El coleccionista de relojes extraordinarios (4 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: El coleccionista de relojes extraordinarios
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—Un reloj medieval —explicó el marqués—. Del siglo trece. Como ven, no tiene números, no puede señalar la hora, pero sí marca el tiempo y lo divide en segundos. Perteneció a un arzobispo alemán que estaba obsesionado con contar el tiempo que faltaba hasta el día del Juicio Final. Todo lo que consiguió fue este reloj. Sin embargo, quedó absolutamente fascinado con él. Pasaba noches y días enteros sentado frente al reloj, oyendo su tictac y viendo cómo sus piezas se movían, arriba y abajo, arriba y abajo... hasta que nada ni nadie fue capaz de sacarlo de su hipnótico estado. Cuando lo arrancaron de la silla estaba completamente rígido, y nunca lograron despertarlo. Pasó el resto de sus días sentado, moviendo los ojos arriba y abajo, arriba y abajo, como si todavía pudiese ver los engranajes de su reloj, y haciendo con la lengua un molesto chasquido que imitaba su sonido. No comía, no bebía, no dormía. Fue consumiéndose poco a poco, hasta que al final murió.

—Qué historia tan desagradable —dijo Marjorie, estremeciéndose.

—No es más que una historia —replicó Bill, cruzándose de brazos—. No sucedió en realidad.

—Oh —dijo el marqués, sin manifestar en su rostro ninguna expresión en particular—. ¿Usted cree?

—Por supuesto. Si fuese cierta, a alguien se le habría ocurrido destruir ese... ese condenado reloj.

—Los objetos malignos saben cuidarse solos, y no son fáciles de destruir. Y en este reloj sigue habiendo algo maligno. El arzobispo alemán no fue el único en quedar en trance por su culpa, así que yo en tu lugar, jovencito, apartaría la mirada de él, a no ser que quieras acabar moviendo los ojos y chasqueando la lengua el resto de tu vida.

Jonathan dio un respingo y se separó del reloj, algo confuso. Su padre colocó la manaza derecha sobre el hombro del muchacho, protectoramente, a pesar de que el chico era ya tan alto como él.

—No le hagas caso, hijo —susurró—. Son solo cuentos de hadas.

Jonathan no respondió, pero echó una rápida mirada al marqués, para asegurarse de que no lo había oído. Este no dijo nada, ni siquiera los miró, pero sus labios se curvaron en una leve sonrisa.

Pasaron al siguiente objeto, un enorme reloj de arena.

—Y a este, ¿qué le pasa? —preguntó Bill, divertido—. ¿También está maldito?

El marqués negó con la cabeza. No parecía ofendido.

—Este reloj —dijo— fue parte de un siniestro pacto. Una vez, un hombre vendió su alma al diablo a cambio de la inmortalidad. Le fue entregado este reloj, que mediría la duración de su vida. Mientras la arena corriese en su interior, el hombre viviría. Cuando la arena se detuviese, moriría. Lo único que tenía que hacer era darle la vuelta una y otra vez, hasta que se cansase de ser inmortal.

»Pues bien, el reloj... se perdió... y casualmente vino a parar a mis manos —sonrió como un tiburón—. La vida de su propietario depende de este objeto. Yo ya he dado la vuelta al reloj cinco veces, pero, quién sabe... tal vez algún día me canse de hacerlo.

Jonathan miró el reloj, fascinado, pero su padre había perdido la paciencia.

—¿Nos ha traído hasta aquí para contarnos pamplinas?

El marqués se volvió hacia él y lo atravesó con la mirada. Bill Hadley retrocedió, súbitamente amedrentado.

—Llámelo como quiera... señor Hadley —dijo el marqués, con un tono de voz tan frío que habría helado hasta el mismo infierno—. Pero todavía hoy sigue internada en el psiquiátrico una mujer que mueve los ojos y chasquea la lengua al ritmo de mi magnífico reloj del siglo trece. Y no menos de seis personas perdieron su alma en el interior del reloj de Qu Sui. Y dos jóvenes desaparecieron para siempre entre los pliegues del espacio-tiempo porque se acercaron demasiado al extraordinario reloj de péndulo de Barun-Urt, que, por cierto, es el que iba a mostrarles a continuación. Por no hablar de otro prodigioso reloj de arena, el de Shibam, que hizo rejuvenecer a dos hombres y una mujer hasta un grado anterior a su propia existencia, cuando le dieron la vuelta para ver cómo la arena caía del revés.

Bill tragó saliva.

—¡Dios mío, está usted hablando en serio! ¡De verdad se cree todos esos disparates!

—Por eso —prosiguió el marqués sin hacerle caso—, por eso y no por otra cosa tuve que clausurar la exposición. Créame si le digo que, en realidad, me da exactamente igual si usted mete la cabeza dentro del reloj de Barun-Urt, como si decide alimentar el «Redde Quod Debes» con su propio tiempo. Yo me veía obligado a advertir a los visitantes, pero, desde mi punto de vista, ahí acababa mi responsabilidad. Por desgracia, las autoridades locales no opinaban del mismo modo...

Hubo un tenso silencio. Bill Hadley fue a decir algo, pero no encontró las palabras. El marqués sonrió con amabilidad y prosiguió:

—Y ahora que ya lo sabe, aunque dudo mucho que haya usted comprendido la importancia de lo que aquí se guarda, les rogaría a usted y a su familia que me disculpasen, pues tengo asuntos que atender, y no dudo que a ustedes les queda mucho por visitar en la Ciudad Antigua.

Bill parpadeó, algo confuso. El marqués no había levantado la voz en ningún momento, y su tono había sido extremadamente educado y cortés, pero él había creído leer entre líneas que lo había llamado estúpido y lo estaba echando de su casa.

—Eh... bien, sí —farfulló, inseguro—. Mejor nos vamos. Que le vaya bien con sus... em... relojes. Jonathan, Marjorie... nos marchamos... ¿Marjorie?

La mujer se había quedado quieta frente a un mecanismo de rara belleza. Estaba formado por un orbe de vidrio apoyado sobre un pedestal de mármol. Encima del orbe había una plataforma de oro y alabastro con una serie de inscripciones en caracteres orientales, y sobre ella se movían un grupo de figuritas de oro que representaban distintos animales: un ratón, un tigre, un dragón, un caballo, un gallo, un perro, una cabra, un mono, una serpiente, un jabalí, una liebre y un toro, que giraban lentamente en torno a la figura, situada en el centro, de un emperador chino. Las figuras no se movían en círculo, sino atendiendo a una extraña coreografía de movimientos aparentemente caótica. En aquel momento, la figurita del gallo se estaba inclinando ante el emperador.

Pero lo que llamó la atención de Jonathan y su padre no fue la delicada perfección de los autómatas en miniatura, sino la extraña y densa niebla que giraba en el interior del orbe y que, de alguna inconcebible manera, parecía alimentar los movimientos de las doradas figurillas sobre él. Algo perverso y siniestro había en aquella bruma fantasmal, y Jonathan sintió que se le helaba la sangre en las venas sin saber por qué.

Entonces, como a cámara lenta, Marjorie adelantó la mano para rozar el orbe del reloj con la punta de los dedos, y un pesado silencio cayó sobre la habitación, como si el tiempo se hubiese detenido, y se prolongó por espacio de unos eternos segundos, hasta que un suspiro del marqués los devolvió a la realidad.

—Miren que se lo he advertido —dijo solamente, con más resignación que preocupación.

En el momento en que Marjorie Hadley cayó al suelo desvanecida, los relojes dieron las seis, y la cabeza del gallo tocó los pies del emperador.

Capítulo 3

L
os instantes siguientes fueron confusos. Bill y Jonathan se abalanzaron sobre la mujer caída, que estaba mortalmente pálida y con los ojos desenfocados. Por un momento creyeron que ella estaba muerta, pero entonces descubrieron un breve pálpito de vida que hacía temblar sus labios entreabiertos.

—Hay que llamar a una ambulancia —dijo Bill, poniéndose en pie de un salto.

Pero el marqués lo detuvo cogiéndole del brazo.

—Espere; ella no está enferma, solo prisionera; pero si la alejan del reloj, morirá.

Bill se sacudió su mano de encima con un gesto furioso.

—¡Maldito loco! —lo insultó—. Usted es el responsable de todo esto. ¡Me ocuparé de que pase el resto de sus días en la cárcel y de que no quede piedra sobre piedra en este lugar!

El marqués no respondió. Solo avanzó hasta él y lo miró, y de repente parecía haber crecido en estatura y contener todo el poder del universo en sus ojos oscuros. Bill retrocedió unos pasos, acobardado. No trató de resistirse cuando el marqués cerró de nuevo su mano derecha, como una garra, en torno a su antebrazo, y lo obligó a colocarse frente al reloj y a volver la cabeza para escuchar el misterioso y casi inaudible sonido que procedía del orbe.

Jonathan seguía inclinado junto a su madrastra, incapaz de reaccionar ni de comprender qué estaba sucediendo. Pero vio con espantosa claridad el cambio en la expresión de su padre; su rostro perdió el color, sus ojos se abrieron al máximo, desorbitados por el terror, y su frente se cubrió de gotas de sudor.

—¡Papá! —gritó el muchacho, incorporándose de un salto.

—Ma... Marjorie —susurró él.

Después, se derrumbó.

No cayó como lo había hecho su esposa, sino que se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo, con los hombros hundidos, la cabeza gacha y una expresión de profunda desesperanza pintada en su rostro.

—Papá —repitió Jonathan, inclinándose junto a él—. ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?

Pero él movía la cabeza y murmuraba el nombre de su esposa. Toda su fuerza y altanería parecían haberlo abandonado. Jonathan lo cogió por los hombros, y se le antojaron quebradizos como el cristal. Fue como si Bill Hadley hubiese envejecido de pronto, y el muchacho no pudo reprimir un estremecimiento. Todavía se negaba a creer las historias fantásticas que el marqués había relatado acerca de aquellos relojes, pero una oscura garra de miedo e incertidumbre había aferrado su corazón desde hacía un buen rato.

Se volvió hacia el dueño de la colección de relojes.

—¿Qué le ha hecho?

El marqués se encogió de hombros y le dirigió una fría mirada casi inhumana.

—Solo le he hecho comprender en qué situación se encuentra su esposa, y por qué los médicos no podrían salvarla. No es lo bastante fuerte como para aceptar la verdad.

Jonathan sintió que lo inundaba una oleada de ira, nacida del miedo, la desesperación y la sensación de impotencia producida por el hecho de no entender qué estaba sucediendo. Se levantó de un salto y le plantó cara al marqués.

—¿Qué verdad? —exigió saber—. ¡Dígame qué les ha pasado a mis padres!

Su oponente lo miró con un cierto brillo de admiración en sus ojos oscuros.

—Tal vez tú poseas el temple del que carece tu padre, muchacho. Tu madrastra se halla en un grave peligro, caminando entre la vida y la muerte. Acércate al reloj y escucha. ¡Pero cuidado! No lo toques. No lo roces siquiera.

Jonathan vaciló, pero aproximó su rostro al orbe y escuchó.

Al principio no oyó nada. Después, poco a poco, comenzó a percibir un susurro parecido al del viento entre las hojas de los árboles.

—¿Qué es eso? —musitó.

—Escucha —dijo el marqués.

Jonathan prestó atención. Lentamente, el susurro comenzó a hacerse cada vez más nítido, y Jonathan se estremeció: parecía un coro de voces humanas que hablasen todas a la vez, y cada una en un idioma distinto. Sonaban muy lejanas, pero no cabía duda de que eran humanas.

—¿Pero qué...?

Se interrumpió de pronto. Una voz se elevaba por encima de las demás. Era una voz femenina y dolorosamente familiar. Y pronunciaba su nombre.

—Jon... athan...

Jonathan ahogó un grito.

—¿Marjorie?

—Jon... athan —susurró la voz de Marjorie desde el interior del orbe del reloj de Qu Sui—. Ayú... da... me... Saca... me de aquí...

Jonathan volvió la cabeza para mirar directamente al orbe, sobrecogido. Lo que vio lo dejó paralizado por el terror: la niebla cambiante parecía formar los rasgos del rostro de Marjorie, y sus ojos lo miraban suplicantes mientras unos dedos fantasmales tanteaban el interior del orbe, tratando de escapar de aquella horrible prisión de cristal.

Los labios de la aparición vibraron de nuevo.

—Jon... athan...

El chico se separó bruscamente del reloj, pálido como la cera y temblando violentamente. Su corazón latía con fuerza. Tardó un rato en recuperar el habla.

—Hay que sacarla de ahí —pudo decir al fin.

El marqués asintió.

—El tiempo se agota —dijo, y sonrió, como si acabase de decir algo cargado de amarga ironía—. Pero hay una posibilidad de recuperar su alma antes de que sea demasiado tarde... si estás dispuesto a intentarlo, claro.

Jonathan no dijo nada. Miró al marqués y sus ojos lo intimidaron.

—¿Quién es... usted? —pudo preguntar al fin.

El alto hombre de negro dejó escapar una breve carcajada.

—Veo que, a diferencia de tus padres, tú todavía posees un mínimo de instinto. Bien, Jonathan, mi identidad ahora no viene al caso. Es más urgente que lo sepas todo sobre este reloj y que busques lo único que podría contrarrestar su influencia. Con un poco de suerte, triunfarás donde yo he fracasado —sus ojos relampaguearon y Jonathan retrocedió un paso—. Y entonces recuperaremos el alma de tu madrastra... y puede que algo más. ¿Estás dispuesto a escucharme?

Jonathan miró a su padre, pero este parecía ausente, encogido junto al cuerpo inerte de su mujer y gimoteando en voz apenas audible. El chico respiró hondo. Se sentía preso en el interior de una extraña pesadilla de la que no sabía cómo despertar. Sin apenas darse cuenta, asintió.

Entonces el marqués empezó a hablar, y su voz tenía un tono hipnótico y fascinante que llevó a Jonathan a tiempos remotos y a reinos lejanos, y fue casi como si él mismo hubiese vivido la historia del extraordinario reloj que tenía presa el alma de su madrastra:

—El reloj de Qu Sui fue creado en China, hace muchos siglos, antes incluso de que existiesen en Europa artefactos mecánicos capaces de medir el tiempo. Fue fruto de la curiosidad insaciable de un emperador que amaba las cosas extraordinarias. A su palacio llegaban todo tipo de viajeros de tierras lejanas esperando agradarle con las maravillas que traían. Al emperador le apasionaba lo nuevo y lo sorprendente, ya fueran animales desconocidos, ingenios fantásticos o historias increíbles.

»Pero la única persona que logró captar toda su atención, una y otra vez, fue un mago que vino de Persia. Alquimista, inventor, ilusionista, mecánico, poeta... un creador de maravillas llenas de misterio y belleza. El emperador lo mantuvo a su lado, encantado, y el mago llenó su palacio de prodigios.

»Un día se presentó ante él con un nuevo ingenio que era capaz de medir el tiempo. Los chinos dividen la jornada en doce partes o
tokis
, que se corresponden con los doce animales de su horóscopo. El mecanismo consistía en una serie de piezas que se movían de manera predeterminada, siguiendo de alguna forma el movimiento de los astros. Cada una de las piezas llevaba grabado el símbolo de un
toki
, y pasaban por el centro de la circunferencia con una extraordinaria exactitud, que fue corroborada por los astrónomos más prestigiosos del imperio.

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