El coleccionista de relojes extraordinarios (8 page)

Read El coleccionista de relojes extraordinarios Online

Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: El coleccionista de relojes extraordinarios
3.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y... eh... ¿cuánto cree que tardará... señor marqués?

El marqués sonrió levemente.

—Tendría que estar de vuelta antes del amanecer. Si no, me temo que será demasiado tarde para Marjorie.

Observó cómo se iba dibujando la ansiedad en el rostro de Bill Hadley mientras su mente asimilaba aquella información.

—¿Qué... qué es eso que tiene que buscar?

El marqués sonrió de nuevo.

—Un reloj. No, no me mire de esa forma. Si un reloj ha robado el alma de su esposa, no es descabellado pensar que otro reloj podría devolvérsela. Venga conmigo; se lo explicaré con más calma, ya que veo que ahora sí está usted dispuesto a escuchar, y de paso veremos qué tal le va al joven Jonathan en la Ciudad Antigua.

Bill siguió al marqués de nuevo hasta la cámara de los relojes extraordinarios. Marjorie continuaba inconsciente, en la misma posición en que su marido la había dejado, pero en el reloj de Qu Sui la figura del jabalí se alejaba lentamente del emperador.

El marqués se detuvo, y Bill estuvo a punto de tropezar con él. Retrocedió unos pasos cuando vio que se había parado frente al reloj de péndulo de Barun-Urt.

—Hace usted bien —dijo el marqués con una risa breve—. Pero no se vaya demasiado lejos, o no verá nada.

Bill iba a replicar, pero se percató entonces de que el marqués estaba muy interesado en la esfera del reloj.

—¿Qué está haciendo? ¿Por qué...?

—El reloj de Barun-Urt es una ventana abierta al espacio-tiempo. Ni yo mismo he descubierto aún todas sus posibilidades, pero no creo que tenga a mal mostrarnos algo tan modesto como el presente de un muchacho que se mueve cerca de nosotros, al otro lado del río.

A medida que iba hablando, algo extraño sucedía en la esfera del reloj, que cambió de tonalidad varias veces. Los números y las manecillas se difuminaron hasta desaparecer por completo, y la esfera se convirtió en una especie de pantalla circular en la que una imagen oscura fue cobrando cada vez más nitidez.

Bill jadeó, sorprendido.

La esfera del reloj mostraba a dos jóvenes caminando bajo las estrellas por calles húmedas y empedradas. Uno de ellos era Jonathan.

—¡Es... mi hijo!

—El muy condenado ha pasado —murmuró el marqués, con una extraña sonrisa de satisfacción—. Es más listo de lo que yo creía.

—¿Quién es ella? —preguntó Hadley.

Los ojos del marqués se clavaron en la imagen de Emma, que se estremeció casi imperceptiblemente, como si hubiese sentido su mirada.

Capítulo 6

J
onathan se paró de pronto y miró a su alrededor, desolado. Se sentía completamente perdido. Todo estaba oscuro, y el chico se preguntó si era normal que no hubiese iluminación en aquella zona de la ciudad. Emma se volvió para mirarlo.

—¿Qué pasa?

—Oye —jadeó Jonathan—. Todas las calles parecen iguales. ¿Estás segura de que sabes adónde vas?

Ella se detuvo de pronto y se volvió hacia él, con los ojos centelleantes. Parecía ofendida.

—Claro que sí. Vivo aquí desde hace mucho tiempo, ya te lo he dicho. ¿Qué te pasa? ¿Es que no te fías de mí?

—No es eso —lo cierto era que Emma le parecía la única persona normal de todas las que había conocido en la Ciudad Antigua—. Es que me da la sensación de haber pasado varias veces por el mismo sitio.

Emma rió alegremente.

—Eso es porque todas las calles son muy parecidas, y además no hay farolas en esta parte de la ciudad. Tú mismo lo has dicho. A los que no son de aquí les resulta muy fácil perderse. Pero no te preocupes, estamos llegando ya. ¿Ves esa luz? Es ahí.

Jonathan miró hacia donde ella le señalaba. Un poco más allá, un leve resplandor violáceo iluminaba el callejón. Al acercarse, el chico vio que la luz provenía de un ventanuco a ras de suelo. Quiso asomarse a mirar, pero Emma tiró de él hasta una escalera que bajaba hacia un sótano. Descendieron por ella hasta llegar a una puerta pequeña y oscura que olía intensamente a algo parecido a hierba mojada.

—Hiedra, déjanos pasar —dijo Emma.

Algo se movió junto a la puerta, y Jonathan vio entonces que, en el suelo, junto al umbral, estaba sentada una mujer pequeña y arrugada que se envolvía en un lío de mantas verdes.

—¿Quién es? —preguntó con voz apagada—. Oh... —dijo al ver a Emma—. Disculpad.

Se hizo a un lado con presteza, y el olor a hierba mojada la siguió. Un rayo de luna se reflejó en su cara, y a Jonathan le dio la sensación de que su piel tenía un cierto tinte aceitunado.

—¿Habéis venido a verla a ella? —preguntó Hiedra.

—¿Puede recibirnos? —preguntó Emma a su vez.

—Sabes que sí —sus ojillos, brillantes y oscuros, se fijaron en Jonathan, que se removió, incómodo—. ¿Y él?

—Viene conmigo —replicó Emma, como si eso lo explicase todo.

Hiedra no dijo más. Se levantó pesadamente —Jonathan se apartó para dejarla pasar— y subió con lentitud las escaleras hasta la calle, arrastrando su fardo de ropa tras de sí.

Emma esperó a que se alejara. Cuando Hiedra desapareció en la oscuridad, aquel peculiar olor se fue con ella.

—Bien, listo —suspiró Emma.

Empujó la puerta y esta se abrió. Entró en la habitación que había detrás. Jonathan la siguió hasta un vestíbulo oscuro.

—Hum... ¿Emma?

—¿Sí?

—Esa mujer...

—¿Quién, Hiedra?

—Sí, ella... ¿no era un poco rara?

—No le hagas caso, no es mala gente. Solo se siente un poco perdida. Destruyeron su bosque, ¿sabes? Incendios, talas, todo eso. Se ha refugiado aquí, pero sabe que no puede quedarse para siempre. Lo que pasa es que tiene miedo de volver a empezar en otro bosque. Por si le vuelve a pasar.

—Ah, claro —murmuró Jonathan—. Comprendo.

Pero lo cierto era que no comprendía gran cosa. Quiso hacer más preguntas, pero Emma seguía avanzando, y Jonathan no tuvo más remedio que ir tras ella.

El vestíbulo dio paso a una pequeña sala de techo bajo, iluminada por aquella luz violácea que el chico había distinguido desde la calle, y que provenía de un buen número de extrañas velas de llama azulada que se hallaban desperdigadas por toda la habitación. Gruesas alfombras recubrían el suelo, y tapices de intrincados dibujos decoraban las paredes. Los únicos muebles eran una pequeña mesa redonda, cubierta por un paño de terciopelo, y tres taburetes. En uno de ellos se sentaba una mujer cuyo rostro quedaba velado por las sombras.

—Buenas noches —saludó Emma educadamente.

—Buenas noches —respondió la mujer con voz suave—. Pasad y tomad asiento.

Obedecieron. Cuando ambos estuvieron sentados frente a la mesa, Emma dijo:

—Este chico anda buscando algo. ¿Puedes ayudarlo?

La mujer no dijo nada, pero se inclinó ligeramente hacia adelante para verlos mejor, y Jonathan pudo apreciar entonces sus rasgos. Tenía el rostro ovalado y los ojos ligeramente achinados, y llevaba el pelo muy corto y de color violeta, como la luz que emitían las velas.

—¿De verdad puede ayudarme?

—Puedo decirte quién eres, de dónde vienes y adónde vas —respondió la mujer—. No sé si eso te servirá de algo.

Jonathan se encogió de hombros.

—Busco un reloj —dijo—. Lo llaman el reloj Deveraux, y es muy importante que lo encuentre antes del amanecer. Sé que parece una locura, pero si usted puede darme alguna pista...

Jonathan se calló de pronto al darse cuenta de que la mujer no lo escuchaba. Se sintió molesto al principio, pero entonces vio que parecía muy concentrada en algo que tenía entre las manos, y la observó con curiosidad.

La vio barajar un mazo de cartas y depositarlo frente a él.

—Corta —dijo solamente.

Jonathan obedeció automáticamente. Entonces la mujer tomó de nuevo la baraja y comenzó a disponer las cartas sobre la mesa. Jonathan vio que eran cartas del tarot.

—¿Qué... qué se supone que está haciendo?

Ella siguió colocando las cartas, sin prestar atención al tono indignado del muchacho.

—¿Va a leerme el futuro en las cartas? —casi gritó Jonathan—. ¿Me juego la vida buscando un reloj y a usted solo se le ocurre echarme las cartas?

Emma cogió a Jonathan por el brazo, con firmeza.

—Cállate, Jonathan. Vas a ofenderla.

Pero la mujer no parecía ofendida. Centraba su atención en la disposición de las cartas.

—Esto es increíble —bufó Jonathan, de modo muy parecido a como solía hacerlo su padre—. Me has traído a ver a una adivina.

—La Echadora de Cartas es mucho más que una adivina —replicó Emma—. Sabes, hubo una época en que había sibilas y profetisas, y la gente importante no se atrevía a tomar decisiones serias sin consultar con ellas.

Jonathan abrió la boca para decir algo, pero la Echadora de Cartas alzó una mano, pidiendo silencio, aunque sin apartar la vista de los naipes que había colocado sobre la mesa. Jonathan suspiró con impaciencia.

—Perdido y sin rumbo —dijo entonces la mujer.

—¿Cómo dice?

Pero ella seguía concentrada en las cartas. Había nueve, y estaban dispuestas en forma de cruz. La carta colocada en la intersección de los dos brazos de la cruz representaba a una especie de bufón que caminaba con un hatillo al hombro.

—Es el Loco —dijo Emma; miró a la Echadora de Cartas—. El Loco es quien va perdido y sin rumbo, ¿verdad?

Ella asintió.

—Se trata de una criatura que parece no vivir en la realidad; una criatura a quien nadie toma en serio, y que vaga de un lado a otro sin saber qué busca, ni adónde quiere llegar.

Alzó la cabeza y sus ojos, de un extraño color violeta (¿sería un reflejo de la luz de las velas?), se clavaron en él.

—El Loco eres tú, muchacho.

—Yo sé lo que busco —protestó Jonathan.

—Tú crees saber lo que buscas —corrigió la mujer—, pero no lo sabes en realidad. Y andas vagando de un lado a otro... Pero hay más. Mucho más.

Volvió a estudiar las cartas.

—Un hombre poderoso y dominante controla tu pasado reciente.

—¡El Emperador! —susurró Emma.

Le mostró a Jonathan la primera carta del brazo horizontal de la cruz. Representaba a un rey, con cetro y corona.

Por alguna razón, Jonathan no pudo evitar pensar en el marqués. Miró las cartas con más atención y se estremeció al ver la que había entre el Emperador y el Loco.

Era el Diablo.

Sacudió la cabeza. No era más que una casualidad. La Echadora de Cartas seguía inclinada sobre el tapete, y su rostro mostraba una expresión de profunda concentración.

—El presente del Loco no es favorable —susurró—. El Mal ronda en torno a él. Y hay alguien que quiere confundirle y engañarle.

—¿Es el Diablo? —preguntó Emma; parecía fascinada con todo aquello—. ¡Oh, no, ya veo! Jonathan, tienes a la Luna justo sobre tu cabeza.

Señaló la carta que había justo sobre la del Loco. En una estampa nocturna, dos perros aullaban a una Luna que los observaba clavada sobre el cielo de la ciudad.

—La Luna cambia, varía, se muestra y se oculta —asintió la Echadora de Cartas—. La Luna es engañosa. Ella es, en gran medida, la responsable del estado de confusión del Loco.

—La Luna —repitió Jonathan, como para asegurarse de que había oído bien.

—La Luna es hermosa, sí —prosiguió la Echadora de Cartas, impertérrita; si había percibido el escepticismo de Jonathan, o no le importaba o lo disimulaba realmente bien—. Pero poco fiable como guía. Todo viajero sabe que las estrellas son la luz que lleva a buen destino —añadió, volviendo la mirada hacia Emma.

La chica parecía, sin embargo, más interesada en las cartas.

—Echadora, ¿qué es eso? —preguntó, señalando la carta que estaba justo bajo el Loco—. No será la Muerte, ¿verdad?

La adivina asintió sin una palabra. Jonathan reparó entonces en la carta que representaba al esqueleto con guadaña. Un tenso silencio había caído sobre la habitación, y Jonathan trató de quitarle seriedad al asunto.

—Bien, me alegro entonces de tener la Muerte a mis pies y no sobre mi cabeza.

—Pero ten cuidado, hijo —dijo la Echadora de Cartas—. La Muerte, la Luna y el Diablo rondan al Loco esta noche. No son buenos augurios.

Jonathan miró a Emma, y le sorprendió ver que parecía muy impresionada; incluso había palidecido.

—Oye, ¿qué te pasa? No creerás que voy a morir esta noche, ¿verdad?

Pero recordó al demonio y se estremeció.

Emma reaccionó y le brindó una cálida sonrisa que a Jonathan le pareció encantadora.

Es que a mí nunca me ha salido esa carta. Por so me he asustado un poco al verla.

—Bueno, pues olvidémonos de ella —decidió Jonathan—. ¿Qué hay de las otras cartas? ¿Todas las de la fila vertical hablan de mi presente? ¿Y eso es un hombre ahorcado?

Señaló la carta que había bajo la de la muerte, y que representaba a un hombre que colgaba de una cuerda cabeza abajo.

—El Colgado es un ser que intenta avanzar hacia adelante, pero que se ha quedado estancado en alguna parte —susurró la Echadora de Cartas—, porque ha dejado un asunto pendiente. Es alguien fuera de lugar, en un tiempo que no le corresponde. Se ha quedado anclado en un punto del camino y no logrará avanzar hasta que no solucione aquello que quedó por resolver. El Colgado es otra de las criaturas que pueblan el presente del Loco.

Jonathan iba a preguntar qué tenía que ver con él el Colgado, pero Emma había concentrado su atención en la última carta de la fila vertical. Representaba a un hombre que trabajaba con diversos objetos sobre una mesa.

—El Mago es una buena influencia, ¿verdad? —dijo.

—La carta está colocada en el extremo opuesto a la de la Luna —murmuró la adivina— y, aunque la Luna esté más cercana al Loco, el Mago también puede dejar sentir su poder.

—¿Qué es exactamente el Mago? —quiso saber Jonathan.

—Un hombre que trabaja y hace maravillas —fue la respuesta—. El Mago ha encontrado respuestas en su corazón y las aplica en el mundo real, creando objetos prodigiosos que son una muestra de su entusiasmo por los misterios de la vida. El Mago puede enseñar al Loco cuál es su verdadero camino.

La Echadora de Cartas calló. Entonces Jonathan dijo:

—Si es ese mi futuro, lo siento, pero no me ha aclarado nada. Yo solo quería saber...

—No —cortó Emma—. El Emperador y el Diablo señalan tu pasado reciente. La Luna, la Muerte, el Colgado y el Mago giran en torno a tu presente. Pero estas dos últimas cartas —señaló las del brazo derecho de la cruz— marcan tu futuro.

Other books

Wide Open by Deborah Coates
La maldición del demonio by Mike Lee Dan Abnett
Breathing Underwater by Alex Flinn
Holiday Affair by Annie Seaton
The Negotiator by Dee Henderson
The Callsign by Taylor, Brad
A Wreath for Rivera by Ngaio Marsh