El coleccionista (30 page)

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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
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La chica apareció como por arte de magia. A veces, en sus pesadillas, la imagina surgiendo del mismísimo infierno a solo unos metros de él, o flotando por encima del suelo sin que sus pies lo toquen en ningún momento; ese hermoso diablo le había cambiado la vida.

—¿Se encuentra bien, profesor? —le preguntó. Y no, no estaba bien, su mujer era una zorra asquerosa dispuesta a arrebatarle la mitad de su vida. ¿Adónde habían ido todos esos años, la veintena, la treintena, que habían pasado como si nada, implacables? Le quedaba un año para cumplir los cincuenta y todo era una mierda, una puta mierda.

—Estoy bien, sí —dijo.

—¿Está seguro?

—Afirmativo —respondió justo antes de que se le cayeran las llaves de nuevo.

—Soy una de sus alumnas —dijo ella. Joder, y mira que era guapa.

—Bueno, pues gracias por tu tiempo —dijo él sin estar muy seguro de lo que había querido decir. Finalmente consiguió abrir la puerta.

—Oiga —dijo ella—, ¿puedo llevarle a casa?

—No estoy seguro —dijo, pero la verdad era que sí, sin duda le encantaría que lo llevara a su casa. Podían tomar unas copas y… y mierda, no ha querido decir eso. Lo que quería decir es que lo llevaría hasta la casa de él—. No, de verdad, necesito mi coche, tengo algo que hacer mañana por la mañana temprano —dijo—. Estaré bien.

—No es molestia —repuso ella—. Podemos llevarnos su coche y puede pagarme el taxi de vuelta.

Y así es como sucedió. Durante el trayecto a casa él habló poco, pensaba en su esposa, en su trabajo, en los hombres que hacían lo que querían y, para ser sincero, él quería hacerlo con aquella chica, lo quería más que cualquier otra cosa, quería que ella lo hiciera sentir joven de nuevo.

—¿Quieres entrar a tomar una copa? —preguntó una vez ella hubo aparcado dentro del garaje de Cooper.

—Debería volver a casa.

—Solo una —dijo él—. Te prometo que no te retendré. Soy profesor de criminología —dijo—, y te aseguro que es un crimen dejar que un hombre que está a punto de cumplir los cincuenta beba solo.

Entonces ella se vio obligada a decir que sí y tres años más tarde Cooper no sabe por qué accedió ni cómo se sucedieron exactamente los acontecimientos para que él acabara insinuándose a una alumna. Le dolió que lo rechazara, de hecho le dolió tanto que deseó que a ella también le doliera. Así es como empezó, con la necesidad de hacerle daño, de hacer sufrir a su esposa, aunque esa chica no era su esposa, tan solo un sucedáneo. Los libros de texto dirían que todo sumado se convirtió en un «detonante». En ese momento, él lo sabía. Empezó dejando que lo llevara a casa y acabo arrastrándola hasta su dormitorio, arrancándole la ropa y forzándola sexualmente, con la mano tensa sobre la cara de ella durante todo el tiempo, cubriéndole los ojos para que no pudiera verlo, y cuando hubo acabado se quedó tendido, jadeando, sobre el cuerpo de ella. Entonces, de repente, se dio cuenta de lo que había hecho.

—Lo siento, lo siento mucho —dijo él mientras se apartaba hacia un lado. La cabeza le daba vueltas debido al alcohol y tenía ganas de vomitar.

Ella no dijo nada. Se quedó mirando fijamente el techo y… Dios, pasó mucho rato sin pestañear. Las lágrimas habían formado pequeños arroyuelos en sus mejillas.

—No… no sé qué me ha pasado —dijo—. Perdóname… perdóname, por favor.

Él le tocó el hombro. Ella ni siquiera lo rehuyó. Ni siquiera se movió.

—¿Estás… estás bien?

Pero ella no respondía. No lo miraba. No se movía.

Él se dejó llevar por el pánico. Ella le contaría a la policía lo que había ocurrido. Perdería su trabajo. Iría a la cárcel. Nadie querría publicarle el libro. Y no le cabía ninguna duda de que sería imposible recuperar a su esposa. Y cuando saliera, ¿qué sería de él? Nadie volvería a respetarlo jamás. Nadie lo contrataría. Su yo futuro estaría perdido.

La solución más sencilla era matarla. ¿Podría cruzar esa línea? Ya había cruzado una, podría cruzar otra perfectamente. Pensó en atarla al coche y lanzarla desde algún lugar elevado. Eso podía hacerlo, pero no se veía capaz de estrangularla o apuñalarla.

—Tengo dinero —le dijo, a pesar de que no era cierto. Era el propietario de la casa junto a su esposa y la hipoteca era reducida, pero ahora que ella se había marchado tendría que comprarle su mitad. Al ver que no se movía, Cooper se sentó en el borde de la cama y se subió los pantalones—. Es tuyo. Todo tuyo. —Y lo decía de verdad. Vendería la casa y, si le quedaba algo, también se lo daría. Sentía un peso en el pecho, le costaba respirar. Se echó hacia delante y vomitó en el suelo. Inmediatamente, se sintió mejor. Incluso la borrachera se le había medio pasado.

—Te llevaré a casa —dijo él tras limpiarse la boca con los faldones de la camisa, aunque por supuesto no estaba en condiciones de conducir—. Déjame que te ayude a vestirte —se ofreció, y la ayudó. De hecho la vistió él, ella no hizo nada, se limitó a quedarse allí tendida, dejando que él la moviera, y la ropa no le quedó bien puesta porque había quedado destrozada—. Mañana podemos ir al banco —dijo él—. ¿Cuánto quieres? Oh, Dios, por favor. Dime, ¿cuánto quieres?

Ella no respondía a ningún estímulo y él necesitaba otra copa, una copa le ayudaría a pensar, por lo que volvió al salón y pasó junto a unos mechones de pelo de ella que habían quedado en el pasillo, rastros del forcejeo que habían mantenido mientras la obligaba a entrar en el dormitorio. Cooper se apoyó sobre la mesa y se tomó un buen trago de whisky y luego otro, más lentamente. Le temblaban las manos y tenía manchas de sangre en las palmas. El vaso de cristal le repiqueteaba contra los dientes.

Hasta el día de hoy, aún no ha descubierto qué utilizó ella para golpearle. En un momento pasó de estar apoyado a ver cómo el suelo del salón se acercaba vertiginosamente y su cara se aplastaba contra él. Cuando volvió en sí estaba atado, con los brazos en cruz y las piernas atadas al sofá. Tenía los brazos por encima de la cabeza, atados al mueble del televisor. Le había metido algo en la boca. Lo veía todo borroso.

—¿Quieres saber lo que he sentido? —preguntó—. ¿Quieres saber por qué tipo de tortura he pasado?

Lo preguntó con voz tranquila. Sin poner énfasis en ninguna palabra en especial. Era como si le preguntara si podía traerle algo de beber.

Él no podía responder. Ella levantó una mano en la que llevaba unos alicates. Los alicates de Cooper. Debió de haberlos encontrado en el garaje, no ha vuelto a verlos desde entonces. Ella no dijo nada. Le agarró un testículo con los alicates y presionó. No dudó siquiera un momento. Él oyó cómo algo estallaba. Notó que le ardía hasta el último nervio del cuerpo. Chilló con el trapo en la boca hasta perder el conocimiento, y cuando volvió en sí estaba solo, desatado y sangrando sobre la moqueta. Acudió al hospital. Estuvo esperando a que acudiera la policía a buscarle, pero eso no llegó a suceder.

Al cabo de un mes dieron por desaparecida a la alumna. Nadie sabía dónde estaba. Cooper sabía que él era el motivo por el que había desaparecido. Pensó que se habría suicidado. Se sentía en parte culpable y a la vez aliviado; y la parte que había perdido el testículo estaba furiosa por no haber tenido la oportunidad de matarla él mismo. Durante ese primer año pensó en ella en todo momento. Luego, cada vez menos. Dos años después del ataque, seguía odiándola, pero la rabia había remitido, ya no pensaba en ella constantemente. Tres años después del ataque apenas aparecía en sus pensamientos y fue entonces, el año pasado, cuando empezó a aparecer en los periódicos. La llamaban Melissa. Apareció en portada y Cooper estaba seguro de que era ella. Había cambiado, por supuesto que había cambiado, una persona puede cambiar mucho físicamente en tres años si lo desea, pero era ella y estaba haciendo cosas terribles. Cooper no podía comprender la psicología de su caso. Tenía que haber algo más que el hecho de que él la hubiera violado. Y quería saber qué era. Necesitaba comprenderlo. Quería matarla. Lo que esa mujer les estaba haciendo a otras personas era culpa suya. Y lo sabía. La había convertido en un monstruo. Quería sentirse mal por ello, pero no podía.

Había sido un accidente. Había sido culpa de su esposa. Si no lo hubiera engañado, nada de eso habría sucedido.

Quería descubrir el paradero de la chica, pero era imposible. Él no era detective. Cuando la vio en los periódicos, la rabia regresó. Se obsesionó con ella de nuevo. No había vuelto a beber desde hacía tres años, pero eso terminó con su abstinencia. Quería venganza. Quería volver a vivir aquella noche para hacer las cosas de otro modo. Quería que empezara igual, pero que terminara con sus manos alrededor del cuello de ella.

No podía volver atrás. Se sentaba en el salón, con la mirada perdida en la pared, mientras la botella de whisky se vaciaba ante sus ojos. Soñaba en lo que le haría si llegaba a encontrarla. Al día siguiente iba a trabajar disimulando la resaca y nadie llegó a saber jamás qué le pasaba por la cabeza.

Entonces fue cuando conoció a Jane Tyrone.

En algunas cosas le recordaba a Natalie Flowers. El mismo pelo, joven y atractiva, la misma sonrisa. Trabajaba en su sucursal bancaria habitual. Él había acudido a ingresar un cheque. Ella lo recibió con una amplia sonrisa que formaba parte del protocolo del trato a los clientes. Él deseó que el trato a los clientes incluyera verla desnuda. Lo deseó tanto que la siguió después del trabajo hasta un edificio de aparcamientos del centro de la ciudad. Fue un acto impulsivo, pero también muy simple. En realidad solo era cuestión de controlar el tiempo, siempre y cuando no hubiera nadie más allí, y estaban solos. Él se le acercó mientras ella abría la puerta de su coche. Le sonrió y ella le respondió con otra sonrisa, pero no lo reconoció. Entonces él la agarró por detrás y le golpeó la cabeza contra el techo del coche, una vez, dos, y hasta tres, por si acaso. Ella se quedó inconsciente. Cooper la metió en el maletero del coche y la dejó allí quince minutos, hasta que volvió con el suyo. Tuvo que aparcar unas plazas más allá y mató el tiempo durante cinco minutos leyendo el periódico hasta que volvió a quedarse solo en el aparcamiento y entonces hizo el cambio.

La mantuvo con vida durante una semana. Ese no había sido el plan. De hecho, no había planeado nada, en realidad. Ese día se había levantado sin intención de hacerle daño a nadie y había acabado encerrándola en una habitación acolchada de la clínica psiquiátrica. Pensó que la utilizaría y se desharía de ella como debería haber hecho con aquella zorra tres años atrás.

Pero las cosas tomaron otro rumbo. Se dio cuenta de que había empezado a gustarle aquella chica. Pero una parte de él, aunque pueda sonar a broma, una parte de él quería gustarle a ella también. A veces, después de utilizarla sexualmente, le decía que lo sentía y le contaba que todo iría bien. Al principio pensaba que lo decía sinceramente. Al final supo que no era así.

La mantuvo viva, la utilizaba una y otra vez, y se dio cuenta de que cada vez le importaba menos que la última. No estaba seguro de cuánto tiempo quería mantenerla con vida, pero siete días después ella acabó muriendo. Estuvo bien, porque después de siete días ya no le resultaba atractiva, no había nada que no le hubiera hecho ya una docena de veces y que le apeteciera repetir. Había llegado el momento de pasar a otra cosa. Para los dos. Estaba escrito que sucedería. Las personas acaban separándose tarde o temprano.

Todo el mundo sabe que a los asesinos les gusta guardar recuerdos y su caso no era distinto de los demás. Tenía una cámara digital en el maletín. La utilizaba cada día para tomarle fotos a la chica. Le tomó una foto, luego otra, y resultó que disfrutaba fotografiándola. Estaba bien, porque también le gustaba pasar el rato mirando las fotos que había hecho. Era toda una semana que había resultado especialmente divertida, comprimida en un microchip más pequeño que la uña de un dedo. Lo irónico es que se había planteado la posibilidad de llevársela a Grover Hills. Necesitaba un edificio abandonado y ese se ajustaba perfectamente a sus necesidades. Sin embargo, había dos más que le servían igual, dos clínicas psiquiátricas más que solía visitar para hablar con los pacientes cuando estaba escribiendo su libro, las dos clausuradas pocos meses después de que cerraran esta. Finalmente se decidió por una de las clínicas para llevarse a las chicas, un lugar llamado Sunnyview Shelter.

Si consigue salir de aquí con vida, ¿hasta qué punto podrá recuperar la vida que había llevado? La cámara ha quedado destruida, pero ¿qué pasa con las fotografías que hay en el lápiz de memoria que había escondido detrás del archivador? Había otro, escondido en el despacho de su casa, pero seguro que ha quedado calcinado, como todo lo demás que guardaba en casa. Sabía que era una mala idea ocultarlo en el trabajo, pero necesitaba poder mirarlas en cualquier momento que le apeteciera.

El día que secuestró a Emma Green había sido pésimo. En el periódico del sábado anterior había aparecido otro artículo acerca de Melissa X, es decir, acerca de Natalie Flowers. Era un artículo de tres páginas con imágenes suyas, tomadas de una grabación de vídeo que había conseguido la policía. Había pasado todo el fin de semana leyendo el artículo una y otra vez, cada vez más y más borracho. El lunes acudió al trabajo con una resaca de muerte que le costó disimular en la universidad, pero afortunadamente se habían cancelado algunas clases debido a la ola de calor. Había una chica en su clase que le recordaba un poco a Natalie. Trabajaba en una cafetería a la que solía ir de vez en cuando. Acudía solamente para verla, nada más, para poder echarle un vistazo y fantasear acerca de lo que sentiría haciéndole daño. Luego ese anciano la atacó en el aparcamiento. Primero se acercó a ella para ayudarla, de esto está seguro, porque no pretendía hacerle daño a otra de sus alumnas, temía que la policía pudiera empezar a hacerle demasiadas preguntas al respecto. Así pues, se le acercó para ayudarla y en el último momento cambió de idea. Así de simple. Su proceso mental pasó de intentar ayudarla a desear hacerle daño en menos de un segundo, y fue un error. En ese momento se dio cuenta de que lo era, pero no pudo evitarlo de todos modos.

Pensaba mantenerla con vida durante siete días, como había hecho con Jane Tyrone. Le gustaba la simetría. Hay quien lo llamaría rúbrica. Lo de las fotos había sido una estupidez. Mientras las hacía sabía que estaba cometiendo una estupidez, pero las hizo de todos modos. Iba en contra de todo lo que había aprendido. Había unas reglas que tenías que seguir si no querías que te atraparan y él las había roto. Los asesinos siempre acaban siendo lo suficientemente fanfarrones y arrogantes como para pensar que no los atraparán y entonces empiezan a correr riesgos innecesarios. Y él lo sabía, estaba seguro de que era mejor que ellos, mejor que todos esos hijos de puta fanfarrones. Es poco probable que la policía haya encontrado las fotos. Ni siquiera tenían un motivo para buscarlas. Tal como están las cosas, él no es más que una víctima. El hecho de que Emma Green sea alumna suya no juega a su favor, pero al menos la cajera del banco había sido una desconocida elegida al azar.

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