—Yo estaba enfermo cuando me mandaron allí. Los médicos me ayudaron a mejorar.
—¿Y qué me dices del sótano?
Vuelve a activar la manguera y se pone a regar unas plantas. El agua rebota en los helechos y le salpica la ropa. Empapa las plantas y el suelo y un reguero de agua retrocede desde la boca de la manguera hasta su mano y sigue por su brazo. Cartman intenta silbar, pero no sabe, lo único que consigue es soplar aire con fuerza entre los labios fruncidos. Me guardo el recorte plegado en el bolsillo, agarro un trozo de la manguera y la doblo sobre sí misma para cortar el chorro. Se vuelve hacia mí con aspecto derrotado y la mirada gacha.
—El sótano, Jesse.
—¿Qué… qué sótano? —pregunta—. No recuerdo ningún sótano.
—Había una celda ahí abajo.
—No quiero hablar de ello —dice sin levantar la mirada.
—¿Es ahí donde te encerraban cuando no te podían controlar?
—El… el sótano no era para eso.
—Entonces, ¿para qué era?
—No quiero hablar de ello.
—¿Recuerdas haber hablado con Cooper Riley?
Asiente.
—Quería que le contara lo de mi hermana y por qué le hice daño. Quería saber qué sentía a medida que me hacía mayor. Me hacía muchas preguntas acerca de mis padres, ese tipo de preguntas en las que según él estaba parte de mi problema. No me caía muy bien.
—¿Llegaste a contarle algo sobre el sótano?
—Por supuesto que no. Nos tenían prohibido hablar sobre ello. Y nadie me habría creído, de todos modos. Si le hubiera contado algo me habrían mandado allí abajo de nuevo.
Sigo presionándolo.
—¿Qué sucedía en esa sala? Te obligaban a dormir allí, ¿verdad?
—A veces. Pero a mí, solo en un par de ocasiones. —Se limpia unas lágrimas acumuladas en las comisuras de los ojos y se sorbe la nariz ruidosamente.
—¿Os pegaban, allí abajo?
—Más o menos.
—¿Qué más os hacían?
—¿Usted qué cree? —pregunta—. Algunos nos lo merecíamos, supongo, por lo que habíamos hecho. Lo que ocurría allí abajo era el tipo de cosas que nosotros les habíamos hecho a otras personas.
—Por favor, Jesse, es importante que me lo cuentes todo.
—He estado leyendo las noticias y sé lo que quiere. Está buscando a Cooper Riley, él no sabía nada de la Sala de los Gritos, y… —Se detiene cuando se da cuenta de lo que acaba de decir—. Mierda —dice—. Por favor, se lo ruego, no le cuente a nadie que se lo he dicho.
—¿La Sala de los Gritos?
—Tengo que seguir trabajando —dice.
—Jesse, es muy importante. Si has leído los periódicos, sabrás que estoy buscando a una chica que ha desaparecido.
—Lo sé —dice—. Así es como la llamábamos. A la sala. La llamábamos la Sala de los Gritos.
—¿Os mandaban allí abajo y os torturaban?
—A veces nos mandaban allí solo para castigarnos. La sala servía para mantenernos a raya. Pero otras veces los Gemelos también nos llevaban ahí abajo.
—¿Los Gemelos?
—Eran dos camilleros. Eran idénticos en lo mucho que les gustaba hacer sufrir a la gente —dice—. En un sitio como ese había mucha gente, ¿sabe? Y la sala no siempre era una Sala de los Gritos, es lo que usted ha dicho, se utilizaba sobre todo para controlar a los pacientes. Los Gemelos solían recibir dinero de la gente. Buscaban a los parientes de las víctimas a las que los pacientes les habían hecho daño y les ofrecían la posibilidad de vengarse. Sacaban dinero de nuestro dolor. Otras veces simplemente se nos llevaban ahí abajo para… para lo que debían de entender por divertirse. Al menos debía de resultar divertido para ellos.
—¿Esto sucedía muy a menudo? —pregunto.
—No me cree.
—Yo no he dicho eso.
—No hace falta que lo diga. Puedo verlo.
Y tiene razón. No le creo… pero pienso que él sí cree lo que dice. Salir a buscar familiares y cobrarles por permitirles sentir la emoción de la venganza no encaja en la realidad de ningún modo. Demasiadas personas tendrían que haber sido increíblemente buenas guardando secretos para no revelar uno tan gordo. Nada de todo esto me ayuda en absoluto a descubrir el paradero de Emma Green.
—Convénceme —le digo—. ¿Esto sucedía muy a menudo?
Se encoge de hombros.
—Continuamente. No paraba de morir gente, ahí abajo. A un paciente lo tuvieron allí durante una hora y subieron su cadáver en una camilla.
—¿Y nadie lo sabía?
—Por supuesto que la gente lo sabía, pero a nadie le importaba. No es difícil de creer —dice, pero se equivoca: cuesta creerlo—. Si yo hubiera matado a su hermana y le hubieran dado la oportunidad de hacerme daño por cien pavos o por el dinero que fuera, porque no sé cuánto les cobraban… ¿no se lanzaría de cabeza?
No lo sé. Dependería de si la persona hubiera fingido su enfermedad para salir indemne del cargo de asesinato o si realmente estaba enferma. Así es como lo veo ahora. Teniendo en cuenta las circunstancias, ¿quién sabe? Otros llamarían a la policía o al servicio de asistencia médica. Una historia como esa no podía mantenerse encerrada por mucho que todo el mundo se esforzara en contenerla. Acabaría filtrándose a los medios de comunicación, que habrían visto una mina en una historia como esa. Habría aparecido en todos los periódicos del país y habría tenido una repercusión internacional. Habría sido un gran titular.
—Define «continuamente» —le digo.
Se encoge de hombros de nuevo y cae algo de agua de la manguera.
—Una vez cada dos meses, más o menos.
Hago cuentas. Cada dos meses. Seis personas al año. En diez años serían sesenta personas. No puedo creer que hubiera sesenta personas dispuestas a pagar dinero, bajar al sótano y pegarle una paliza de muerte a alguien con un bate de béisbol o un martillo. No lo veo.
Lo que sí puedo creer es que sucediera una o dos veces. Podría haber algo de verdad en lo que me cuenta. Si así fuera, la persona que obtenía venganza debía de sentirse bien cuando terminaba. ¿Cuántos llegaron a casa y lo primero que hicieron fue vomitar? ¿Y cuántos desearon poder volver a por más?
—Y tú no se lo dijiste a nadie.
—¿Quién me habría creído? Ni siquiera usted me cree.
—He visto la sala —le digo, pero no es suficiente. Creo que hubo gente que sufrió ahí abajo con la cama y las sábanas y la almohada sucias, pero no a cambio de dinero, y no a manos de miembros de una familia en busca de venganza.
—Sí, bueno, yo no se lo conté a nadie. Ninguno de nosotros se lo contó a nadie. Los rumores no tienen mucho peso cuando los cuenta un loco, y la mitad de la gente que salió de ese lugar ya ha muerto, mientras que el resto están aún medio sonados. Después de que el primer tipo muriera ahí abajo, los Gemelos empezaron a llevar más gente al sótano. A veces nos pegaban una paliza. A veces solo nos humillaban. Y nos hacían gritar. Pero nuestros gritos no podían oírse.
—¿Y qué pasa con…?
—No quiero seguir hablando de esto.
—Jesse…
—Lo digo en serio. —Me mira a los ojos, levanta una mano y veo en sus ojos ese destello oscuro que ya había visto en ellos hace años—. ¿Quiere que deje de tomarme la medicación para poder olvidarlo?
—De acuerdo, Jesse —digo con la manguera aún en la mano—. No te haré más preguntas sobre la sala.
—Quiero que se largue. Ahora.
—Tengo que encontrar a Emma Green.
—Era guapa. Me recordaba a… —Se calla y baja la mirada hacia el charco que se está formando alrededor de sus pies.
—¿A tu hermana?
—He dicho que quiero que se largue —dice rápidamente.
—¿Has vuelto a ver a Pamela Deans desde que te liberaron?
—Jamás.
—¿Qué te ocurrió? ¿Adónde fuiste?
Jesse suelta la manguera.
—¿Qué quiere de mí?
—Que me ayudes —digo—. Si Emma te recuerda a tu hermana, entonces se lo debes a ella, debes ayudar a esa chica. Esta es tu oportunidad de redimirte, Jesse. No la dejes pasar.
Levanta la mirada hacia el techo y la deja ahí fija hasta que toma una decisión. Cuando vuelve a mirarme, tiene el rostro tenso por la ira.
—A unos cuantos de nosotros nos mandaron a un centro de reinserción —dice—. Me dejaron salir hace seis meses. Ahora tengo mi propio hogar y no falto nunca al trabajo ni a las citas con el doctor y siempre me tomo la medicación. Ahora estoy bien. Ya no soy un peligro para la sociedad —asegura, y lo hace como si hubiera ensayado esas palabras una y otra vez, como si le hubieran obligado a memorizarlas el día que cerraron Grover Hills y lo soltaron para que se las arreglara por sí mismo en el mundo.
—El de la foto también se parece a otro tipo que podría haber estado allí.
—¿Dónde? ¿En el centro de reinserción?
—En los dos, también en Grove —dice—, que es como lo llamábamos. Estuvo allí y en el centro de reinserción. Pero no recuerdo su nombre.
—¿Era uno que solía matar y desenterrar animales domésticos?
Se echa atrás, algo repugnado.
—¿Qué? No, no, no que yo sepa. Dios, eso está muy mal —dice.
Recuerdo la imagen que me quedó del día que lo encontramos, después de que hubiera hundido las manos en lo más profundo de su hermana. Me pregunto qué habría podido provocar esa misma reacción en Jesse Cartman antes de la medicación.
—¿Sabes cómo se llaman los Gemelos?
Se agacha y vuelve a recoger la manguera.
—Simplemente así, los Gemelos. Gemelo Uno y Gemelo Dos.
—¿Dónde está ese centro de reinserción? —le pregunto.
—En el centro. Worcester Street —dice, y me da la dirección.
Le agradezco el tiempo que me ha dedicado sin estar muy seguro de cómo me siento respecto a Jesse Cartman. Cuando vi lo que había hecho, lo único que deseaba era meterle una bala entre ceja y ceja. Ahora es una persona distinta. Es como si el tipo que mató a su hermana hubiera desaparecido y esta nueva versión de él tuviera que vivir con esa culpa a cuestas. Por primera vez me doy cuenta realmente de que él también fue una víctima, fue víctima de una enfermedad que no podía controlar, una víctima que escapó por una grieta junto con otros que, de haber recibido la medicación correcta desde el primer momento, nunca habrían necesitado hacerle daño a nadie.
Si hubiera sido un criminal, lo habrían encerrado en prisión. Lo habrían liberado un par de años antes de cumplir la condena y habría salido de allí siendo un hombre mucho más violento. Al menos de esta manera hay una oportunidad de que pueda integrarse en la sociedad.
—Realmente estoy mejor, ahora —dice, como si hubiera podido leerme la mente.
—Espero de verdad que sí —le digo, consciente de que lo único que lo detiene de comerse a alguien más son unas pequeñas píldoras que se toma cada mañana con los cereales cuando se levanta para continuar con su vida normal.
Las paredes están borrosas y se balancean un poco cuando Cooper empieza a volver en sí. Nota un sabor metálico en la boca y se la palpa con un dedo. Se ha mordido la lengua por un lado y tiene la carne desgarrada e hinchada.
En el cuarto no hay nada de luz. Por el tacto se da cuenta de que se encuentra en una celda acolchada. Está o bien en Sunnyview, o bien en Eastlake. Lo más probable es que sea Sunnyview. Adrian seguramente lo había seguido alguna vez hasta aquí, puesto que sabía lo de Emma Green y sin duda habrá querido esconderse en algún sitio con el que estuviera algo familiarizado. Cooper no recuerda nada del viaje hasta aquí. Al final tuvo que aceptar que Adrian le disparara con la Taser, no tenía alternativa si quería cambiar de lugar. La policía probablemente ya está en Grover Hills y él no podía permitirse que lo encontraran con la ropa llena de sangre de una chica muerta. Habrían arrestado a Adrian y este les habría dicho todo lo que sabía acerca de Cooper, incluido lo que sabía sobre Emma Green, lo que al final resultaría ser bastante. Adrian habría traído a la policía directamente hacia aquí. Y la policía estaría salvando a Cooper solo para crucificarlo.
Se ha acabado lo de ir pasito a pasito. Ahora tiene que ir a todo gas. Es un plan con tres partes. Escapar. Matar a Adrian. E inventar una historia para quedar al margen de toda sospecha. Todo irá bien. De hecho, no hay ningún motivo por el que no pueda salir de esta como un verdadero héroe y escribir ese libro. Y si consigue la carpeta que Adrian le ha mostrado antes, incluso podría encontrar a Natalie Flowers.
Dios, si lograra eso todo lo demás habrá valido la pena.
A menos que los polis hayan encontrado las fotografías.
Eso debe averiguarlo enseguida, tan pronto como salga de aquí. Tendrá que volver a su despacho y ver si las fotos siguen allí. Si están, el plan de tres partes funcionará. Si no están, el plan de tres partes tendrá que cambiar. Escapar. Matar a Adrian. Y largarse de Nueva Zelanda. No sabe con exactitud cómo lograrlo, pero si gente más tonta que él es capaz de huir del país, no hay ningún motivo por el que él no pudiera hacerlo también.
Camina por la habitación. Está completamente acolchada. No solo las paredes, el suelo también. Salta, pero no es capaz de alcanzar el techo. Puede que también esté acolchado. También es posible que haya una luz allí arriba. Recorre la habitación haciendo un barrido y se da cuenta de que no hay nada más en la habitación. Una de las paredes tiene una puerta; encuentra la unión y consigue retirar el acolchado lo justo para revelar el marco de la puerta. La luz entra a través de sus rendijas. Intenta desgarrar el acolchado con la esperanza de arrancarlo, pero no lo consigue. Encuentra una ranura como la de los buzones a la altura de la cabeza. No puede abrirla desde este lado. El aire está muy cargado y hace mucho calor. No debe de haber electricidad en el edificio e incluso si la hubiera, esta habitación tampoco tendría aire acondicionado. No las diseñaron para que fueran cómodas, sino para que los locos dejaran de golpearse contra las paredes hasta quedar inconscientes.
La habitación es algo mayor que la celda en la que estaba antes, está más limpia y dentro hace mucho más calor. Tendrá que hablar con Adrian y ver cómo pueden resolver lo del calor. Esta vez no tiene ni siquiera agua para beber ni un cubo en el que orinar.
Cuando traía a las chicas aquí solo pasaba tiempo con ellas de noche y el único calor en la habitación procedía de las linternas que él traía. Obligó a Emma a beber una botella de agua antes de irse, pero… ¿cuándo fue eso? Ha perdido la noción del tiempo. ¿Tres días? ¿Cuatro? Y le había dejado un par de botellas más. La tenía atada, pero las botellas estaban abiertas y ella podía dejarse caer sobre un lado y beber de ellas. Pensaba llevarle más cuando volviera, y algo de comida, también. Necesitaba mantenerla con buena salud para poder disfrutar de ella. La primera noche tuvo suficiente con tenerla atada mientras le quitaba la ropa cortándosela y le hacía fotos. La cinta americana que le cubría los ojos evitó que pudiera verlo. Le gustaba esa forma de ejercer el control. A la noche siguiente, pensaba hacer más. Mucho más. Pero con la cinta americana en los ojos. No quería que lo viera. No quería ver el asco en los ojos de ella.