El comendador Mendoza (3 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: El comendador Mendoza
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Se formó un partido contrario, capitaneado por D. Casimirito, hijo del hidalgo más rico del lugar. Este partido era de más gente; pero, así por las prendas personales del capitán, como por el valor y decisión de los soldados, quedaba siempre muy inferior a los fadriqueños.

Varias veces llegaron a las manos ambos bandos, ya a puñadas y luchando a brazo partido, ya en pedreas, de que era teatro un llanete que está por bajo de un sitio llamado el Retamal.

Siempre que había un lance de éstos, D. Fadrique era el primero en acudir al lugar del peligro; pero es lo cierto que no bien corría la voz de que
la capa-paloma iba por el Retamal abajo
, las calles y las plazuelas se despoblaban de los más belicosos chiquillos, y, todos acudían en busca del capitán idolatrado.

La victoria, en todas estas pendencias, quedó siempre por el batido de D. Fadrique. Los de don Casimiro resistían poco y se ponían en un momento en vergonzosa fuga: pero como D. Fadrique se aventuraba siempre más de lo que conviene a la prudencia de un general, resultó que dos veces regó los laureles con su sangre, quedando descalabrado.

No sólo en batalla campal, sino en otros ejercicios y haciendo travesuras de todo género, don Fadrique se había roto además la cabeza otra tercera vez, se había herido el pecho con unas tijeras, se había quemado una mano y se había dislocado un brazo: pero de todos estos percances salía al cabo sano y salvo, merced a su robustez y a los cuidados de la chacha Victoria, que decía, maravillada y santiguándose: ¡Ay, hijo de mi alma, para muy grandes cosas quiere reservarte el cielo, cuando vives de milagro y no mueres!

III

Casimiro tenía tres años más de edad que don Fadrique, y era también más fornido y alto. Irritado de verse vencido siempre como capitán, quiso probarse con D. Fadrique en singular combate. Lucharon, pues, a puñadas y a brazo partido, y el pobre Casimiro salió siempre acogotado y pisoteado, a pesar de su superioridad aparente.

Los frailes dominicos del lugar nunca quisieron bien a la familia de los Mendozas. A pesar de la piedad suma de las chachas Victoria y Ramoncica, y de la devoción humilde de D. José, no podían tragar a D. Diego, y se mostraban escandalizados de los desafueros e insolencias de D. Fadrique.

Sólo el P. Jacinto, que amaba tiernamente a don Fadrique, le defendía de las acusaciones y quejas de los otros frailes.

Estos, no obstante, le amenazaban a menudo con cogerle y enviarle a los Toribios, o con hacer que el propio hermano Toribio viniese por él y se le llevase.

Bien sabían los frailes que el bendito hermano Toribio había muerto hacía más de veinte años; pero la institución creada por él florecía, prestando al glorioso fundador una existencia inmortal y mitológica. Hasta muy entrado el segundo tercio del siglo presente, el hermano Toribio y los Toribios en general han sido el tema constante de todas las amenazas para infundir saludable terror a los muchachos traviesos.

En la mente de D. Fadrique no entraba la idea de la fervorosa caridad con que el hermano Toribio, a fin de salvar y purificar las almas de cuantos muchachos cogía, les martirizaba el cuerpo, dándoles rudos azotes sobre las carnes desnudas. Así es que se presentaba en su imaginación el bendito hermano Toribio como loco furioso y perverso, enemigo de sí mismo para llagarse con cadenas ceñidas a los riñones, y enemigo de todo el género humano, a quien desollaba y atormentaba en la edad de la niñez y de la más temprana juventud, cuando se abren al amor las almas y cuando la naturaleza y el cielo debieran sonreír y acariciar en vez de dar azotes.

Como ya habían ocurrido casos de llevarse a los Toribios, contra la voluntad de sus padres, a varios muchachos traviesos, y como el hermano Toribio, durante su santa vida, había salido a caza de tales muchachos, no sólo por toda Sevilla, sino por otras poblaciones de Andalucía, desde donde los conducía a su terrible establecimiento, la amenaza de los frailes pareció para broma harto pesada a D. Diego, y para veras le pareció más pesada aún. Hizo, pues, decir a los frailes que se abstuviesen de embromar a su hijo, y mucho más de amenazarle, que ya él sabría castigar al chico cuando lo mereciese; pero que nadie más que él había de ser osado a ponerle las manos encima. Añadió D. Diego que el chico, aunque pequeño todavía, sabría defenderse y hasta ofender, si le atacaban, y que además él volaría en su auxilio, en caso necesario, y arrancaría las orejas a tirones a todos los Toribios que ha habido y hay en el mundo.

Con estas insinuaciones, que, bien sabían todos cuán capaz era de hacer efectivas D. Diego, los frailes se contuvieron en su malevolencia; pero como D. Fadrique (fuerza es confesarlo, si hemos de ser imparciales) seguía siendo peor que Pateta, los frailes, no atreviéndose ya a esgrimir contra él armas terrenas y temporales, acudieron al arsenal de las espirituales y eternas, y no cesaron de querer amedrentarle con el infierno y el demonio.

De este método de intimidación se ocasionó un mal gravísimo. D. Fadrique, a pesar de sus chachas, se hizo impío, antes de pensar y de reflexionar, por un sentimiento instintivo. La religión no se ofreció a su mente por el lado del amor y de la ternura infinita, sino por el lado del miedo, contra el cual su natural valeroso e independiente se rebelaba. D. Fadrique no vio el objeto del amor insaciable del alma, y el fin digno de su última aspiración, en los poderes sobrenaturales. D. Fadrique no vio en ellos sino tiranos, verdugos o espantajos sin consistencia.

Cada siglo tiene su espíritu, que se esparce y como que se diluye en el aire que respiramos, infundiéndose tal vez en las almas de los hombres, sin necesidad de que las ideas y teorías pasen de unos entendimientos a otros por medio de la palabra escrita o hablada. El siglo XVIII tal vez no fue crítico, burlón, sensualista y descreído porque tuvo a Voltaire, a Kant y a los enciclopedistas, sino porque fue crítico, burlón, sensualista y descreído tuvo a dichos pensadores, quienes formularon en términos precisos lo que estaba vago y difuso en el ambiente: el giro del pensamiento humano en aquel período de su civilización progresiva.

Sólo así se comprende que D. Fadrique viniese a ser impío sin leer ni oír nada que a ello le llevase.

Esta nueva calidad que apareció en él era bastante peligrosa en aquellos tiempos. D. Diego mismo se espantó de ciertas ideas de su hijo. Por dicha, el desenvolvimiento de tan mala inclinación coincidió casi con la ida de D. Fadrique al Colegio de Guardias marinas, y se evitó así todo escándalo y disgusto en Villabermeja.

Las chachas Victoria y Ramoncica lloraron mucho la partida de D. Fadrique; el P. Jacinto la sintió; D. Diego, que le llevó a la Isla, se alegró de ver a su hijo puesto en carrera, casi más que se afligió al separarse de él; y los frailes, y Casimirito sobre todo, tuvieron un día de júbilo el día en que le perdieron de vista.

D. Fadrique volvió al lugar de allí adelante, pero siempre por brevísimo tiempo: una vez cuando salió del Colegio para ir a navegar; otra vez siendo ya alférez de navío. Luego pasaron años y años sin que viese a D. Fadrique ningún bermejino. Se sabía que estaba, ya en el Perú, ya en el Asia, en el extremo Oriente.

IV

De las cosas de D. Fadrique, durante tan larga ausencia, se tenía o se forjaba en el lugar el concepto más fantástico y absurdo.

D. Diego y la chacha Victoria, que eran las personas de la familia más instruidas e inteligentes, murieron a poco de hallarse D. Fadrique en el Perú. Y lo que es a la cándida Ramoncica y al limitado D. José, no escribía D. Fadrique sino muy de tarde en tarde, y cada carta tan breve como una fe de vida.

Al P. Jacinto, aunque D. Fadrique le estimaba y quería de veras, también le escribía poco, por efecto de la repulsión y desconfianza que en general le inspiraban los frailes. Así es que nada se sabía nunca a ciencia cierta en el lugar de las andanzas y aventuras del ilustre marino.

Quien más supo de ello en su tiempo fue el cura Fernández, que, según queda dicho, trató a don Fadrique y, tuvo alguna amistad con él. Por el cura Fernández se enteró D. Juan Fresco, en quien influyó mucho el relato de las peregrinaciones y lances de fortuna de D. Fadrique para que se hiciese piloto y siguiese en todo sus huellas.

Recogiendo y ordenando yo ahora las esparcidas y vagas noticias, las apuntaré aquí en resumen.

D. Fadrique estuvo poco tiempo en el Colegio, donde mostró grande disposición para el estudio.

Pronto salió a navegar, y fue a la Habana en ocasión tristísima. España estaba en guerra con los ingleses, y la capital de Cuba fue atacada por el almirante Pocok. Echado a pique el navío en que se hallaba nuestro bermejino, la gente de la tripulación, que pudo salvarse, fue destinada a la defensa del castillo del Morro, bajo las órdenes del valeroso D. Luis Velasco.

Allí estuvo D. Fadrique haciendo estragos en la escuadra inglesa con sus certeros tiros de cañón. Luego, durante el asalto, peleó como un héroe en la brecha, y vio morir a su lado a D. Luis, su jefe. Por último, fue de los pocos que lograron salvarse cuando, pasando sobre un montón de cadáveres y haciendo prisioneros a los vivos, llegó el general inglés, Conde de Albemarle, a levantar el pabellón británico sobre la principal fortaleza de la Habana.

D. Fadrique tuvo el disgusto de asistir a la capitulación de aquella plaza importante, y, contado en el número de los que la guarnecían, fue conducido a España en cumplimiento de lo capitulado.

Entonces, ya de alférez de navío, vino a Villabermeja, y vio a su padre la última vez.

La reina de las Antillas, muchos millones de duros y lo mejor de nuestros barcos de guerra habían quedado en poder de los ingleses.

D. Fadrique no se descorazonó con tan trágico principio. Era hombre poco dado a melancolías. Era optimista y no quejumbroso. Además, todos los bienes de la casa los había de heredar el mayorazgo, y él ansiaba adquirir honra, dinero y posición.

Pocos días estuvo en Villabermeja. Se fue antes de que su licencia se cumpliese.

El rey Carlos III, después de la triste paz de París, a que le llevó el desastroso
Pacto de familia
, trató de mejorar por todas partes la administración de sus vastísimos Estados. En América era donde había más abusos, escándalos, inmoralidad, tiranías y dilapidaciones. A fin de remediar tanto mal, envió el Rey a Gálvez de visitador a Méjico, y algo más tarde envió al Perú, con la misma misión, a D. Juan Antonio de Areche. En esta expedición fue a Lima D. Fadrique.

Allí se encontraba cuando tuvo lugar la rebelión de Tupac-Amaru. En la mente imparcial y filosófica del bermejino se presentaba como un contrasentido espantoso el que su Gobierno tratase de ahogar en sangre aquella rebelión, al mismo tiempo que estaba auxiliando la de Washington y sus parciales contra los ingleses; pero D. Fadrique, murmurando y censurando, sirvió con energía a su Gobierno, y contribuyó bastante a la pacificación del Perú.

Don Fadrique acompañó a Areche en su marcha al Cuzco, y desde allí, mandando una de las seis columnas en que dividió sus fuerzas el general Valle, siguió la campaña contra los indios, tomando gloriosa parte en muchas refriegas, sufriendo con firmeza las privaciones, las lluvias y los fríos en escabrosas alturas a la falda de los Andes, y no parando hasta que Tupac-Amaru quedó vencido y cayó prisionero.

Don Fadrique, con grande horror y disgusto, fue testigo ocular de los tremendos castigos que hizo nuestro Gobierno en los rebeldes. Pensaba él que las crueldades e infamias cometidas por los indios no justificaban las de un Gobierno culto y europeo. Era bajar al nivel de aquella gente semisalvaje. Así es que casi se arrepintió de haber contribuido al triunfo cuando vio en la plaza del Cuzco morir a Tupac-Amaru, después de un brutal martirio, que parecía invención de fieras y no de seres humanos.

Tupac-Amaru tuvo que presenciar la muerte de su mujer, de un hijo suyo y de otros deudos y amigos: a otro hijo suyo de diez años le condenaron a ver aquellos bárbaros suplicios de su padre y de su madre, y a él mismo le cortaron la lengua y le ataron luego por los cuatro reinos a otros tantos caballos para que, saliendo a escape, le hiciesen pedazos. Los caballos, aunque espoleados duramente por los que los montaban, no tuvieron fuerza bastante para descuartizar al indio, y a éste, descoyuntado, después de tirar de él un rato en distintas direcciones, tuvieron que desatarle de los caballos y cortarle la cabeza.

A pesar de su optimismo, de su genio alegre y de su afición a tomar muchos sucesos por el lado cómico, D. Fadrique, no pudiendo hallar nada cómico en aquel suceso, cayó enfermo con fiebre y se desanimó mucho en su afición a la carrera militar.

Desde entonces se declaró más en él la manía de ser filántropo, especie de secularización de la caridad, que empezó a estar muy en moda en el siglo pasado.

La impiedad precoz de D. Fadrique vino a fundarse en razones y en discursos con el andar del tiempo y con la lectura de los malos libros que en aquella época se publicaban en Francia. El carácter burlón y regocijado de D. Fadrique se avenía mal con la misantropía tétrica de Rousseau. Voltaire, en cambio, le encantaba. Sus obras más impías parecíanle eco de su alma.

La filosofía de D. Fadrique era el sensualismo de Condillac, que él consideraba como el
non plus ultra
de la especulación humana.

En cuanto a la política, nuestro D. Fadrique era un liberal anacrónico en España. Por los años de 1783, cuando vio morir a Tupac-Amaru, era casi como un radical de ahora.

Todo esto se encadenaba y se fundaba en una teodicea algo confusa y somera, pero común entonces. D. Fadrique creía en Dios y se imaginaba que tenía ciencia de Dios, representándosele como inteligencia suprema y libre, que hizo el mundo porque quiso, y luego le ordenó y arregló según los más profundos principios de la mecánica y de la física. A pesar del
Cándido
, novela que le hacía florar de risa, D. Fadrique era casi tan optimista como el Dr. Pangloss, y tenía por cierto que todo estaba divinamente bien y que nada podía estar mejor de lo que estaba. El mal le parecía un accidente, por más que a menudo se pasmase de que ocurriera con tanta frecuencia y de que fuera tan grande, y el bien le parecía lo substancial, positivo e importante que había en todo.

Sobre el espíritu y la materia, sobre la vida ultramundana y sobre la justificación de la Providencia, basada en compensaciones de eterna duración, D. Fadrique estaba muy dudoso; pero su optimismo era tal, que veía demostrada y hasta patente la bondad del cielo, sin salir de este mundo sublunar y de la vida que vivimos. Verdad es que para ello había adoptado una teoría, novísima entonces. Y decimos que la había adoptado, y no que la había inventado, porque no nos consta, aunque bien pudo ser que la inventase; ya que cuando llega el momento y suena la hora de que nazca una idea y de que se formule un sistema, la idea nace y, el sistema se formula en mil cabezas a la vez, si bien la gloria de la invención se la lleva aquel que por escrito o de palabra le expone con más claridad, precisión o elegancia.

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