El códice del peregrino (21 page)

Read El códice del peregrino Online

Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El códice del peregrino
8.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Inspector, una llamada urgente. Es de la catedral —informó el agente a su superior.

—Ya la han liado esos indignados. No, si ya le dije al comisario que recomendara al delegado del gobierno que acabara con esa chusma y los desalojara de la plaza.

—No se trata de los acampados del 15-M, sino de un robo. Era el señor deán; me ha dicho que les han robado un libro, el «código calistino», me parece haber entendido. Nos piden que vayamos enseguida.

—¡No me jodas, un robo en la catedral! ¡Me cago en la...! Vamos a salir en todos los telediarios. Llama al comisario y dile que me voy para allá con un agente. Que me llame al móvil. Y avisa a la catedral para confirmarles que estamos allí enseguida.

El inspector Gutiérrez salió de comisaría acompañado de uno de los agentes de servicio. Caminando a pie ligero apenas había dos o tres minutos hasta la catedral, pero, siguiendo el protocolo de actuación en estos casos, decidieron acudir en uno de los coches.

Subieron la cuesta de la avenida de Raxoi a toda velocidad y entraron en la plaza del Hospital, bordeando las tiendas de los indignados. Aparcaron delante de la fachada del archivo, a la derecha del Obradoiro, donde los aguardaban el deán y el canónigo.

—Buenas noches, señores. Soy el inspector Gutiérrez y éste es el agente Vadillo. ¿Qué ha ocurrido?

El policía identificó de inmediato a los dos responsables del archivo, pues vestían traje de chaqueta negro con alzacuellos; nada que ver con la vestimenta de algunos indignados que debatían sus asuntos sentados en el suelo de la plaza.

—Ha desaparecido el Códice Calixtino.

—¿Es un libro?

—Sí. Un libro manuscrito del siglo XII, uno de los más importantes de la Edad Media y la joya de este archivo.

—¿Cuál puede ser su valor?

—Incalculable, pero la última vez que lo aseguramos para prestarlo a una exposición se tasó en seis millones de euros.

El inspector Gutiérrez resopló; se hizo de nuevo el propósito de dejar de fumar. Los dos policías y los dos sacerdotes iban hablando a la vez que subían las escaleras camino del archivo. Entonces sonó el móvil del inspector.

—Perdonen, es mi jefe. Comisario, estoy en la catedral, en el archivo, con el señor deán y uno de los canónigos. Aseguran que les han robado un importante libro del siglo XII... Sí, de acuerdo, aquí esperamos. —Colgó—. El comisario jefe viene en camino.

Mientras lo esperaban, Gutiérrez se dirigió a la estancia de seguridad. El deán le mostró el lugar donde debería haber estado el Calixtino.

El comisario llegó poco después acompañado por dos agentes.

—Señor deán, señor canónigo; hola, Manolo —saludó al inspector—. Bien, ¿qué ha ocurrido aquí?

—Esta tarde, cuando se iba a proceder al cierre del archivo, el archivero jefe ha echado en falta el Códice Calixtino, nuestro tesoro bibliográfico más valioso —explicó el deán.

—¿Cuándo ha desaparecido?

—No lo sabemos.

—¿Qué?

—Este libro apenas sale de su armario. La última vez que lo sacamos fue hace más de un mes, para que lo viera un profesor de París.

—¿Y desde entonces no ha vuelto a salir de este lugar? —intervino Gutiérrez.

—No. Hemos cotejado las fichas y nadie más lo ha consultado. Para evitar la manipulación excesiva del original disponemos de un facsímil, que es el que manejan los investigadores. El original se consulta tres o cuatro veces al año a lo sumo, y siempre en estos locales y bajo nuestra atenta vigilancia.

—Por lo que veo, esta puerta no ha sido forzada. ¿Quiénes tienen llave?

—Sólo existen tres: la del archivero jefe, la del canónigo y la mía.

El comisario se fijó en la cerradura y vio la llave puesta.

—¿De quién es esta llave?

—Yo tengo la mía. —El deán la mostró en su mano.

—Y yo también. —El canónigo enseñó la suya.

Todos los presentes miraron entonces al archivero.

—Y ésta es la mía. —El archivero mostró su llavero, del que colgaba la misma llave que tenían los otros dos.

Los ojos del comisario se dirigieron de nuevo a la cerradura y a la llave. Se sacó del bolsillo un pañuelo y, con cuidado, para evitar borrar posibles huellas, extrajo la llave de la cerradura y la cotejó con las otras tres. Era idéntica.

—Bien, si sólo existen tres llaves de esta cerraja, ¿alguien me puede decir qué es esto? —El comisario levantó la cuarta llave y la expuso a la vista de todos.

Media hora más tarde una decena de agentes estaba tomando todo tipo de datos del archivo: posibles huellas dactilares, cabellos, fotografías de cada rincón de cada una de las salas... todo cuanto contribuyera a la investigación sobre la desaparición del Códice Calixtino.

—Comisario, no hemos encontrado el menor signo de violencia en ninguna zona del archivo. Todas las puertas presentan sus cerraduras en perfecto estado y no hay restos de agujeros o butrones por donde se hayan podido colar los presuntos cacos.

—Todavía no sabemos si se trata de un robo.

—Comisario, ese Códice está valorado en seis millones de euros —dijo el inspector.

—Creo que en este asunto debe intervenir Madrid. Por favor, Manolo, ve a comisaría y llama a la brigada central de Patrimonio. Ponles al corriente y diles que necesitamos su ayuda, que envíen un equipo en cuanto les sea posible. Yo avisaré ahora al delegado del gobierno y a la consejería de Cultura. Y llama también al alcalde y al jefe de la policía municipal; mañana haremos controles por toda la ciudad, y deben saberlo.

—Son las doce de la noche.

—No importa; alguien habrá de guardia.

—A tus órdenes.

El inspector Gutiérrez salió presto hacia comisaría mientras el comisario llamaba al delegado del gobierno en Galicia.

El alto funcionario del gobierno central se presentó en el archivo pasada la medianoche. Un helicóptero de la policía sobrevoló los tejados de la catedral en busca de algún posible agujero por donde hubieran podido penetrar los ladrones. Ante la evidencia de que ninguna de las puertas del archivo había sido forzada, el comisario supuso que quizá se habían deslizado por el complicado laberinto de tejados del complejo catedralicio, para llegar así hasta el claustro y desde allí acceder al archivo. Pero, tras inspeccionar las ventanas, tampoco encontraron ninguna de ellas rota o con señales de haber sido forzada. Desde el helicóptero informaron por radio de que habían revisado los tejados desde el aire, iluminados con un potente foco, y no habían observado nada anormal, como un grupo de tejas rotas, una escala o algo que pudiera indicar que una o varias personas hubieran entrado en el archivo por el intrincado complejo de techumbres de la catedral.

A las tres de la mañana el comisario dio por finalizadas las primeras tareas de inspección.

Los cuatro miembros del equipo que trabajaban en el archivo estaban cansados pero sus rostros reflejaban sobre todo una notable perplejidad ante lo ocurrido.

—Creo que debemos retirarnos a descansar. Nada más podemos hacer hoy. Les ruego que mañana no abran el archivo y no toquen nada hasta que lleguen los expertos de la policía científica y de la brigada central de Patrimonio. Si no les importa, yo guardaré esta llave que no debería existir. —El comisario la depositó en una bolsa de plástico—. Y les rogaría a ustedes tres —se dirigió al deán, al canónigo y al archivero— que tengan a mano sus llaves, las necesitaremos para una comprobación.

—Así lo haremos. Cuenten con nuestra colaboración para todo lo que necesiten. Comprenderán que los más interesados en que este asunto se resuelva cuanto antes somos nosotros —asintió el deán.

—Señor delegado, si usted no ordena otra cosa nos retiraremos, pero dejaré a la puerta del archivo un retén de guardia —le dijo el comisario al delegado del gobierno.

—Que sean discretos. No vayan a pensar los indignados que los estamos vigilando a ellos y se líe una buena —añadió el delegado.

El teléfono de Su Excelencia sonó poco después de las nueve de la mañana del miércoles 6 de julio. El candidato a cardenal nunca se levantaba antes de esa hora, y tenía terminantemente prohibido a sus asistentes que lo molestaran, salvo por algún motivo trascendental.

La conversación que mantuvo con su interlocutor en Santiago fue escueta y críptica:

—Ya se sabe. —Oyó Su Excelencia nada más descolgar el móvil.

—¿Algún problema?

—Ninguno. Todo discurre según lo previsto.

—Gracias.

De inmediato, Su Excelencia llamó a Jacques Román.

—Jacques, ya se han dado cuenta.

—¡Sí que han tardado!

—Manténgame informado, por favor.

—De acuerdo.

La mañana del miércoles 6 de julio el comisario jefe y el inspector Gutiérrez regresaron al archivo para continuar con las pesquisas. Por la ciudad de Santiago corría el rumor de que algo grave había pasado aquella noche en la catedral. La mayoría pensaba que se trataba de una maniobra policial para intimidar a los indignados, pero nadie sospechaba de un posible robo.

El despliegue policial en las calles de Santiago era inusual, por lo abundante, aquella mañana de miércoles. Decenas de policías, equipados con sus chalecos reflectantes amarillos, algunos de ellos con fusiles bajo el brazo, habían establecido varios controles en las calles de Santiago y en las principales salidas de la ciudad. Todo vehículo que dejaba la localidad era inspeccionado a fondo. Los conductores que circulaban por las calles de Santiago sufrieron las molestias de los atascos y de las inspecciones de la policía.

Aquella mañana, pese a estar en pleno verano, hacía fresco, había llovido y el pavimento estaba mojado. En la catedral, el deán convocó a los miembros del cabildo a una reunión urgente que sería presidida por el señor arzobispo de Santiago, a quien le dieron las primeras informaciones sobre lo ocurrido poco antes de la medianoche anterior.

El deán intentaba mantener la serenidad, pero el canónigo archivero se mostraba completamente nervioso. No dejaba de gesticular con las manos, frotárselas, soplarse los dedos y pasárselas por la cara y la cabeza.

La reunión tuvo lugar en un salón del palacio episcopal, cuyos dos amplios ventanales daban al patio interior.

El deán comenzó informando sobre las circunstancias de la desaparición del Códice Calixtino, sin pronunciar en ningún momento la palabra «robo». Conforme iba desgranando lo sucedido, el rumor de los cuchicheos entre los canónigos aumentaba, hasta tal punto que el arzobispo, un hombre callado y discreto, tuvo que intervenir en un par de ocasiones para demandar silencio a los allí reunidos.

Una vez finalizado el informe del deán, el arzobispo, visiblemente contrariado, le preguntó:

—¿Ha presentado usted la correspondiente denuncia ante la policía?

—Todavía no, monseñor.

—¿A qué espera?

—A que el abogado de la archidiócesis lo indique. Esta mañana, a primera hora, he hablado con él y me ha dicho que no podemos denunciar el robo. Al no haber puertas ni ventanas forzadas, este acto no puede calificarse, de momento, sino de desaparición, o hurto a lo máximo, lo que implica una pena menor en caso de que los culpables sean apresados. Además, yo confío en que hoy mismo aparezca el Códice.

—¿En qué se basa?

—En que quienquiera que se lo haya llevado es una persona de la casa. Y creo que el autor de esta tropelía se arrepentirá de lo que ha hecho y devolverá el Códice, probablemente hoy mismo.

El murmullo de los canónigos se elevó hasta convertirse en un verdadero guirigay.

—Silencio señores; guarden la debida compostura, por favor. —El arzobispo tuvo que levantar la voz para imponerla sobre las de los acalorados canónigos.

—¿Y si no fuera así?

—En ese caso nos veríamos obligados a presentar la correspondiente denuncia, pero por hurto, que no por robo —le respondió el deán.

—Consulte de nuevo con nuestro abogado, señor deán, pero dígale que si el Códice no aparece antes de las siete de esta tarde, que presente la denuncia en comisaría en los términos legales que considere oportuno —zanjó la cuestión el arzobispo ante la estupefacción de todos los presentes por lo que estaba sucediendo.

—Así se hará, monseñor.

—Vamos a ser el hazmerreír del mundo —se oyó musitar al arzobispo mientras salía con cara de pocos amigos de aquella reunión.

Gutiérrez apagó su cigarrillo y subió las escaleras del archivo de la catedral. Varios agentes seguían buscando pistas por todas las salas. El inspector había quedado con el deán, el canónigo y el archivero jefe en uno de los despachos del archivo.

—Buenos días señores —los saludó—. Mañana llegarán de Madrid tres expertos de la brigada central de Patrimonio Histórico. Dependen de la unidad de delincuencia especializada y violenta de la Dirección General de Policía, la UDEV, y la ley les atribuye la competencia específica sobre robos o agresiones al patrimonio cultural en cualquier ámbito del territorio español; también se han desplazado a Santiago expertos de la policía científica de la jefatura superior de La Coruña que colaboran con nosotros en la investigación.

—Les agradecemos sus esfuerzos —dijo el deán.

—Es nuestro trabajo.

—¿Han podido averiguar alguna cosa?

—Estamos en ello. Hemos desplegado un dispositivo de control de los automóviles que salen de la ciudad, y estamos revisándolos por si alguien —el inspector pronunció esa palabra con cierto énfasis— intentara sacar el Códice oculto en algún automóvil.

—¿Creen que el Calixtino sigue en Santiago? —demandó el canónigo.

—Es posible. El principal problema es que no sabemos qué día desapareció.

—Creo que lo vi por última vez el jueves pasado —intervino el archivero.

—¿Por qué no dijo eso anoche?

—Estaba confundido y nervioso, y además no estoy seguro. El jueves por la tarde abrí el armario donde se guarda... se guardaba el
Codex
para devolver a su lugar el
Tumbo A
y no recuerdo que hubiera ninguna anomalía, como sí me ocurrió ayer.

—Lo que les ruego es que cuiden lo que declaran a la prensa. Todavía no se ha publicado ninguna noticia, pero el revuelo que se ha armado en la ciudad ha hecho que circulen todo tipo de rumores, y uno de ellos es que han robado algo muy valioso en la catedral. No podremos detener más esta información, de modo que los periodistas caerán sobre ustedes como una plaga. No faciliten más datos que los que nosotros indiquemos, y que actúe una sola persona como portavoz de la catedral.

Other books

Children of a New Earth by Eliason, R. J.
Space by Emily Sue Harvey
Lucasta by Melinda Hammond
La voz de los muertos by Orson Scott Card
A Frog in My Throat by Frieda Wishinsky
Zero at the Bone by Mary Willis Walker