Para un hombre lleno del espíritu del siglo XVIII, alimentado con la lectura de los enciclopedistas, creyente en Dios, pero hablando siempre de la naturaleza, no hay que exponer aquí cuán horrible aparecía el sacrificio de la hermosura, de la vida, del brío juvenil, sintiendo ya sin duda fervorosamente el amor y reclamándole, en aras de un sentimiento misterioso, de un objeto, a su ver, impalpable y hasta incomprensible. Al Comendador se le antojaba esto una nefanda monstruosidad; pero la prefería a ver, a imaginar a Clara entre los secos brazos de D. Casimiro; y en su orgullo de hidalgo, y en su afán de no verse él mismo mentiroso y fullero, y de no pensar menos noblemente que una mujer fanática y desatinada, lo prefería todo a que Clarita se alzase en su día con los bienes de D. Valentín.
El punto final de las meditaciones de D. Fadrique era siempre el mismo, por cuantas sendas y rodeos tratase de llegar a él. No quería a Clara poseedora de lo que le constaba que no era suyo; no la quería mujer de D. Casimiro; no la quería monja tampoco, y no quería dar escándalo ni amargar la vida de D. Valentín con afrentoso desengaño. Era, pues, indispensable que él fuese el libertador, el rescatador de Clarita.
A pesar de tener preocupado el ánimo con estas cosas, el Comendador ejercía tanto dominio sobre sí, que nada dejaba notar.
Paseaba con Lucía por las huertas o charlaba con ella y procuraba esquivar sus preguntas inquisitoriales.
Así transcurrieron ocho días. Durante ellos se informó el Comendador, con el mayor secreto y diligencia, del valor exacto de todos los bienes de D. Valentín. Pasaban de cuatro millones de reales.
Bastante se apesadumbró, no debemos ocultarlo, de que D. Valentín hubiese llegado a ser tan rico. El Comendador tenía poquísimo más capital, sumando el valor de algunas finquillas que había comprado cerca de Villabermeja, y lo que tenía en varias casas de banca en la Gran Bretaña y en Madrid. Su decisión, a pesar de la pesadumbre, fue firme, con todo.
El Comendador sabía y estimaba cuánto vale el dinero. La vanidad de haberle adquirido diestra y honradamente le daba para él mayor hechizo. Pero ¿en qué mejor podía emplearse el caudal, la ganancia y el ahorro de toda una vida activa, el fruto del brío, del trabajo y del ingenio, que en salvar a un ser tan querido y que tan digno era de serlo?
Suponiéndose ya el Comendador despojado de cuatro millones, se miraba reducido a la triste condición de un hidalgo labriego, que o tendría que salir otra vez a buscar fortuna, o tendría que acomodarse a vivir mal y humildemente en Villabermeja. Esto no le arredró.
Eliminadas, pues, varias soluciones, el problema quedó claro y sencillo. La única dificultad que había que vencer era la de pasar a poder de D. Casimiro, de modo tan natural, que apartase toda sospecha, una suma de cuatro millones, y hacer valer y constar, como era justo, este sacrificio cerca de Doña Blanca, para que la terrible señora reconociese a su hija por libre de toda obligación y por apta para recibir, en su día, los bienes todos de D. Valentín, como devolución, y no como herencia.
La familia de Solís continuaba incomunicada con sus vecinos.
Sólo entraban en aquella casa D. Casimiro y el fraile. Éste, a pesar de sus consejos, había sabido ingeniarse, volver a la gracia y recobrar la confianza de aquella adusta señora. No es tan llano desechar a un director espiritual, a quien se tiene por santo o poco menos, aunque este director nos contraríe, y sobre todo haga cosas opuestas a nuestro modo de pensar. La mayor falta del padre Jacinto, o que apenas acertaba a explicarse Doña Blanca, era que aquel virtuoso varón, aquel hijo de Santo Domingo de Guzmán, fuese tan íntimo amigo de un hombre a quien debía más bien llevar a la hoguera, si los tiempos no estuviesen tan pervertidos y la cristiandad tan relajada.
Doña Blanca no se calló sobre este punto, y varias veces manifestó al fraile su extrañeza; pero el fraile le contestaba:
—Hija mía, piensa lo que se te antoje. Yo no quiero calentarme la cabeza explicándotelo. Bástete saber que yo tengo a D. Fadrique por muy amigo, aunque incrédulo, como él me tiene por muy amigo, aunque fraile. Cavilando en ello me asusto, y prefiero no cavilar. No quiero dar por seguro que haya en las almas humanas algo que, a pesar de la radical oposición de creencias, sea lazo de unión amistosa y constante y fundamento de alta estimación mutua.
—Vaya si hace V. bien en no cavilar —contestaba Doña Blanca—. No cavile V., no venga a caer en herejía al cabo de sus años, fantaseando algo más esencial, más sublime que la creencia religiosa.
—No caeré en herejía —replicaba el fraile, que ya hemos dicho que era muy desvergonzado—; no caeré en herejía cuando tú no caíste. Nunca mi amistad será más inexplicable que lo fue tu amor.
Con esto Doña Blanca exhalaba un suspiro, que tenía su poco de bufido, y se amansaba y se callaba.
Por lo demás, el padre Jacinto era leal y no abusó de su derecho de hablar en secreto con Clarita para excitarla en contra de la boda con Don Casimiro.
Sólo una noticia se atrevió a dar a Clarita por instigación de D. Fadrique: que D. Carlos, amonestado por el Comendador, se había vuelto a Sevilla con sus padres.
De esta suerte, Clarita hubo de tranquilizarse y no sobresaltarse de no ver a D. Carlos por la mañana en la iglesia. A quien vio varias veces casi en el mismo lugar en que D. Carlos se colocaba fue al Comendador, cuya maldad su madre le había ponderado, y que ella se inclinaba irresistiblemente a creer bueno.
El Comendador, como en desagravio de haber tenido olvidada tantos años aquella prenda de su amor, no se contentaba con disponerse a hacer por ella un gran sacrificio, sino que ansiaba verla y admirarla, aunque fuese a distancia.
Así iban lentamente los sucesos, cuando una mañana, en que Doña Antonia había tenido una de sus jaquecas y no se hallaba con gana de salir, Lucía fue a paseo sola con el Comendador. Ambos llegaron a la fuente o nacimiento del río que ya conocemos. Sentados a la sombra del sauce, oyendo el murmullo del agua, hablaron de las estrellas, de las flores, de mil diversas materias, hacia donde el tío procuraba llevar la atención de su sobrina para distraerla de su curiosidad sobre los asuntos de Clara.
Lucía, no llegando a distraerse lo bastante, dijo por último:
—Tío, V. va a hacer de mí una sabia. A veces me habla V. del sol y de lo grande que es y de cómo atrae a los planetas y cometas; y a veces me describe los abismos del cielo, y me señala las más hermosas estrellas, y me declara sus nombres y la inmensa distancia a que están de nosotros, y el tiempo que tardan los rayos alados de su luz en herir nuestras pupilas. Todo esto me deleita y pasma, haciéndome concebir más adecuado concepto del infinito poder de Dios. También me ha explicado V. misterios extraños de las flores, y esto me ha interesado más, infundiéndome en el alma superior idea de la bondad y sabiduría del Altísimo. Pero desechando el disimulo, recelo que V. no me instruye tanto sino para no responder a mis preguntas sobre sus proyectos de V. acerca de Clarita. Tal sospecha, lo confieso, me quita las ganas de oír las lecciones de V., que de otro modo me entusiasmarían; tal sospecha disminuye el valor de dichas lecciones, que se me figuran interesadas y maliciosas: más que medio de enseñarme, me parecen medio de embaucarme.
—La malicia la pones tú, sobrina —respondió el Comendador—. Yo procedo con la mayor sencillez. Cuanto hay que saber de Clarita lo sabes mejor que yo. ¿Qué puedo añadir a lo que tú sabes?
—Oiga V., tío: aunque niña, no soy tan fácil de engañar. Aquí hay varios puntos obscuros, inexplicables, y yo no sosiego hasta que todo me lo explico.
—Pues ya estás aviada, hija mía, si no te sosiegas hasta que halles la explicación de todo. Condenada estás a desasosiego perpetuo.
—No confundamos las especies. Yo me aquieto sin explicación sobre muchos puntos en que usted, por desgracia, no se aquieta. No hablo de eso. Hablo de materias más llanas y más al alcance de mi inteligencia. En éstas requiero explicación, y sin explicación no hay reposo. ¿Qué diablo de palabra enrevesada fue aquélla de que se valió V. el otro día para significar una suposición que se forja uno para explicar las cosas, y que se da por cierta, cuando las explica?
—Esa palabra es
hipótesis
.
—Pues bien; yo no hago más que forjar hipótesis a ver si me explico ciertas cosas. ¿Quiere usted que le exponga alguna de mis hipótesis?
—Exponla.
El Comendador respondió aparentando serena indiferencia al dar aquel permiso; pero se puso colorado, y tuvo miedo de que Lucía, por arte mágica o poco menos, hubiese adivinado el lazo que unía a Clara con él.
Lucía, prevaliéndose del permiso y animada con lo poco de turbación que en su tío advirtió, expuso así una de sus hipótesis:
—Pues, señor, yo me cegué al principio por exceso de vanidad. Pensé que el cariño de tío que V. me tiene le llevaba, para complacerme, a mirar con interés a Clori y a Mirtilo, y a procurar el buen fin de sus amores. Ya he variado de opinión. Ya la hipótesis es otra. El interés de V. es demasiado para ser de reflejo. Noto también que es muy desigual: menos que mediano por Mirtilo; inmenso por Clori. ¡Ay, tío, tío! ¿Si querrá V. jugar una mala pasada al pobre zagal? Todo se sabe. Pues qué, ¿cree V. que no ha llegado a mi noticia que se ha hecho V. devoto (¡ojalá fuese de buena ley la devoción!) y que toditas las mañanas de madrugada va V. a la iglesia Mayor a misa primera?
—Sobrina, no disparates, —interrumpió el Comendador.
—Yo no disparato. Hallo extraña, para explicada sólo por una simpatía cualquiera, esa devoción de V., y recelo que la santita que se la infunde ha cautivado a V. con más dulces cadenas que las de la piedad.
—Te repito que no disparates —volvió a decir el Comendador poniéndose muy serio—. Confieso que es difícil de explicar el extraordinario cariño que Clarita me infunde. Aseguro, no obstante, por mi honor, que nada tiene de lo que tú imaginas. Si me quieres tú un poco, y si me respetas, te suplico, y si crees que puedo mandarte, te mando que apartes de ti ese pensamiento. Yo quiero a Clarita, aunque entre ella y yo no median los vínculos de la sangre, del mismo modo que te quiero a ti, que eres mi sobrina: con amor casi paternal, con el amor que es propio de los viejos.
—¡Pero si V. no es viejo, tío!
—Pues aunque no lo sea. No amo a Clarita de otro modo. Y si esto sigue pareciéndote raro, no caviles ni busques más hipótesis para explicártelo satisfactoriamente.
—Está bien, tío. Suspenderé mis tareas de forjar hipótesis.
—Eso es lo más prudente.
—Ya que no valen las hipótesis, ¿vale hacer preguntas?
—Hazlas.
—¿Persiste V. en favorecer los amores de Mirtilo?
—Persisto y persistiré mientras Clara crea yo que le ama.
—¿Espera V. triunfar de la tenacidad de Doña Blanca e impedir la boda con D. Casimiro?
—Lo espero, aunque es difícil.
—¿Me atreveré a preguntar de qué medios va V. a valerse para vencer esa dificultad?
—Atrévete; pero yo me atreveré también a decirte que esos medios no tienes tú para qué saberlos. Confía en mí.
—Aunque V., tío, está tan misterioso conmigo, que todo se lo calla, voy a portarme con generosidad: voy a revelar a V. mis secretos. Sé que Don Carlos de Atienza le escribe a V. También a mí me ha escrito. Pero V. no ha hecho lo que yo. V. no ha puesto al pobre desterrado en comunicación con Clara: yo sí. Yo he escrito a Clara tres cartas nada menos, y a fuerzas de súplicas he logrado que el P. Jacinto se las entregue. En mis cartas copio a Clara algunos párrafos de los que me ha escrito D. Carlos.
—Ese secreto le sabía en parte. El P. Jacinto me había dicho que había entregado tus cartas.
—Pues, ¿vaya que no sabe V. otra cosa?
—¿Qué?
—Que Clara me ha contestado. La contestación vino ayer por el aire, como la carta primera que juntos leímos.
—¿Tienes ahí la nueva carta?
—Sí, tío.
—¿Quieres leerla?
—No lo merece V.; pero yo soy tan buena, que la leeré.
Lucía sacó un papel de su seno.
Antes de leer, dijo:
—En verdad, tío, esto me pone muy cuidadosa y sobresaltada. Clara, en los días que lleva de soledad, ha cambiado mucho. ¡Hay en su carta tan singular exaltación, tan profunda tristeza, tan amargos pensamientos!…
—Lee, lee —dijo el Comendador con viva emoción. Lucía leyó como sigue:
«Amada Lucía: Mil gracias por todo cuanto estás haciendo por mí. Sería yo desleal si te ocultase nada de lo que siento. Ni al P. Jacinto me he confiado hasta ahora; pero a ti todo te lo confío. En mi ser pasa algo de extraño, que no acierto a entender. Quiero aún a D. Carlos. Y, no obstante, conozco que no debo darle esperanzas; que no debo casarme con él nunca; que me toca obedecer a mi madre, la cual anhela mi boda con D. Casimiro. Pero lo singular es que ha entrado en mi alma, en estos días, un sentimiento tan hondo de humildad, que hasta de D. Casimiro me hallo indigna. A solas conmigo he penetrado en el fondo de mi conciencia y me he perdido allí en abismos tenebrosos. Cuando mi madre, que es buena y me ama, encuentra en mí no sé qué levadura, no sé qué germen de perversión, no sé qué mancha más negra del pecado original que en las demás criaturas, razón tendrá mi madre. Sí, Lucía: quizás en este pecho mío, en apariencia tranquilo; bajo la inocencia y superficial sencillez de mis pocos años, van adquiriendo ya ser y vida vehementes y malas pasiones, como nido de víboras bajo apiñadas rosas. Lo conozco: mi madre tiembla por mí; recela de mi porvenir, y tiene razón. Yo me examino, me estudio y me asusto. Descubro en mí la propensión, difícil de resistir, a todo lo malo. Veo mi maldad nativa y mi inclinación al pecado por instinto. ¿Cómo comprender de otra suerte que yo, educada con tanto recogimiento y en tan santa ignorancia de las cosas del mundo, haya tenido la diabólica malicia de ponerme en relaciones con D. Carlos, de hacerle creer que le amaba, mirándole sólo (figúrate con qué perversidad le miraría), y de atraerle hasta aquí, obligándole a que me siguiera, y todo con tan infernal disimulo, que mi madre nada sabe? Todavía, si es posible, hay en mí algo peor. Lo noto, lo percibo y no sé, ni quiero, ni me atrevo a examinarlo. Lo que sí te declararé es que para mí el mundo ha de ser más peligroso que para otras mujeres, por naturaleza mejores. Lo que no hay, en mí por naturaleza debo pedirlo por gracia al cielo. En él cifro mi esperanza. Procede, pues, que yo me aparte del mundo y busque el favor del cielo. Ya sabes tú cuánto he repugnado hasta aquí entrar en religión. No me juzgaba merecedora de ser esposa de Cristo. En esto no he variado, sino para juzgarme aún menos merecedora. En lo que sí he variado es en reconocer que, por mala que sea una persona, jamás debe desesperar de la bondad de Dios. Su Divina Majestad, si hago una vida santa, si me arrepiento, si me mortifico durante el noviciado, me dará fuerzas y, merecimientos después para tomar el velo, sin que sea insolente audacia tomarle. Nada he dicho aún a nadie de esta reciente resolución, pero estoy decidida. Hablaré de esto al padre Jacinto para que él hable a mi madre, la convenza de que me conviene y quiero ser monja, y en vista de mi resolución desengañe a D. Casimiro. Desengaña tú, desde luego, al infeliz D. Carlos. No te niego que le he querido, que le quiero aún; pero no se lo digas. Dile que quiero a otro; que en mi corazón hay un inmenso vacío, donde reinan pavorosas tinieblas. No basta D. Carlos a llenar ni a iluminar este vacío, y si Dios no le llena y le ilumina, me moriré de miedo, y lo menos doloroso que ocurrirá será que le llene mi perturbada imaginación con espectros horribles que surgen de mi atribulada conciencia. Adiós».