—El deán es un tipo peculiar; me da la impresión de que cree que el archivo es de su propiedad —dijo Gutiérrez.
—Pues no siempre pusieron el mismo celo en su custodia. Escuchad estas declaraciones que vienen en la prensa de hoy: un fotógrafo profesional afirma que en el año 2002 realizó unas fotografías del Códice con motivo de unas reproducciones; asegura que nadie lo vigiló mientras realizaba su trabajo y que, cuando lo acabó, tuvo que recorrer las estancias del archivo con el manuscrito en la mano en busca de algún responsable para entregárselo. No parece que la vigilancia fuera tan estricta como asegura el deán —asintió Teresa.
—Ya te he dicho que es un tipo peculiar. Nunca admitirá que la seguridad del archivo era muy deficiente; que lo era —repuso el inspector Gutiérrez.
—Seguimos sin tener la menor pista; tal vez cuando recibamos los informes del laboratorio...
—Ojalá me equivoque, pero no creo que aporten nada definitivo —intervino uno de los compañeros de Teresa desplazados desde Madrid—. Por lo que estamos cotejando hasta ahora, el golpe ha sido muy bien planeado y no tenemos el menor indicio que nos señale a un sospechoso; ni uno solo, maldita sea.
—Y luego está esa cuarta llave. Ahí puede encontrarse la clave que resuelva el caso. Si pudiéramos dar con el que encargó esa copia... —comentó Teresa.
—Lo hemos intentado. La hemos cotejado con las otras tres, sin resultado alguno, e incluso hemos preguntado en las ferreterías donde duplican llaves en Santiago; pese a que no se trata de una llave habitual, ninguno de los empleados que se dedican a ello ha podido aclarar nada al respecto —explicó Gutiérrez.
—Todo es extraño: la limpieza con que se perpetró el robo, la falta de seguridad, el descontrol con las llaves, el que no hubiera una cámara de vídeo enfocada hacia la zona donde se guardaba el Códice, incluso que se tardara veinticuatro horas en denunciar la sustracción una vez que se había comprobado que había desaparecido —reflexionó Teresa.
—Desde luego, los controles que hemos establecido en toda la ciudad no están sirviendo para nada. Hemos revisado más de quinientos coches sin resultado alguno —dijo Gutiérrez.
—Quien o quienes lo hayan robado no se arriesgarán a sacarlo de Santiago en el maletero de un coche con tanta policía desplegada por la ciudad. O lo han hecho ya, no olvidéis que desde que recuerdan haber visto el Códice por última vez en su lugar hasta que se percataron de que había desaparecido transcurrieron cinco días, o esperarán a que se desinfle la conmoción que ha provocado y que los controles policiales sean mucho menores. Además, a estas horas puede estar en cualquier lugar del mundo.
—Tú eres la experta. ¿Se te ocurre algo? —preguntó Gutiérrez.
Teresa tomó su vaso y bebió un sorbo de agua.
—No. Por el momento no se me ocurre nada; lo siento, estoy en blanco.
En el televisor del restaurante económico donde estaban almorzando los policías, una locutora de un informativo resumía unas declaraciones del delegado del gobierno en Galicia en las que aseguraba que se había puesto en marcha un dispositivo especial y que se estaban desplegando todos los medios necesarios para dar con los autores del robo del Códice Calixtino, que había ya varias pistas que conducían a la colaboración necesaria de un empleado de la catedral sobre el que se estaba investigando, que se habían adscrito doce especialistas al caso y que contaban con todo el apoyo y la colaboración de la policía y la Guardia Civil de Galicia y de la brigada de Patrimonio de Madrid; y pedía paciencia a los ciudadanos de Santiago por las molestias causadas por los controles policiales.
Gutiérrez pensó que el delegado era un verdadero capullo, pero calló; al fin y al cabo era su superior y nunca se estaba seguro si entre los compañeros habría algún chivato que fuera a los jefes a contarlo. Ya le había ocurrido en un par de ocasiones por criticar abiertamente a políticos incompetentes, lo que le había supuesto sendas recriminaciones en su expediente. Una tercera falta le acarrearía una sanción de empleo y sueldo por desconsideración grave hacia un superior y al delator, probablemente, un ascenso.
Apenas tardaron una hora en almorzar y, de regreso a comisaría, retomaron el trabajo.
—Debemos valorar la posibilidad de que el Códice se encuentre fuera de España —dijo Teresa, tras comprobar diversas declaraciones de los empleados de la catedral y de cotejarlas entre sí.
—Perdonen. —Un agente interrumpió la reunión—. Inspectora Villar, tiene una llamada urgente de Madrid; es al fijo, la hemos pasado al despacho. Se trata del comisario jefe de la brigada central de Patrimonio.
—Voy de inmediato; discúlpenme, por favor.
Teresa salió de la sala y se dirigió al despacho que ocupaba provisionalmente.
—Teresa, te estoy llamado al móvil pero lo tienes apagado.
—Perdona, jefe, pero estamos en medio de una reunión con los gallegos. ¿Qué es tan urgente?
—Acabo de hablar con los ministerios de Interior y de Cultura, y están que trinan. Quieren resultados, y pronto. ¿Cómo van las pesquisas?
—Mal. No tenemos nada. Sólo he podido concluir dos cosas: que al menos uno de los ladrones es trabajador de la catedral, y en eso estamos todos de acuerdo, incluso los propios empleados a los que hemos interrogado, y que el robo se produjo entre la noche del jueves y la del viernes.
—¿Nada más?
—Nada. Nos faltan los datos de los análisis del material genético recogido en el archivo, aunque estoy convencida de que no aportarán ninguna pista, como tampoco las huellas dactilares, pues hay centenares de ellas por todas partes.
—Costó mucho montar esta brigada y que los jerarcas de Interior asumieran que era necesaria; si fracasamos, nos pondrán en entredicho y con los nuevos recortes que se anuncian incluso podríamos desaparecer. Así me lo han dejado caer los de arriba.
—¿Pero es que ya no se acuerdan de los casos que hemos resuelto?
—En estos momentos te aseguro que no. Es más, lo que me acaban de recordar es que sigue sin conocerse el paradero de los cuadros de Velázquez y de Fernando Valdés que se robaron en el Palacio Real, y que no hemos encontrado la escultura de treinta y ocho toneladas destinada al Reina Sofía. Como ves, Teresa, ahora sólo se acuerdan de los casos que no hemos resuelto, y no de las decenas solucionados, de los que han sacado un buen rédito político.
—Serán... Antes de que existiera esta brigada se producía un robo diario en las iglesias de España; entre 1975 y 1981 se desvalijaron miles de obras de arte, y desde que existimos no sólo ha descendido el número de robos de manera extraordinaria sino que se han resuelto miles de expedientes que antes quedaban sin concluir, y obras robadas sobre las que se había perdido la esperanza de recuperarlas han regresado a sus lugares originales.
—Tienes razón, pero ya conoces la urgencia de la política.
—Pues lo siento, pero en el caso del robo del Códice Calixtino no podemos adelantar ninguna solución por el momento.
—Intentaré calmarlos. La sección de patrimonio de la Guardia Civil ha emitido un comunicado en el que su capitán responsable ha declarado que en España sólo ha habido un robo por encargo de piezas de nuestro patrimonio histórico en los últimos treinta años, y que, en caso de comprobarse, éste sería el segundo.
—Joder con la Guardia Civil, ¿y quién le ha dicho a ese capitán que se trata de un robo por encargo? —preguntó Teresa a su jefe.
—No lo ha afirmado; lo ha planteado como hipótesis.
—Aquí todo el mundo hace hipótesis y todo el mundo opina. Hoy mismo el fiscal jefe de Galicia ha largado unas declaraciones en las que asegura que los ladrones pueden ser condenados hasta a cinco años de prisión. ¿Por qué no nos dejan hacer nuestro trabajo?
—Escucha Teresa, este asunto ha despertado un interés mediático extraordinario. Ni te imaginas la cantidad de llamadas que estamos recibiendo: de políticos, de periodistas, de historiadores, de escritores; todos quieren saber qué hacemos, quiénes somos y cómo trabajamos. Lo siento, pero tendremos que afrontar el desarrollo del caso con esta presión.
Aquel sábado Patricia Veri se había levantado temprano. A las ocho en punto había salido a correr por la orilla del lago Lemán. Lo hacía tres veces a la semana, y escuchaba música en sus auriculares, pero ese día había sintonizado una emisora de todo noticias en su MP4.
La crisis económica y las turbulencias financieras lo inundaban todo y monopolizaban el ochenta por ciento de la información, pero hubo un pequeño hueco para el robo perpetrado en Santiago de Compostela. La locutora se limitó a leer una nota de agencia en la que simplemente se recordaba que la policía española continuaba con la investigación y que creía haber localizado a un posible sospechoso, un empleado de la catedral.
Cuando llegó de nuevo a casa tras cuarenta minutos de carrera, Diego había preparado un nutritivo desayuno.
—No tienen ni idea de lo ocurrido; están absolutamente perdidos —le dijo Patricia a Diego.
—Tal vez no. La policía española asegura tener más o menos identificado a un sospechoso; ¿será eso verdad? Y si es verdad, ¿será el Peregrino?
—No lo creo. Ese anuncio es una treta para ponerlo nervioso. Claro que saben que alguien de dentro ha colaborado en este robo, pero no tienen la menor idea sobre quién puede ser. Están muy despistados.
—También dicen que están interrogando a todos los empleados de la catedral; ¿lo habrán hecho ya con el Peregrino?
—No lo sé, pero de lo que ahora estoy segura es de que ese hombre no confesará nada.
—Comentamos que parecía emocionalmente inestable y que podría derrumbarse ante el acoso policial.
—Antes de producirse el robo tal vez, pero ahora él se considera un soldado de Cristo, y sabe que no puede fallar. El Peregrino no ha participado en este asunto por dinero, como sí lo hemos hecho nosotros, sino por sus propios ideales y por la defensa de su fe. Jamás confesaría que participó en esto, ni siquiera aunque le aplicaran torturas inquisitoriales. Este tipo de gente es capaz de dejarse matar en defensa de sus ideas. Estoy convencida de que podemos estar seguros.
—¿Y Jacques Román? No sabemos nada de él desde que le entregamos el Códice. Eso sí, ayer ingresaron en nuestra cuenta el resto del dinero, el otro medio millón de euros.
—¿Deseas continuar en este negocio? —le preguntó Patricia a Diego.
El argentino dio un sorbo a su taza de mate y se mantuvo en silencio durante unos segundos.
—Recuerda que tenemos un trabajo en Londres; Von Rijs nos espera a fin de mes para tasar ese manuscrito griego procedente de Afganistán. En una semana podemos ingresar cinco mil libras esterlinas, unos siete mil euros. Se trata, según dijo, de una copia del Evangelio de Tomás. Lo que allí se cuente podría ratificar tus teorías sobre la familia de Cristo, al menos en eso pensaste cuando te lo comenté.
—No has contestado a mi pregunta. Disponemos de un millón y medio de euros en la cuenta del banco y podemos sacar unos trescientos mil más si vendemos esta casa. Con todo ese dinero podríamos llevar una vida normal en Argentina o en España.
—No es tan fácil, cariño. Ese dinero está a buen recaudo aquí en Suiza, pero se trata de dinero negro, al margen de los canales de Hacienda en Argentina o en España.
—Sabes que hay mil maneras de blanquearlo y de convertirlo en dinero de curso legal, aunque tuviéramos que perder un diez o un quince por ciento.
—Al ritmo que ahora gastamos el dinero, un millón y medio de euros nos duraría... —Diego calculó mentalmente—, unos siete años. Para entonces tú tendrás cuarenta y siete y yo habré cumplido cincuenta y cinco. ¿Qué haremos entonces?
—Podríamos montar un pequeño negocio en la costa andaluza, o en Uruguay, en las playas al este de Montevideo, tal vez de hostelería.
—No te veo sirviendo copas.
—Eso quiere decir que estás dispuesto a continuar con este modo de vida, que no deseas dejar de traficar con obras de arte. ¿Vamos a seguir con esto durante el resto de nuestras vidas? Hasta ahora hemos tenido suerte y hemos logrado eludir a la policía, pero algún día cometeremos un error y nos atraparán. ¿Podrías resistir cinco años encerrado en una prisión?
—No seas pesimista; si estamos atentos no nos atraparán. El trabajo más arriesgado que hemos desarrollado hasta ahora ha sido el del Códice de Santiago, y ha salido redondo.
—Todavía no ha acabado la investigación, y nunca acabará, porque la policía seguirá con ese caso abierto, aunque jamás lo resolverán.
—También es posible que se considere sobreseído y se olviden definitivamente de él, como ha ocurrido otras veces. ¿Recuerdas la intermediación que llevamos a cabo con aquel cuadro de Velázquez robado en el Palacio Real de Madrid? Ya hace varios años que se perpetró el robo y cuatro de nuestra mediación entre vendedor y comprador. La policía española se ha olvidado del tema y nosotros ingresamos un buen pellizco, sin el menor riesgo.
«Comprendo que lo que hemos vivido la semana pasada te haya puesto muy nerviosa, a mí también, pero tenemos un millón de euros más en nuestra cuenta. De todos modos, te prometo que no volveremos a robar nada más, y que nos limitaremos a lo que veníamos haciendo: tasar, hacer informes sobre la autenticidad de las obras e intermediar entre vendedores y compradores, sin riegos, sin sobresaltos. Sé que te dije que sería capaz de abandonar todo esto si me lo pidieras, porque tú eres lo más importante para mí, pero no me obligues a que deje este trabajo porque no sabría hacer otra cosa.
Diego besó a Patricia con dulzura.
—Nunca podremos tener un hijo, ¿verdad? —preguntó ella.
El argentino calló.
Tomó su taza de mate, se dirigió a su ordenador y consultó el correo electrónico. Había un mensaje anónimo. Lo abrió enseguida porque supo que era de Jacques Román, y lo leyó: «Ha sonado la tercera trompeta: un tercio del agua del mar se convertirá en ajenjo».
Recordó que el ajenjo era una planta con la que se elaboraba una bebida alcohólica muy amarga, medicinal y aromática. Diego seguía sin entender el desarrollo que del libro del Apocalipsis le iba desgranando poco a poco Jacques Román.
A través de los cristales del ventanal de la cocina se vislumbraba una plácida vista del lago Lemán. Cuando se instalaron en Suiza, a ambos les pareció más que un país una maqueta. Todo estaba en su sitio, todo era perfecto, limpio, organizado, puntual, como si desde su Argentina natal se hubieran trasladado no a otro país sino a otro planeta.