El club Dante (56 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—No —replicó Longfellow pensativamente—. Creo que nunca lo hago.

—¡Ya sé que nunca lo hace! Pero una vez usted se me confesó. —Holmes lo consideró dos veces antes de seguir—. Cuando conoció a Fanny.

—No, creo que nunca lo hice.

Cambiaron varias veces de parejas, como si estuvieran bailando; y también cambiaron de conversaciones. A veces caminaban los cuatro juntos, y parecía que su peso iba a romper la costra helada bajo sus pies. Siempre iban tomados del brazo.

Al menos la noche era clara. Las estrellas estaban fijadas en perfecto orden. Oyeron los golpes de los cascos del caballo que traía a Nicholas Rey, quien iba envuelto en el vapor de la respiración del animal. A medida que se aproximaba, cada uno de ellos imaginaba en silencio el aspecto de incontenible triunfo en el llamativo semblante del joven, pero su rostro reflejaba gravedad. Informó de que ni Teal ni Augustus Manning habían sido vistos. Había reclutado a media docena de agentes para peinar el río Charles en toda su longitud, pero sólo cuatro caballos más pudieron quedar al margen de la cuarentena. Rey se alejó, no sin advertir cautela a los Poetas junto a la chimenea y prometiéndoles continuar la búsqueda por la mañana.

¿Quién sugirió, a las tres y media, descansar un rato en casa de Lowell? Una vez allí, dos se acomodaron en la sala de música y otros dos, en el estudio contiguo. Ambas estancias eran gemelas en su disposición, con las chimeneas dándose la espalda. Fanny Lowell se retiró arriba debido a los ansiosos ladridos de los cachorros. Les hizo té, pero Lowell no le explicó nada y se limitó a refunfuñar por la epidemia de las caballerías. Ella había enfermado de inquietud por la ausencia de su marido. Éste acabó por darse cuenta de lo tarde que era, y despachó a su criado William para que llevara mensajes a las casas de los demás. Permanecieron adormilados en Elmwood media hora —no más—, junto a las dos chimeneas.

A la hora en que el mundo permanecía inmóvil, el calor daba de lleno en un lado del rostro de Holmes. Todo su cuerpo estaba tan hondamente fatigado que apenas se dio cuenta cuando se vio de nuevo en pie y atravesando con paso quedo una estrecha cancela en el exterior. El hielo que cubría el suelo había empezado a derretirse rápidamente a causa de un brusco aumento de la temperatura, y el fango se aglomeraba en los regueros de agua. El suelo bajo sus botas se había vuelto desigual y formaba pendientes, y Holmes sentía que debía agacharse como si estuviera escalando una ladera. Dirigió una mirada a la comunidad de Cambridge, donde podía distinguir aquellos cañones de la guerra de la Independencia que habían escupido columnas de humo, y el corpulento Olmo de Washington que, con sus miles de ramas, semejantes a dedos, crecía en todas direcciones. Holmes miró atrás y pudo ver a Longfellow deslizarse lentamente hacia él. Holmes se apresuró a su encuentro. No le gustaba que Longfellow permaneciera solo demasiado tiempo, pero un estruendo atrajo entonces la atención del doctor.

Dos caballos con manchas de color fresa y cascos albinos avanzaban tempestuosamente hacia él, ambos arrastrando sendos carruajes destartalados. Holmes se encogió y cayó de rodillas. Se agarró los tobillos y levantó la vista a tiempo para ver a Fanny Longfellow —flores de fuego volaban de su cabello suelto y de su amplio pecho— llevando las riendas de uno de los caballos, y a Junior controlando con mano segura el otro, como si no hubiera hecho otra cosa desde el día en que nació. Cuando las dos figuras pasaron arrolladoramente a ambos lados del pequeño doctor, a éste no le pareció posible conservar el equilibrio y se deslizó hacia la oscuridad.

Holmes se levantó del sillón y permaneció de pie, con las rodillas a unas pulgadas de la chimenea donde crepitaba la leña. Levantó la mirada. Sobre su cabeza, chisporroteaba la lámpara.

—¿Qué hora es? —preguntó, cuando se dio cuenta de que había estado soñando.

El reloj de Lowell le respondió: las seis menos cuarto. Los ojos de Lowell se abrieron como los de un niño adormilado y se agitó en su sillón. Preguntó si sucedía algo. El sabor amargo que le llenaba la boca le hacía difícil abrirla.

—Lowell, Lowell —dijo Holmes, descorriendo todas las cortinas—. Un par de caballos.

—¿Qué?

—Creo haber oído un par de caballos fuera. No; estoy completamente seguro de ello. Corrían frente a su ventana hace sólo unos segundos; han pasado muy cerca y a toda prisa. Sin duda se trataba de dos caballos. El agente Rey sólo dispone de uno en este momento. Longfellow dijo que Teal le robó dos a Manning.

—Nos hemos quedado dormidos —replicó Lowell, alarmado, parpadeando y mirando a través de las ventanas cómo había empezado a hacerse de día.

Lowell despertó a Longfellow y a Fields, y luego tomó su catalejo y su fusil, que se echó al hombro. Cuando se dirigían a la puerta, Lowell vio a Mabel, envuelta en su bata, entrar en el vestíbulo. Él se detuvo, aguardando una reprimenda, pero ella se limitó a quedarse quieta, de pie, con la mirada perdida. Lowell volvió sobre sus pasos y la abrazó estrechamente. Cuando se oyó a sí mismo susurrar «gracias», ella ya había pronunciado la misma palabra.

—Ahora debes tener cuidado, padre. Por madre y por mí.

Al pasar del calor al aire frío del exterior, se recrudeció con toda su fuerza el asma de Holmes. Lowell corrió delante, en busca de huellas recientes de cascos, mientras los otros deambulaban con expresión circunspecta entre los despojados olmos, que alzaban al cielo sus desnudas ramas.

—Longfellow, mi querido Longfellow… —decía Holmes.

—Holmes —respondió el poeta amablemente.

Holmes aún podía ver ante sus ojos los vívidos fragmentos soñados, y tembló al mirar a su amigo. Temía que pudiera escapársele: «Acabo de ver a Fanny venir por nosotros. ¡La he visto!».

—Hemos olvidado la porra de la policía en su casa, ¿verdad?

Fields apoyó la mano en el pequeño hombro del doctor, para darle confianza.

—Ahora mismo, una onza de coraje vale por el rescate de un rey, querido Wendell.

Más adelante, Lowell se inclinó, apoyándose en una rodilla. Recorrió con el catalejo el estanque situado enfrente. Sus labios temblaban a causa del temor. Al principio creyó ver algunos muchachos pescando en el hielo. Pero luego, al desplazar el catalejo, pudo ver el lívido rostro de su alumno Pliny Mead: sólo su rostro.

La cabeza de Mead era visible a través de una estrecha abertura practicada en el lago de hielo. El resto de su cuerpo desnudo estaba oculto por el agua helada, bajo la cual tenía los pies atados. Sus dientes castañeteaban violentamente. La lengua estaba vuelta hacia la parte posterior de la boca. Los brazos desnudos de Mead estaban extendidos sobre el hielo y fuertemente amarrados con algún tipo de cuerda, que se prolongaba desde las muñecas hasta el carruaje del doctor Manning, atado en las cercanías. Mead, semiinconsciente, se hubiera deslizado por el agujero abajo y hubiera muerto, de no ser por aquella atadura. En la trasera del carruaje estacionado, Dan Tea, resplandeciente con su uniforme militar, pasaba los brazos bajo otra figura desnuda, la levantó y echó a andar sobre el traicionero hielo. Transportaba el fláccido y blanco cuerpo de Augustus Manning, cuya barba resbalaba de manera forzada sobre su delgado pecho. Las piernas y las caderas estaban atadas, y su cuerpo temblaba mientras Teal cruzaba el liso estanque.

La nariz de Manning se había puesto rojo oscuro, y bajo ella se había formado una gruesa costra de sangre seca de color marrón. Teal deslizó primero los pies en otra abertura del lago helado, a unos treinta centímetros de los de Mead. La impresión causada por el agua gélida devolvió a Manning a la vida: chapoteó y se agitó alocadamente. Entonces Teal desató los brazos de Mead, de tal modo que la única fuerza capaz de evitar que los dos hombres desnudos se deslizaran a sus respectivos agujeros era un furioso intento, instintivamente comprendido e instantáneamente emprendido por ambos, de agarrar las manos extendidas del otro.

Teal trepó por el talud para verlos debatirse, y entonces sonó un disparo. Acertó la corteza de un árbol detrás del asesino.

Lowell volvió a apuntar, agarrando su arma y deslizándose por el hielo.

—¡Teal! —gritó.

Dispuso el fusil para otro disparo. Longfellow, Holmes y Fields avanzaron a gatas hasta colocarse detrás de Lowell.

—¡Señor Teal, debe acabar con esto! —chilló Fields.

Lowell no podía creer lo que vio por encima del cañón de su arma. Teal permanecía perfectamente inmóvil.

—¡Dispare, Lowell, dispare! —lo urgió Fields dando voces.

A Lowell siempre le gustaba apuntar en las expediciones de caza, pero nunca abrir fuego. Ahora el sol se elevaba a una altura perfecta, desplegándose sobre la vasta superficie cristalina.

Por un momento, los hombres quedaron cegados por el reflejo. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado, Teal había desaparecido, y les llegó el eco de los apagados sonidos de su carrera por el bosque. Lowell disparó a la espesura.

Pliny Mead, temblando inconteniblemente, no reaccionaba, mientras su cabeza iba resbalando por el hielo y su cuerpo se hundía poco a poco en las mortíferas aguas. Manning pugnaba por mantener agarrados los escurridizos brazos del muchacho; después, sus muñecas y sus dedos, pero el peso era excesivo. Mead hundió ambos brazos en el agua. El doctor Holmes se lanzó, deslizándose por el hielo. Introdujo ambos brazos en el agujero, agarrando a Mead por los cabellos y las orejas y tiró y tiró hasta que pudo abrazarlo por el tórax. Entonces tiró un poco más hasta que el muchacho quedó tumbado sobre el hielo. Fields y Longfellow tomaron a Manning por los brazos y lo deslizaron hasta la superficie antes de que llegara a caer en el agujero. Le desataron las piernas y los pies.

Holmes oyó el chasquido de un látigo y levantó la mirada, para ver a Lowell en el pescante del carruaje abandonado. Azuzaba a los caballos en dirección a los bosques. Holmes dio un salto y corrió hacia él:

—¡No, Jamey! —gritó—. ¡Necesitamos llevarlos a que entren en calor o morirán!

—¡Teal escapará, Holmes!

Lowell detuvo los caballos y se quedó mirando la patética figura de Augustus Manning, debatiéndose torpemente sobre el estanque helado como un pez fuera del agua. Allí estaba el doctor Manning casi acabado, y Lowell sólo era capaz de sentir compasión por él. El hielo se curvó bajo el peso de los miembros del club Dante y de las víctimas destinadas a ser asesinadas, y el agua brotaba formando burbujas a través de nuevos agujeros que se abrían conforme avanzaban. Lowell saltó del carruaje en el preciso momento en que uno de los chanclos de Longfellow rompía una delgada franja de hielo. Lowell llegó a tiempo de agarrarlo.

El doctor Holmes se quitó los guantes y el sombrero y luego el gabán y la levita, y empezó a amontonarlos sobre Pliny Mead.

—¡Envuélvanlos en lo que tengan! ¡Tápenles la cabeza y el cuello!

Rasgó el corbatín y lo ató al cuello del muchacho. Luego se quitó las botas y los calcetines e introdujo en ellos los pies de Mead. Los otros miraron con atención cómo danzaban las manos de Holmes y lo imitaron.

Manning trató de hablar, pero lo que salió de su boca fue un gruñido entrecortado, como una débil cantilena. Trató de levantar la cabeza del hielo, pero estaba enteramente confuso cuando Lowell le encasquetó su sombrero.

Holmes gritó:

—¡Asegúrense de que los mantienen despiertos! ¡Si caen dormidos, los perdemos!

Con dificultades, transportaron los cuerpos ateridos al carruaje. Lowell, despojado de su ropa hasta quedarse en mangas de camisa, volvió a situarse en el pescante. Siguiendo las instrucciones de Holmes, Longfellow y Fields masajeaban el cuello y los hombros de las víctimas y les levantaban los pies para facilitar la circulación.

—¡Corra, Lowell, corra! —lo animaba Holmes.

—¡Vamos todo lo aprisa que podemos, Wendell!

Holmes se había dado cuenta en seguida de que Mead era el que estaba peor. Una terrible herida en la parte posterior de la cabeza, seguramente inferida por Teal, era una mala complicación que se añadía a la letal exposición al frío. Holmes estimulaba frenéticamente la circulación del muchacho durante su breve trayecto de regreso a la ciudad. A su pesar, resonaba en la mente de Holmes el poema que recitaba a sus estudiantes para recordarles cómo tratar a sus pacientes:

Si a la pobre víctima hay que percutir,

no conviertas en un yunque su busto doliente.

(Hay doctores en cientos de millas a la redonda

que golpean un tórax como martillos pilones).

En cuanto a tus preguntas, por favor, no trates

de sonsacar a tu paciente y dejarlo completamente seco;

no es un molusco retorciéndose en un plato;

tú no eres Agassiz y él no es un pez.

El cuerpo de Mead estaba tan frío que hacía daño al tocarlo.

—El chico estaba perdido antes de nuestra llegada al Fresh Pond. No hubo manera de hacer más por él. Debe aceptarlo, mi querido Holmes.

El doctor Holmes deslizaba entre sus dedos, atrás y adelante, el tintero de Tennyson, propiedad de Longfellow. Ignoraba a Fields y las puntas de los dedos se le ennegrecían con manchas de tinta.

—Y Augustus Manning le debe la vida —decía Lowell—. Y a mí, mi sombrero —añadió—. Ahora en serio, Wendell, ese hombre hubiera vuelto a ser polvo sin usted. ¿No se da cuenta? Hemos desbaratado los planes de Lucifer. Hemos arrancado a un hombre de las fauces del diablo. Esta vez hemos vencido gracias a que usted se entregó por completo, querido Wendell.

Las tres hijas de Longfellow, primorosamente vestidas para salir, llamaron a la puerta del estudio. Alice fue la primera en entrar:

—Papá, Trudy y las demás niñas están en la colina, deslizándose en trineo. ¿Podemos ir?

Longfellow miró a sus amigos, acomodados en sillones alrededor de la habitación. Fields se encogió de hombros.

—¿Habrá allí otros niños? —preguntó Longfellow.

—¡Todos los de Cambridge! —anunció Edith.

—Muy bien —dijo Longfellow, pero luego las estudió como si lo desbordaran sus propias reservas mentales—. Annie Allegra, quizá deberías quedarte aquí con la señorita Davie.

—¡Oh, por favor, papá! ¡Hoy estreno zapatos! —Annie levantó el pie como prueba.

—Mi querida Panzie —dijo Longfellow sonriendo—. Te prometo que sólo por esta vez.

Las otras dos salieron brincando, y la pequeña se dirigió al vestíbulo, en busca de su niñera.

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