Doña Blanca escuchó impasible, y al parecer muy sosegada, todo el sermón del buen fraile. Al ver que no seguía, dijo, después de un instante de silencio:
—Aun conviniendo en que casarse con un hombre de bien, lleno de afecto y de juicio, fuese una penitencia, fuese una cruz, Clarita la debiera llevar y resignarse. La mujer no ha venido al mundo para su deleite y para satisfacción de su voluntad y de su apetito, sino para servir a Dios en esta vida temporal, a fin de gozarle en la eterna. Y V. convendrá conmigo, si en estos días no ha tratado con gentes que han perturbado su razón y le han apartado del camino recto, que el modo mejor de servir a Dios es, en una hija, el obedecer a sus padres. Usted mismo reconoce que el santo sacramento del matrimonio no fue instituido para santificar devaneos. Cierto que es mejor casarse que quemarse; pero aún es mejor casarse sin quemarse, a fin de ser la fiel compañera de un varón justo y fundar o perpetuar con él una familia cristiana, ejemplar y piadosa. Este concepto puro, cristiano y honestísimo del matrimonio no es fácil de realizar; mas para eso he educado yo tan severamente a Clarita: para que con la gracia de Dios tenga la gloria de realizarle, en vez de buscar en el casamiento un medio de hacer lícito y tolerable el logro de mal regidos deseos y de impuras pasiones. Más pudiera decir en mi abono acerca de este asunto, pero no se trata aquí de una discusión académica. Yo carezco de estudios y de facilidad de palabra para discutir con V. sobre la cuestión general de si el matrimonio ha de ser un estado tan difícil y estrecho como otro cualquiera que se toma para servir a Dios, y no un expediente mundanal para disimular liviandades. Aquí debemos concretarnos al caso singular de Clarita, y para ello vuelvo a lo dicho: necesito, exijo que sea usted leal y sincero. ¿Quién envía a V. a que me hable? ¿Quién le aconseja para que me aconseje? ¿Quién le ha abierto los ojos, que tenía V. tan cerrados, y le ha hecho ver que Clarita, si no ama, amará? Vamos, respóndame V. ¿Por qué disimularlo o callarlo? Hay un hombre que ha hablado a V. de todo eso.
—No lo negaré, ya que te empeñas en que lo declare.
—Ese hombre es el Comendador Mendoza.
—Es el Comendador Mendoza —repitió el fraile.
Tal declaración, aunque harto prevista, dejó silenciosos y como en honda meditación a ambos interlocutores durante un largo minuto, que les pareció un siglo.
Doña Blanca, aunque sin precipitar sus palabras, mostrando ya, en lo trémulo de la voz y en el brillo de los ojos, viva y dolorosa emoción mal reprimida, habló luego así:
—Todo lo sabe V. y me alegro. Quizás hice mal en no decírselo yo misma la vez primera que me arrodillé ante V. en el tribunal de la penitencia. Sírvame de excusa que ya mi mayor delito había sido varias veces confesado, y la consideración de que cada vez que le confieso de nuevo hago sabedora a una persona más del deshonor de quien me ha dado su nombre. Todo lo sabe V. sin que yo se lo haya dicho. Bendito sea Dios, que me humilla como merezco, sin que yo, tan culpada, cometa la nueva culpa de infamar a mi pobre marido. Pues bien: sabiéndolo V. todo, ¿cómo se atreve a aconsejarme lo que me aconseja? ¿Cómo quiere apartarme del camino que llevo, único posible para una reparación, aunque incompleta? Si contra su parecer de V., si contra la ley del decoro, manchásemos la conciencia de Clara, descubriéndole su origen, ¿qué piensa V. que haría ella? ¿No la despreciaría V. si no buscase la reparación? Y para ello, sin hacer pública la infamia de su madre y de aquél a quien debe venerar como a padre, ¿qué otro recurso tiene Clara sino entrar en un convento o dar la mano a D. Casimiro? ¿Por qué, dirá V., ha de pagar Clara la falta que no cometió? Harto la pago yo, padre. Los remordimientos, la vergüenza, me asesinan. Pero Clara también debe pagarla. Si esto parece a V. inicuo, vuélvase usted impío y blasfemo contra la Providencia, y no contra mí. La Providencia, en sus designios inescrutables, con ocasión de mi culpa, ha puesto a mi hija en la alternativa o de sacrificarse o de ser falsaria y poseedora indigna de riquezas que no le pertenecen.
—No he de ser yo, por cierto —interrumpió el fraile—, quien disimule o atenúe lo difícil de la situación y la verdad que hay en lo que dices. Convengo contigo. Sé la nobleza de alma de Clara. Si ella supiera quién es… pero no, mejor es que no lo sepa.
—¿Qué piensa V. que haría si lo supiese?
—Sin vacilar… Clara se retiraría a un convento. Tu plan de casarla con D. Casimiro le parecería absurdo, malo, no ya siendo feo y viejo D. Casimiro, sino aunque fuese precioso y estuviese ella prendada de él. Con ese casamiento ni se remedia el mal nacido del embuste o la falsía, ni se despoja tu hija de bienes que no son suyos.
—Es, sin embargo, la única reparación posible, aunque incompleta, ignorando Clara el motivo que hay para la reparación. Convengo en que entrando Clara en un claustro el mal se remediaría mejor, menos incompletamente. Pero ¿cómo la hija de un ateo ha de tener vocación para esposa de Jesucristo?
Al pronunciar estas últimas palabras, el rostro de Doña Blanca tomó una expresión sublime de dolor; sus mejillas se tiñeron de carmín ominoso como el de una fiebre aguda; dos gruesas lágrimas brotaron de repente de sus ojos.
El P. Jacinto vio a Doña Blanca transfigurada; reconoció en ella un corazón de mujer que antes no había sospechado siguiera bajo la aspereza de su mal genio, y le tuvo lástima y la miró con ojos compasivos. Ella prosiguió:
—He meditado en largas noches de insomnio sobre la resolución de este problema, y no veo nada mejor que el casamiento de Clara con D. Casimiro. No piense V. que me falte valor para otra cosa. No me falta valor; me sobra piedad. Mil veces, ansiosa de que me matase, he estado a punto de revelar mi pecado al hombre a quien ofendí cometiéndole. Yo misma hubiera puesto gustosa el puñal en su mano; pero, le conozco, ¡infeliz! hubiera llorado como un niño; yo le hubiera muerto de pena, en vez de recibir el merecido castigo; él, con mansedumbre evangélica, me hubiera perdonado, y mi duro pecho y mi diabólico orgullo, lejos de agradecer el perdón, hubieran despreciado más aún al hombre que me le otorgaba. Manso, pacífico, benigno, Valentín hubiera apurado un cáliz de hiel y veneno al oír mi revelación; no hubiera sido mi juez inexorable, sino hubiera acabado de ser mi víctima, y yo, réproba, llena de satánica soberbia, hubiera ahogado el manantial de la compasión y de la ternura con desdén, hasta con asco, de una resignación santa, que el demonio mismo me hubiera pintado como enervada flaqueza. Mi deber era, pues, callar; hacer lo menos amarga posible la vida de este débil y dulce compañero que el cielo me ha dado, disimular, ocultar, hasta donde cabe… mi falta de amor… mi injusta, impía, irracional, involuntaria falta de estimación. Así se explican el engaño y la persistencia en el engaño; pero la vileza del hurto no cabe en mí. Mi alma no la sufre. ¿Pretende quizás ese ateo malvado que me envilezca yo con el hurto? ¿Qué razón, qué derecho, qué sentimiento paternal invoca quien tan olvidado tuvo durante años el fruto de su amor… y de la cólera divina? V. dice bien: lo mejor sería que Clara se sepultase en un claustro, se consagrase a Dios. Yo he hecho lo posible por disgustarla del mundo pintándosele horroroso; pero en ella han podido, más que mis palabras, la confianza juvenil, el brío maldito de la sangre, el deleite y la exuberancia de la vida. ¿Qué arbitrio me queda sino casarla con D. Casimiro? ¿Por qué la compadece V.? Pues qué, ¿no sale ganando? La hija del pecado no debiera tener bienes, ni honra, ni nombre siquiera, y todo esto conservará y de todo podrá gozar sin remordimientos, sin sonrojo.
En la última parte de su discurso Doña Blanca estuvo hermosa, sublime como una pantera irritada y mortalmente herida. Se había puesto de pie. Al fraile se le figuraba que había crecido y que tocaba con la cabeza en el techo. Hablaba bajo, pero cada una de sus palabras tenía punta acerada como una saeta.
El P. Jacinto conoció que había confiado por demás en su serenidad y en su elocuencia. Se hizo un lío y no supo decir nada. Se encontró tan apurado, que la vuelta de Clarita al salón le quitó un peso de encima y le dio tregua para poder replicar en momentos más propicios y después de meditarlo.
Doña Blanca, no bien entró su hija, supo dominarse y recobrar su calma habitual.
Un poco más tarde vino el benigno D. Valentín, y todos fueron a comer como si tal cosa.
El P. Jacinto echó la bendición al empezar la comida, y rezó al sentarse y al levantarse.
Ya de sobremesa, tuvo efecto la grata sorpresa de la corza. Clarita la halló encantadora. La corza se dejó besar por Clarita en un lucero blanco que tenía en la frente, y se comió cuatro bizcochos que ella misma le dio con su mano.
Don Valentín se maravilló, simpatizó y hasta se enterneció con la mansedumbre de aquel lindo animalejo.
Cuando, terminado todo, salió el P. Jacinto de casa de Doña Blanca, se apresuró a ir a ver al Comendador, quien le aguardaba impaciente, no habiéndole visto al llegar de Villabermeja, porque el fraile había adelantado más de una hora su venida a la ciudad. Excusándose de esto y de su precipitación en dar pasos sin consultar al Comendador, el P. Jacinto le relató cuanto había pasado.
Don Fadrique López de Mendoza no era de los que condenan todo lo que se hace cuando no se les consulta. Halló bien lo hecho por su maestro, y lo aplaudió. Hasta la turbación y mutismo final del fraile le parecieron convenientes, porque no habían traído compromiso, porque no se había soltado prenda. Ya hemos dicho que el Comendador era optimista por filosofía y alegre por naturaleza.
Después de haberse enterado de la conversación entre el fraile y Doña Blanca, el Comendador se abstuvo de tomar una resolución precipitada. Se contentó con rogar a su maestro que no se volviese a Villabermeja, que siguiese frecuentando la casa de Doña Blanca y que tratase de desvanecer todo recelo en dicha señora, prometiéndole no hablar con Clarita de la proyectada boda ni decirle nada en contra de los deseos de su madre.
El Comendador quería meditar, y meditó largamente, sobre el asunto. Sus meditaciones (ya hemos dicho que el Comendador era descreído) no podían ser muy piadosas. Era también el Comendador alegre, fino y sereno, y nada podían tener de apasionadas sus meditaciones. Su espíritu analítico le presentaba, sin embargo, todas las dificultades del caso.
No cabía la menor duda. La criatura lindísima y simpática que a él debía el ser estaba condenada, o a vivir como usurpadora indigna de lo que no le pertenecía, o a casarse con D. Casimiro, o a ser monja. Uno de estos tres extremos era inevitable, a no causar un escándalo espantoso o a no realizar un difícil rescate.
Doña Blanca tenía razón, salvo que para tenerla no era menester mostrarse tan hosca y tan poco amena con todo el género humano, empezando por su infeliz marido.
Para D. Fadrique había un ideal económico más fundamental que el político. Este ideal era que toda riqueza, todos los bienes de fortuna llevasen a ser un día, cuando la sociedad tocase ya en la perfección deseada, signo infalible de laboriosidad, de talento y de honradez en quien los había adquirido; que el ser rico fuese como innegable título de nobleza, ganado por uno mismo o por el progenitor que le ha dejado los bienes.
Bien sabía D. Fadrique que este término estaba aun remotísimo, pero sabía además que el mejor modo de acercarse a él era el de hacer todo negocio suponiéndole ya llegado; esto es, como si no hubiese riqueza mal adquirida en la tierra. Lo contrario sería conspirar a que prevaleciese el villano refrán de que
quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón
, y contribuir a que la vida, la historia, el desenvolvimiento civilizador de la sociedad sean una trama inacabable de bellaquerías.
Fundado en estos principios, desechaba de sí D. Fadrique el pensamiento de que en cada lugar del mundo habría de seguro un enjambre de madres en el caso de Doña Blanca y una multitud de hijas o de hijos en el caso de Clarita, para los cuales el problema moral, de tan difícil solución, que atormentaba a Doña Blanca, era como si no fuese, dejándolos disfrutar de la hacienda que la suerte y la ley les otorgaban, sin el menor escrúpulo y con la mayor frescura. Desechaba también la idea, algo cómica, pero más que posible, de que el mismo D. Casimiro, por circunstancias análogas, podría tener menos derecho que Clarita a la herencia, aunque toda fuese vinculada; de que D. Valentín, su padre o su abuelo, podrían también no haber tenido derecho, y de que sólo Dios sabe, aunque tal vez el diablo no lo ignore, por qué arcaduces subterráneos y por qué intrincados caminos ha venido a cada cual lo que por herencia disfruta. En estos casos la fe debe salvar; pero en el caso de Doña Blanca no había fe que valiese contra la evidencia que ella tenía. Cerrar los ojos, vendárselos y remedar fe era una infamia. D. Fadrique, condenando en su corazón y en su inteligencia serena los furores de Doña Blanca, la aplaudía y ensalzaba de que pensase con rectitud y con nobleza. Vaya a quien vaya, merézcale o no, tenga derecho o no le tenga derecho aquel a quien un bien se destina, son cosas que importan poco ante la superior consideración de que ese bien me consta que no es mío y de que sólo le gozo por engaño, por cielito y por mentira.
Como D. Fadrique era persona de mucho seso y sentido común, aunque se hallaba en época de reformas, sistemas y ensueños de toda clase, no pensó en condenar la herencia. Sin el grandísimo deleite de dejar ricos a nuestros hijos, se perdería el mayor estímulo para el trabajo, para el buen orden, para la aplicación y para aguzar y ejercitar el ingenio. D. Fadrique reconocía no obstante, que si estaba lejos aún el día en que sea casi imposible adquirir mal lo que uno mismo adquiere, estaba aún mucho más lejos el día en que sea casi imposible heredar mal lo que se hereda. El modo de no empujar hacia más hondo porvenir la aurora de ese día, era dar buen ejemplo en contra. La razón de Doña Blanca salía siempre triunfante de cada laberinto de reflexiones en que D. Fadrique se abismaba.
Había un mal moral que pedía remedio. Hasta aquí iba D. Fadrique de acuerdo con la idea de Doña Blanca. ¿Era el remedio peor que el mal? El remedio era duro; pero D. Fadrique comprendía que no era peor que la enfermedad, y que era menester aplicarle no habiendo otro.
El remedio podía aplicarse de dos maneras. O casando a Clarita con D. Casimiro, y, esto era fácil, o haciéndola tomar el velo. Esto segundo, a pesar de lo mundano, impío y anti-religioso que era D. Fadrique, le parecía mil veces mejor. Comprendía, no obstante, que para que Clarita entrase en un convento sin saber ella por qué, era necesario que alguien le infundiese la vocación. Tal trabajo no podía tomarle su madre. Sólo el P. Jacinto podría persuadir a Clarita a que se retirase al claustro.