
Sólo un funesto error, una locura,
¡oh, Clori! ¡Oh, rosa del pensil divino!
Le hará exhalar tu aroma y tu frescura
entre las secas ramas del espino;
te hará romper el broche delicado,
no para abril, para diciembre helado.
No así me hieras, si matarme quieres;
mira que así te matas cuando hieres.
No bien terminaron los versos, fueron estrepitosamente aplaudidos por el benévolo auditorio; pero, si hemos de decir la verdad, ni D. José ni doña Antonia prestaron atención durante la lectura; las señoras mayores se adormecieron con el sonsonete; el señor cura halló la composición sobrado materialista y mitológica y un poco pesada, y las amiguitas de Lucía más se entusiasmaron con la buena presencia del poeta que con el mérito literario de su obra.
Don Carlos, en efecto, era un morenito muy salado de veintidós a veintitrés años. Sus vivos y grandes ojos resplandecían con el fuego de la inspiración. Su cabellera negra, ya sin polvos, lucía y daba reflejos azulados como las alas del cuervo. Los movimientos de su boca al hablar eran graciosos. Los dientes que dejaba ver, blancos e iguales; la nariz, recta, y la frente, despejada y serena.
Iba D. Carlos vestido con suma elegancia, a la última moda de París. Era todo un petimetre. Parecía el príncipe de la juventud dorada, transportado por arte mágica desde las orillas del Sena al riñón de Andalucía. El cuello de su camisa y el lienzo con que formaba lazo en torno de él, estaban bastante bajos para descubrir la garganta y la cerviz robusta sobre que posaba airosamente la cabeza, La estatura, más bien alta que mediana, y el talle, esbelto. El calzón ajustado de casimir, la media de seda blanca y el zapato de hebilla de plata, daban lugar a que mostrase el galán la bien formada pierna y un pie pequeño, largo y levantado por el tarso.
Sin duda las niñas contemplaron más todas estas cosas, y se deleitaron más con la dulzura de la voz del señorito que con el que nos atreveremos a calificar de idilio, la mitad de cuyas palabras estaba en griego para ellas.
Don Fadrique había reparado en todo. Como la mayor parte de los distraídos, era muy observador, y prestaba atención intensa cuando se dignaba prestarla.
Los versos le parecieron regulares, no inferiores a los de Meléndez, aunque, ni con mucho, tan buenos como los de Andrés Chénier, que había oído en París. Lo que es el chico le pareció muy guapo.
Advirtió también, con cierto gusto mezclado de zozobra, que Lucía, su sobrina, había escuchado con ademán y gesto propios de quien entiende la poesía, y con cierta afición, que no atinaba él a deslindar si era meramente literaria, o reconocía otra causa más personal y más honda.
Por lo pronto, en consecuencia de tales observaciones, calificó a su sobrina, de quien hasta entonces apenas había hecho caso, de bonita y de discreta. Se puede decir que la miró concienzudamente por primera vez, y vio que era rubia, blanca, con ojos azules, airosa de cuerpo y muy distinguida. De todos estos descubrimientos no pudo menos de alegrarse, como buen tío que era; pero hizo, o creyó haber hecho, otros descubrimientos, que le mortificaban algo. «Tal vez serán cavilaciones», decía para sí.
En punto de las diez se acabó la tertulia.
Sola ya la familia, Doña Antonia convocó a los criados, y en compañía de todos, y en alta voz, se rezó el rosario.
Por último, no bastando el chocolate y el refresco, que pudiera pasar por merienda, para gente que comía entonces poco después de mediodía, se sirvió la indispensable cena.
Durante este tiempo D. Fadrique buscó y encontró ocasión de tener un aparte con su sobrina, y le habló de este modo:
—Niña, veo que te gustan los versos más de lo que yo creía.
Ella, poniéndose muy colorada y más bonita desde la primera palabra que el tío pronunció, respondiole, algo cortada:
—¿Y por qué no han de gustarme? Aunque criada en un lugar, no soy tan ruda.
—Basta con mirarte, hija mía, para conocer que no lo eres. Pero el que te gusten los versos no se opone a que puedan gustarte los poetas.
—Ya lo creo que me gustan. Fr. Luis de León y Garcilaso son mis predilectos entre los líricos españoles, —dijo Lucía con suma naturalidad.
Casi se disipó la sospecha de D. Fadrique. Parecía inverosímil tanto disimulo en una muchacha de diez y ocho años, que rezaba el rosario todas las noches, iba a misa y se confesaba con frecuencia.
Don Fadrique no tenía tiempo para rodeos y perífrasis, y se fue bruscamente al asunto que le mortificaba.
—Sobrina, con franqueza: ¿los versos que hemos oído los ha compuesto D. Carlos para ti?
—¡Qué disparate! —respondió Lucía, soltando una carcajada.
—¿Y por qué había de ser disparate?
—Porque nada de aquello me conviene: porque yo no soy Clori.
—Bien pudieras serlo. El poeta no describe a Clori. Afirma vaga e indeterminadamente que Clori es bella, y tú eres bella.
—Gracias, tío; V. me favorece.
—No; te hago justicia.
—Sea como V. guste. Pero dígame V., ¿de dónde sacamos a mi viejo rabadán? porque yo no doy con él.
—Pues mira, yo creí haberle encontrado.
—¿Cómo, tío, si no estaba en la tertulia más que el señor cura?
—Y yo, ¿no soy nadie?
—¿Qué quiere V. decir con eso?
—Quiero decir que tengo cincuenta años, que te llevo treinta y dos, y que no estoy loco para aspirar a que me quieran; pero los poetas fingen lo que se les antoja, y el barbilindo de D. Carlos puede haber levantado esa máquina de suposiciones absurdas para escribir su idilio. En tal caso, no está muy conforme con la verdad todo aquello de que el viejo rabadán no puede ya con sus huesos, ni baila, ni corre, ni guerrea, ni es capaz de cazar lobos como el zagal. Con mi medio siglo encima, me apuesto a todo con el tal D. Carlitos. Todavía, si me pongo a bailar el bolero, estoy seguro de que he de bailarle mejor que cuando mi padre me hizo que le bailara a latigazos. Y en punto a pulmones y a resuello, no ya para encaramarme al Parnaso corriendo detrás de las bacantes, no ya para tocar todas las flautas y clarinetes del mundo, sino para mover las aspas de un molino, entiendo que tengo de sobra.
—Pero, tío, si D. Carlos no ha soñado en V. ni ha pensado en mí.
—Vamos, muchacha, no seas hipocritilla. A mí se me ha metido en la cabeza que ese chico te quiere, que ha sabido que yo venía a pasar aquí un mes, que ha oído decir que yo era viejo, y, con estos datos, el insolente ha supuesto lo demás.
Don Fadrique decía todo esto con risa, para embromar a su sobrina; y, aunque dudoso de su recelo, algo picado de la desvergüenza del poeta, que por otra parte no había dejado de caerle en gracia.
—Tío —dijo por último Lucía con la mayor gravedad que pudo—, V. no es el viejo rabadán. El viejo rabadán es de Villabermeja como V.: hace dos años que está establecido aquí, y merece, en efecto, las calificaciones que le prodiga el poeta, porque está muy asendereado y estropeado. El viejo rabadán se llama D. Casimiro. V. debe de conocerle.
—¡Ya lo creo! ¡Y vaya si le conozco! —dijo el Comendador recordando a su antiguo adversario y víctima de la niñez.
—Pero entonces, ¿quién es Clori? —añadió enseguida.
—Clori es una linda señorita, muy amiga mía. Su madre vive con gran recogimiento y no sale ni deja salir a su hija de noche. Por eso no ha estado Clori de tertulia; pero es mi vecina, y su madre consiente en que venga conmigo de paseo, en compañía de mi madre. Si mañana quiere V. ser nuestro acompañante, iremos a las huertas, a las diez, después del almuerzo, por sendas en que haya sombra. Clori vendrá, y V. conocerá a Clori.
—Iré con mucho gusto.
—¡Ah, tío! Por amor de Dios, que no se le escape a V. lo de que D. Carlos está enamorado de mi amiga y lo de que ella es Clori. Mire V. que es un secreto. Nadie más que yo lo sabe en la población. Hay que tener mucho recato, porque los padres de ella no quieren más que a D. Casimiro y nada traslucen del amor de D. Carlos. Yo se lo he confiado a V. para que no fuese V. a creer que yo era Clori y que sin razón de ningún género habíamos convertido a V. en viejo rabadán enclenque, a fin de dar motivo a los versos.
—Quedo satisfecho, muchacha, y no diré nada. Te aseguro ya que me interesa tu amiga Clori y, que tengo curiosidad de verla. De esta suerte, de improviso, vino D. Fadrique a tener, apenas llegado, un secreto con su sobrina, a figurar en intrigas y lances de amor.
Pensando en ello, se retiró a su cuarto, como los demás se retiraron cada cual al suyo, y durmió hasta las ocho de la mañana, mejor que un mozo de veinte años.
Doña Antonia amaneció con un tremendo jaquecazo, enfermedad a que era muy propensa. Tuvo, pues, que guardar cama y no pudo acompañar a paseo a su hija Lucía; pero, como el mal no era de cuidado, y ya Lucía tenía concertado el paseo con su amiga, se decidió que el Comendador las acompañase.