El club Dante (49 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—¡Es un juego demasiado peligroso para Greene! —dijo Fields—. No es adecuado para eso. Además, ese hogar de ayuda a los soldados está medio cerrado, y los militares es probable que ahora ya estén dispersos por la ciudad. No tenemos tiempo de planear algo así. ¡Lucifer podría golpear en cualquier momento a quien, en su distorsionada visión del mundo, crea que ha cometido una trasgresión contra él!

—Pero debe tener una razón para creer tales cosas, Fields —replicó Holmes—. La insania es a menudo la lógica de una mente cuidadosa y sobrecargada.

—Ahora sabemos que el asesino necesitaba al menos dos días, y a veces más, para preparar su crimen después de oír un sermón —dijo el agente Rey—. ¿Hay alguna posibilidad de predecir los objetivos potenciales, ahora que ustedes saben las partes de Dante que el señor Greene ha referido a esos soldados?

—Me temo que no —respondió Lowell—. En primer lugar, carecemos de experiencia que nos permita adivinar cómo va a reaccionar Lucifer a esta reciente andanada de sermones, en lugar de a uno solo. El canto de los traidores que acabamos de oír sería, supongo, el que más impresión podría causarle. Pero ¿cómo seríamos capaces de averiguar qué «traidores» pueden rondar la mente de ese lunático?

—¡Si Greene pudiera recordar mejor al hombre que se le aproximó, y que le preguntó sobre una lectura por su cuenta de Dante! —dijo Holmes—. Llevaba uniforme, tenía un bigote color heno en forma de manillar y cojeaba. Pero sabemos la fuerza física que desplegó el asesino en cada una de las muertes, y su rapidez, pues nadie lo vio ni antes ni después de los crímenes. ¿Eso no hace improbable que se trate de una herida incapacitante?

Lowell se levantó y se dirigió a Holmes cojeando exageradamente.

—Si usted quisiera que el mundo no sospechara su fuerza, ¿podría fingir unos andares como ésos?

—No hemos tenido ninguna prueba de que nuestro asesino se esconda. Pero sí de nuestra incapacidad para verlo. ¡Y pensar que Greene miró a los ojos de nuestro demonio!

—O a los de un caballero cabal, pero golpeado por la fuerza de Dante —sugirió Longfellow.

—Fue notable advertir la emoción con que los soldados aguardaban oír más sobre Dante —admitió Lowell—. Los lectores de Dante se convierten en estudiantes, sus estudiantes, en zelotes, y lo que comienza como un gusto se convierte en una religión. El exiliado sin techo encuentra un hogar en mil corazones agradecidos.

Los interrumpió un ligero golpe y una voz suave procedentes del vestíbulo. Fields sacudió la cabeza, contrariado.

—¡Osgood, por favor, encárguese usted de momento!

Un papel doblado se deslizó bajo la puerta.

—Es sólo un mensaje, si me lo permite, señor Fields.

Fields dudó antes de abrir la nota.

—Lleva el membrete de Houghton. «Respondiendo a su última consulta, creo le interesará saber que las pruebas de la traducción de Dante por el señor Longfellow parecen haber desaparecido. Firmado, H. O. H.».

Ante el silencio de los demás, Rey preguntó por el significado de aquello. Fields se lo explicó:

—Cuando creíamos, equivocadamente, que los asesinatos iban detrás de nuestra traducción, agente, pedí a mi impresor que se asegurase de que nadie había tenido acceso a las pruebas del señor Longfellow a medida que iban entregándose, y que de algún modo se adelantara a nuestro ritmo de traducción.

—¡Bueno, bueno, Fields! —exclamó Lowell tomando de manos de Fields la nota de Houghton—. Precisamente cuando creíamos que los sermones de Greene lo explicaban todo, ¡el asunto se nos deshace entre las manos!

Lowell, Fields y Longfellow encontraron a Henry Oscar Houghton ocupado, redactando una amenazadora carta a un grabador que no cumplía. Un empleado los anunció.

—¡Usted me dijo que no había desaparecido ninguna prueba del archivo, Houghton!

Fields ni siquiera se quitó el sombrero antes de empezar a gritar. Houghton despidió al empleado.

—Tiene usted mucha razón, señor Fields. Y éstas aún no han sido tocadas —explicó—. Mire usted, yo deposito un juego extra de todos los grabados y pruebas importantes en una cámara de seguridad en el sótano, en previsión de un incendio; así lo hago desde que la calle Sudbury ardió hasta los cimientos. Siempre he creído que ninguno de mis muchachos tenía acceso a la cámara. Nada en ella los puede atraer, pues ciertamente no hay mucho mercado para pruebas de imprenta robadas, y para mis aprendices de taller sería todo un triunfo leer un libro. ¿Quién dijo aquello: «Aunque un ángel lo escriba, deberán imprimirlo los demonios
[12]
»? Eso tendré que grabarlo en un sello algún día.

Houghton se cubrió con la mano su digna risita entre dientes.

—Tomás Moro —apostilló Lowell, el hombre que todo lo sabía, sin aguardar respuesta.

—Houghton —dijo Fields—, le ruego que nos muestre esas otras pruebas que conserva.

Houghton condujo a Fields, Lowell y Longfellow por un estrecho tramo de escaleras hasta el sótano. Al final de un largo corredor, el impresor compuso una sencilla combinación que daba acceso a una cámara acorazada que había adquirido a un banco desaparecido.

—Después de comprobar las pruebas de la traducción del señor Longfellow con las archivadas, las hallé completas. Entonces se me ocurrió mirar en esta cámara de seguridad y, ¡oh, sorpresa!, habían desaparecido varias de las primeras pruebas de la traducción del
Inferno
por el señor Longfellow.

—¿Y quién las hizo desaparecer? —preguntó Fields.

Houghton se encogió de hombros.

—Yo no entro en esta cámara con mucha regularidad, como comprenderán. Esas pruebas pudieron haberse sustraído hace días, o meses, sin que yo me diera cuenta.

Longfellow localizó la caja etiquetada con su nombre, y Lowell lo ayudó a rebuscar entre las pruebas de la
Divina Commedia
. Habían desaparecido varios cantos del
Inferno
.

Lowell murmuró:

—Al parecer se las han llevado al azar. Faltan partes del canto tercero, pero este robo parece ser el único que se corresponde con un asesinato.

El impresor intervino en la conversación de los poetas y dijo, aclarándose la garganta:

—Puedo reunir a todos los que pudieron tener acceso a mi combinación, si ustedes lo creen oportuno. Llegaré al fondo de esto. Si yo le digo a un mozo que me cuelgue el gabán, espero de él que vuelva y me confirme que lo ha hecho.

Los mozos hacían funcionar las prensas, devolvían los tipos fundidos a las cajas y regaban las sempiternas lagunas de negra tinta cuando oyeron la campanilla de Houghton. Se congregaron en la sala de descanso de Riverside Press.

Houghton dio varias palmadas para acallar la cháchara de costumbre.

—Muchachos, por favor. Muchachos. Hay un pequeño problema que ha reclamado mi atención. Sin duda reconocen ustedes a uno de nuestros visitantes, el señor Longfellow, de Cambridge. Sus obras representan una parte importante, tanto comercial como cívicamente, de nuestras impresiones de literatura.

Uno de los chicos, un pelirrojo de aspecto rústico, con una cara amarilla pálida manchada de tinta, empezó a retorcerse y a dirigir miradas nerviosas a Longfellow. Éste lo advirtió y se lo señaló a Lowell y Fields.

—Parece que algunas pruebas de la cámara del sótano han sido… extraviadas, podríamos decir.

Houghton había abierto la boca para continuar cuando captó la inquieta expresión de su mozo amarillo pálido. Lowell arqueó ligeramente la mano sobre el agitado hombro del aprendiz. Ante la sensación del contacto de Lowell, el aprendiz derribó al suelo a un colega y salió como una flecha. Lowell fue tras él inmediatamente y dobló la esquina a tiempo para oír las pisadas a la carrera, descendiendo por la escalera posterior.

El poeta se lanzó a todo correr hacia la oficina principal y bajó las empinadas escaleras laterales. Se precipitó fuera cortando el paso al fugitivo cuando corría por la orilla del río. Estuvo a punto de asirlo con fuerza, pero el aprendiz lo evitó, deslizándose por el helado talud, y cayó pesadamente en el río Charles, donde algunos muchachos estaban pescando anguilas con arpón. En su caída, rompió la capa de hielo que cubría el río.

Lowell se hizo con el arpón de uno de los muchachos, que protestó, y pescó al aprendiz que había chocado con el hielo, agarrándolo por su delantal empapado, en el que se habían enredado utricularias y herraduras desechadas.

—¿Robaste esas pruebas, tunante? —le gritó Lowell.

—¿De qué me está hablando? ¡Déjeme en paz! —replicó, castañeteándole los dientes.

—¡Me lo vas a decir! —exigió Lowell, con los labios y las manos temblándole casi tanto como los de su cautivo.

—¡Ojalá revientes!

Las mejillas de Lowell ardían. Agarró al chico por los pelos y lo sumergió en el río. El aprendiz escupía y gritaba entre los fragmentos de hielo. Para entonces, Houghton, Longfellow y Fields —y media docena de vociferantes aprendices entre los doce y los veintiún años— se habían congregado a mirar en la puerta principal de la imprenta.

Longfellow trataba de contener a Lowell.

—¡Vendí las malditas pruebas, lo hice! —chilló el aprendiz, dando boqueadas.

Lowell lo puso en pie, sujetando con fuerza su presa con una mano y manteniendo en la otra el arpón contra su espalda. Los chicos que pescaban se habían apoderado de la gorra gris del cautivo y se la iban probando. Respirando salvajemente, el aprendiz se sacudía la mortificante agua helada.

—Lo siento, señor Houghton. ¡Nunca pensé que alguien las echara en falta! ¡Sabía que estaban repetidas!

El rostro de Houghton se puso rojo como un tomate.

—¡A la imprenta! ¡Todo el mundo dentro! —les gritó a los decepcionados muchachos que habían corrido al exterior.

Fields se acercó, con paciente autoridad.

—Sé sincero, chico, y la cosa acabará bien. Dinos inmediatamente a quién le vendiste esas hojas.

—A un chiflado. ¿Está contento? Me paró una noche cuando salía del trabajo. Me dijo que quería que le entregara veinte o treinta páginas o así del nuevo trabajo del señor Longfellow, cualesquiera páginas que pudiera encontrar, las justas para que no las echaran de menos. Me dijo que así me podría ganar un dinerillo.

—¡Maldita sea! ¿Y quién era? —preguntó Lowell.

—Un pez gordo, con sombrero alto, gabán oscuro y capa, con barba. Después de decirle que sí a su plan, me dio palmaditas. Nunca más he vuelto a ver al pájaro.

—Entonces, ¿cómo le entregaste las pruebas? —preguntó Longfellow.

—No eran para él. Me dijo que las llevara a una dirección. No creo que fuera su propia casa… Bueno, ésa era la sensación que daba por la forma en que habló. No recuerdo qué número de la calle era, pero no está lejos de aquí. Dijo que me devolvería las pruebas para que no tuviera que vérmelas con el señor Houghton, pero el fulano ya no volvió.

—¿Conocía a Houghton por su nombre? —preguntó Fields.

—Escucha, hombrecito —intervino Lowell—. Necesitamos saber exactamente adónde llevaste esas pruebas.

—Ya se lo he dicho —respondió el aterido aprendiz—. ¡No recuerdo el número!

—¡No me tomes por estúpido! —le recriminó Lowell.

—¡Que no! Pero me acordaría bastante bien si recorriese a mi manera las calles.

Lowell sonrió.

—Estupendo, porque ahora mismo nos vas a llevar allí.

—¡Ni hablar, a menos que conserve mi trabajo!

Houghton se acercó a la orilla del río.

—¡Jamás, señor Colby! ¡Elige segar la cosecha ajena y pronto sembrarás la tuya propia!

—No tardará en tener otro trabajo, pero encerrado en la cárcel —dijo Lowell, que no había entendido exactamente el axioma de Houghton—. Va usted a conducirnos al lugar donde entregó esas pruebas que robó, señor Colby, o en lugar de nosotros lo llevará allí la policía.

—Reunámonos dentro de unas horas, al caer la noche —replicó el aprendiz, con su orgullo maltrecho después de considerar sus opciones.

Lowell soltó a Colby, que salió a todo correr hacia la estufa de Riverside Press.

Mientras tanto, Nicholas Rey y el doctor Holmes regresaron al hogar de ayuda a los soldados donde Greene había predicado a primera hora de aquella tarde, pero no hallaron a nadie que se ajustara a la descripción del entusiasta de Dante. La capilla no estaba siendo preparada para la usual distribución de la cena. Un irlandés, embutido en un pesado abrigo azul, clavaba con gestos soñolientos tablas en las ventanas.

—El hogar ha agotado toda su asignación en combustible para las estufas, y el ayuntamiento no ha aprobado más fondos para ayudar a los soldados, según he oído. Dicen que esto se cierra, al menos los meses de invierno. Entre nosotros, señores, dudo que se reabra. Estos hogares y sus hombres mutilados son un recuerdo demasiado vivo de los errores que todos hemos cometido.

Rey y Holmes fueron a ver al administrador del hogar. El antiguo diácono de la iglesia confirmó lo que el encargado les había dicho: era por causa del tiempo, según explicó; sencillamente no podían mantener la calefacción del edificio. Les dijo que no se llevaban listas o registros de los soldados que hacían uso de las instalaciones. Era caridad pública abierta a todos los necesitados, de todos los regimientos y ciudades. Y no sólo para los veteranos más pobres, aunque ésa fue una de las finalidades de aquella iniciativa de beneficencia. Algunos de los hombres sólo necesitaban estar rodeados de personas que pudieran comprenderlos. El diácono conocía a algunos soldados por su nombre y a un número reducido, por el número de su regimiento.

—Usted podría conocer al que buscamos. Es un asunto de la mayor importancia.

Rey repitió la descripción que les había dado George Washington Greene.

El administrador negó con la cabeza.

—Con mucho gusto les escribiré los nombres de los caballeros a los que conozco. Los militares actúan en ocasiones como si vivieran en un país aparte. Se conocen entre ellos mucho mejor de lo que nosotros podamos conocerlos.

Holmes no dejaba de moverse atrás y adelante en su silla mientras el diácono mordisqueaba el extremo de su pluma de ave con la mayor parsimonia.

Lowell condujo el carruaje de Fields a través de las puertas de Riverside Press. El aprendiz pelirrojo montaba su vieja yegua pinta. Después de dirigirles toda clase de improperios por hacer correr a su caballería el riesgo de caer enferma, ya que la Oficina de Salud Pública había advertido de que dicho riesgo era inminente tras una inspección de las condiciones del establo, Colby se internó rápidamente por trochas y oscuros prados helados. El recorrido era tan enrevesado e inseguro, que incluso Lowell, gran conocedor de Cambridge desde su infancia, estaba desorientado y sólo pudo mantener la ruta escuchando el machaqueo de los cascos delante.

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