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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

El coleccionista (15 page)

BOOK: El coleccionista
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Es una respuesta estándar. Cada día, en alguna parte del mundo alguien llega a casa, se encuentra dentro a un desconocido y acaba muriendo por ello. Un ladrón entra para robar dinero y se le presenta la oportunidad de tomar otro camino, ocurre continuamente, ladrones que pasan a ser violadores. Y luego, asesinos.

—Así es como se empieza muchas veces —dice Adrian mientras asiente—. Sale en los libros.

—Una cosa llevó a la otra.

Adrian deja de rascarse la mancha de la cara para estudiarse los dedos.

—¿La violaste?

—Ya te he dicho que una cosa llevó a la otra.

—¿Matabas animales cuando eras pequeño? —pregunta Adrian, y empieza a rascarse de nuevo.

—¿Tú sí?

—Mmm.

—¿Te acuerdas del trato que hemos hecho, Adrian? Yo responderé a tus preguntas, pero solo si tú contestas las mías.

—Me acuerdo.

—¿Fue un gato o un perro? —pregunta Cooper.

—¿Cómo lo sabes?

—Pero nunca has ido más allá de eso, ¿no? Todavía no has matado a ninguna persona, ¿verdad?

—No, nunca —dice Adrian con la mirada fija en el suelo, pero Cooper sabe que está mintiendo. Adrian es un asesino. Las probabilidades de salir de allí son cada vez más reducidas. Espera que las personas a las que haya matado no hayan formado parte previamente de su colección y hayan pasado por esa habitación.

—Cuéntame —le pide Cooper.

—Sucedió hace mucho tiempo —dice Adrian—. En el instituto solían meterse mucho conmigo.

—A mí también me pasaba —replica Cooper, aunque no es cierto. Nunca se metió en líos, ni como víctima ni como verdugo. Era más bien un fantasma, la gente no se percataba de su presencia.

—Lo hacían continuamente. No es que me pegaran cada día, pero sí se burlaban de mí a diario y recibía un puñetazo o un empujón cada semana, como mínimo. Odiaba el instituto.

—Puede ser muy duro —dice Cooper—. Pero al menos sobreviviste, ¿no?

—Un día, esos chavales me dieron una paliza que me dejó para el arrastre. Tuvieron que llevarme al hospital y pasé un tiempo allí dentro. Me dieron tan fuerte que me dejaron en coma. Y el coma no me dolió, pero el resto sí.

—Suena horrible —dice Cooper, aunque por dentro lamenta que aquellos chicos no hubieran terminado el trabajo.

—Sí, fue horrible. Quería vengarme de ellos, pero todos eran más fuertes que yo, por lo que no tenía nada que hacer. Quería matarlos. Los seguí a casa, pero… pero… bueno, ya te he dicho que todos eran más fuertes que yo.

—¿Y entonces empezaste a matar animales?

—Mascotas. Me dediqué a matar a sus mascotas. Fueron ocho chicos los que me pegaron la paliza, y todos tenían animales en casa. Perros o gatos. Por la noche salía de casa sin que nadie me viera y merodeaba cerca de donde vivían. Solo necesité unos días para saber qué tipo de mascotas tenían. No creía que todos tuvieran animales en casa, pero resultó que sí. —Adrian vuelve a la mesita de centro. Empieza a alinear de nuevo los libros—. Ocho gatos y dos perros, porque algunos tenían varios animales en casa. Empecé por los gatos porque era más sencillo atraparlos. Me llevaba un paquete de comida para gatos y cuando cogía alguno, lo sujetaba, lo envolvía en una manta para no tener que verlo y simplemente saltaba encima. Iban de un lado para otro como si les hubieran conectado a un enchufe de mil voltios hasta que dejaban de moverse. Cuando los desenvolvía, los gatos siempre estaban calientes y desmadejados, como si estuvieran casi dormidos. Entonces dejaba el animal frente a la entrada de la casa en cuestión. Puesto que ya no iba al instituto, podía estar merodeando cerca de sus casas durante la mayor parte del día. Me fijaba en el lugar en el que enterraban al animal y luego por la noche volvía a visitar la tumba.

Cooper no dice nada. Se da cuenta de que está escuchando boquiabierto. La habitación huele a vómito y está seguro de que volverá a sentir náuseas muy pronto. Respira hondo y piensa en lo que acaba de escuchar.

—¿Volvías a las casas para regodearte? —pregunta. Sabe perfectamente que es muy habitual que los asesinos en serie visiten las tumbas de sus víctimas. Al principio existían teorías según las cuales los asesinos lo hacían por un sentimiento de culpa o porque tenían remordimientos, pero más adelante se supo que los asesinos en serie lo hacen para revivir la sensación vivida, para regodearse. Pero no cuando las víctimas eran animales.

—No. Para regodearme no —dice Adrian.

—¿Te sentías culpable?

—No.

Cooper no lo entiende. Siempre es por uno de esos dos motivos.

—Entonces, ¿por qué?

—Solía desenterrarlos.

—¿Qué?

—No me costaba mucho, porque la tierra siempre estaba tierna. Los desenterraba y los colgaba frente a la puerta de la entrada. Cuando la gente salía por la mañana siempre soltaba un grito y yo esperaba unas casas más allá para contemplar la escena. Eso implicaba tener que esperar mucho, pero la recompensa… la recompensa siempre valía la pena. Me encantaba ver sus caras. Quería matar hasta el último de los animales que tuvieran esos chicos. Me atraparon mientras saltaba sobre el quinto gato. Llegó la policía y todos se pusieron de acuerdo en que lo mejor sería echarme de allí, no solo por su seguridad, sino también por la mía. Y entonces me mandaron a Grove.

—¿Grove?

—Así es como lo llamábamos nosotros.

No se parece a nada de lo que Cooper haya oído hablar o haya podido leer, para él es uno de esos momentos extraños de la vida en los que no sabe qué decir a continuación. Se hace a la idea de que habrá muchos más momentos como ese al día siguiente. La conducta de Adrian en esa época no está descrita en ningún libro.

Incluso en esas circunstancias, una parte de él sigue pensando que debe de haber algún estudio al respecto. Puede que incluso aparezca en un libro. Tiene que salir de allí como sea.

—¿Puedo preguntarte algo más, Adrian?

—Me toca a mí preguntar —responde Adrian—. ¿Cómo te sientes cuando matas a alguien?

«Como si tú no lo supieras ya.»

Puede decirle a Adrian que no siente nada, ni éxtasis ni remordimientos, pero decide intentarlo por otro camino.

—Me gusta oír cómo suplican por sus vidas. ¿Es por eso que me has traído aquí? —pregunta—. ¿Porque quieres ser como yo?

—A ti no te gustaría ser como yo —dice Adrian—. Soy demasiado mediocre para que alguien desee ser como yo.

Adrian tiene razón. Ser como él es la última cosa que desea en el mundo.

—Dudo que seas mediocre, Adrian. Nada de todo esto me parece mediocre.

Adrian no responde, se limita a encogerse de hombros como lo haría cualquier persona en un momento en el que se siente incapaz de tomar una decisión.

—¿Cómo te ganas la vida? ¿Tienes trabajo? —pregunta Cooper. Ojalá pudiera estar tomando notas.

—Crees saberlo ya, ¿verdad? —dice Adrian, y desplaza los libros de manera que ya no quedan alineados—. Ya te has formado un perfil mental de cómo soy.

Y así es. En parte, el perfil que Cooper se ha formado de él es el de un tipo que se dedica a clasificar los botones por colores, a barrer suelos o que simplemente recibe una prestación por discapacidad. ¿Debe de conducir? Sí, porque lo ha traído en coche hasta aquí. ¿Debe de tener amigos? No. ¿Vive aquí solo? Sí.

—No, no me he formado ningún perfil —responde Cooper—. En lo único que he estado pensando es en lo mucho que me echarán de menos mis amigos y mi familia. Mi madre depende de mí, Adrian, soy yo quien cuido de ella.

—Odias a tu madre.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Porque todos los asesinos en serie odian a sus madres.

Es cierto. La mayoría de los asesinos en serie odian a sus madres. A Cooper le encanta eso.

—Tienes razón, Adrian, odio a mi madre —dice, y le incomoda oír esas palabras saliendo de su propia boca. No soporta la idea de que su madre se entere de que ha desaparecido—. Pero de todos modos depende de mí y me preocupa lo que pueda hacer si no estoy allí para ayudarla. Me da miedo.

—Todo irá bien. Te lo prometo.

—¿Y la policía? Me buscarán. ¿Has pensado en ello?

Adrian sonríe y Cooper se da cuenta de que sí.

—Me he ocupado de ello. Lo he hecho por ti. No quiero que descubran que eres un asesino en serie, o sea… bueno, tú no quieres que lo sepan, ¿no?

—¿Cómo te has ocupado de ello?

—Estoy cansado —dice Adrian—. No estoy acostumbrado a acostarme tan tarde. Podemos seguir hablando mañana, si quieres. Yo sí querré, espero que tú también.

—Claro que sí, amigo mío —dice, pero ve la mueca de Adrian y se da cuenta de que se ha pasado de la raya.

—No soy tu amigo —replica Adrian—. Estás intentando engañarme.

«Mierda. ¿Y ahora qué? ¿Lo admito? ¿O insisto?»

—Eh, que lo digo de verdad —dice—. No sé qué es, pero noto que conectamos de algún modo. Vamos, Adrian, seguro que tú también lo has notado, ¿no?

—Crees que soy imbécil —responde Adrian. Dicho esto, se da la vuelta, sube corriendo las escaleras y Cooper se queda solo en la oscuridad, furioso y decepcionado consigo mismo.

15

Es el primer día que me levanto fuera de la cárcel. Pongo a cargar mi teléfono mientras me tomo un bol de cereales, necesito algo de combustible antes de salir a enfrentarme al calor e intentar encontrar a Emma Green sana y salva. Ese es el objetivo. Me he mentalizado para ello. Ayer hizo calor y hoy todavía hará más. No hay ni una nube en el cielo y, si las hubiera, probablemente acabarían carbonizadas. La madre naturaleza contiene el aliento porque no hay ni el más mínimo atisbo de brisa. Hay humo hacia el sur, por encima de Port Hills, los matorrales ardiendo han teñido de gris el cielo de esa zona. Anoche dejé el coche de alquiler frente a mi casa y ahora sufro las consecuencias: el volante me quema las manos y las gafas de sol que dejé sobre el salpicadero me abrasan el puente de la nariz. Dejo las puertas abiertas para que se ventile un poco antes de arrancar. Son casi las diez de la mañana y el tráfico es mucho más fluido que hace una hora. Todo el mundo parece cansado. Todo el mundo parece tener ganas de tomarse el día libre, sea cual sea su ocupación, y pasarse el día durmiendo en casa. Las cosas no son muy distintas cuando llego a la Universidad de Canterbury. Solo una cuarta parte del aparcamiento está ocupada y los abedules plateados que lo rodean tienen más aspecto de leña que de árboles. La gente sale de los coches con aspecto aturdido.

La Universidad de Canterbury es un batiburrillo de edificios viejos y nuevos: muchos son como imaginamos que debían de ser las universidades soviéticas en plena guerra fría; el resto, como imaginamos que sería una universidad construida en la luna. Hay edificios más antiguos, de estilo gótico, de la época de Jack el Destripador, con muros de piedra gris cubiertos de hollín, de cagadas de pájaro y del polvo que traen hasta aquí los vientos del noroeste. Mezclados con estos edificios hay otros más modernos, con grandes vigas de acero y fachadas acristaladas llenas de huellas dactilares y las pasadas que quedaron marcadas la última vez que las limpiaron. Ninguno de los edificios tiene muchas curvas, es como si la universidad no estuviera dispuesta a pagar el gasto extra que supondría cualquier forma geométrica que escape al ángulo recto. La mayoría de los alumnos visten camiseta y pantalones cortos, aunque aún se ven a algunos enfundados en gabardinas negras compradas en tiendas de segunda mano, con camisas blancas o negras y vaqueros negros, las chaquetas llenas de tachuelas y los ojos maquillados, tanto hombres como mujeres, desafiando al calor para alardear de su angustia existencial. Al menos la mitad de los alumnos caminan con la cabeza gacha, los ojos fijos en el móvil y el pulgar bailando frenéticamente sobre las teclas para mandar mensajes; solo levantan la mirada de vez en cuando, para no chocar contra un muro o contra otro usuario de móvil. Aún son más los que llevan cables blancos que conectan sus orejas con algún bolsillo. Pregunto una dirección y me responden como si estuvieran ayudando a un anciano.

Llego al aula donde tiene lugar la siguiente clase de Emma Green. Fuera hay una escultura pintada con colores chillones y fabricada con tablones de madera, parece más bien un mal trabajo de carpintería que una buena obra de arte. No estoy seguro de lo que pretende representar, o quizá fue Superman quien se dedicó a apilar todos los bancos de las paradas de autobús que pudo encontrar. Hay un grupo de estudiantes pasando el rato fuera, sentados en el césped, a la sombra. Me cuentan que el profesor aún no ha llegado. Les pregunto por Emma y la mayoría recuerdan haberla visto en clase, pero no la conocían personalmente. A algunos de ellos también los ha interrogado la policía y los que sabían algo acerca de Emma están impacientes por repetir lo poco que saben. Paso una hora muy productiva esperando con ellos; sin embargo, el profesor de psicología finalmente no aparece. Parece ser que es un catedrático que también imparte criminología, aunque solo para los estudiantes que ya llevan tres años en psicología. El hecho de que sea una clase de psicología implica que todo el mundo se muestra abierto a ofrecer su propia visión acerca de la desaparición de Emma. Algunos parece que incluso esperen obtener un sobresaliente gracias a sus valoraciones de la situación. Supongo que es normal. Supongo que cuando llevas dos semanas estudiando psicología empiezas a emitir diagnósticos, primero sobre ti mismo y luego sobre todos los demás. A pesar de que intentan ayudar, me entristece ver que están envueltos por una atmósfera de excitación alimentada por el hecho de saber que uno de ellos está a punto de copar los titulares de la peor manera posible, pero también siento cierto alivio por el hecho de que no sea ninguno de ellos.

—Ese profesor que no ha venido —le digo a una chica con una docena de pendientes en la oreja izquierda y el pelo más corto que las uñas, vestida con una camiseta muy ajustada con la frase BANCO DE ESPERMA MENOR DE EDAD—, me gustaría poder hablar también con él. ¿Cómo se llama?

—En realidad es catedrático —responde—, no le gustará que lo llame profesor —añade, con lo que ya me lo ha resumido en una sola frase—. ¿No tendrá un cigarrillo para mí?

—No fumo. ¿Y cómo se llama ese catedrático? —insisto, puesto que parece haber olvidado mi pregunta.

—Ah, sí, Cooper Riley —responde—, pero no sabría decirle dónde puede encontrarlo. Ya es el segundo día que no viene a clase. Es muy raro, ¿sabe? Cuando lo ves, tienes la impresión de que jamás en su vida ha llegado tarde a ninguna parte. Igual es por el calor.

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