Mead insistió:
—Pero Dante nunca alcanza de verdad el «lugar más querido», sino que se aparta de él. Florencia le ofreció una oportunidad de retornar al hogar, junto con su esposa y su familia, ¡y él la rechazó!
Pliny Mead nunca era de los que impresionan a los profesores o a sus iguales por su genialidad, pero desde la mañana que recibió las notas de su último período académico —que le produjeron una triste desilusión— había puesto la mirada con acritud sobre Lowell. Mead atribuía su baja calificación —y su consiguiente caída en la clasificación de la promoción de 1867 del duodécimo al decimoquinto puesto— al hecho de haberse mostrado en desacuerdo con Lowell en varias ocasiones durante los debates de literatura francesa, y a que el profesor no pudo soportar que se le considerase equivocado. Mead hubiera renunciado a su curso de lenguas vivas, pero el reglamento de la corporación establecía que, una vez matriculado en un curso de lengua, el estudiante debía permanecer tres períodos académicos más en el departamento; un recurso adoptado para disuadir la inconstancia de los muchachos. Así pues, Mead tropezó con el gran saco hinchado de Russell Lowell. Y con Dante Alighieri.
—¡Menudo ofrecimiento le hicieron! —replicó Lowell riendo—. Clemencia plena para Dante y restauración de su posición en Florencia, y a cambio el poeta ¡debía solicitar la absolución y pagar una crecida suma de dinero! ¡Qué cosa tan degradante! Es impensable que un hombre que clama justicia acepte un compromiso tan corrupto con sus perseguidores.
—Bueno, ¡Dante sigue siendo florentino, digamos nosotros lo que digamos! —afirmó Mead, tratando de obtener el apoyo de Sheldon mediante una mirada de complicidad—. ¿No lo ves así, Sheldon? Dante escribe incesantemente sobre Florencia, y de los florentinos a los que conoce y con los que habla en su visita al más allá, ¡y todo eso lo escribe mientras está desterrado! Para mí está claro, amigos, que sólo anhela el retorno. La muerte del hombre en el destierro y la pobreza es un gran fracaso final.
Con irritación, Edward Sheldon observó que Mead hacía muecas que daban a entender que había dejado sin argumentos a Lowell, el cual se levantó y hundió las manos en su más bien raído batín. Pero Sheldon pudo ver en Lowell, pudo advertirlo en la manera de exhalar el humo de su pipa, que su mente estaba ocupada en elevados pensamientos. Parecía vagar por otro plano de percepción mental, muy por encima del estudio de Elmwood, mientras daba zancadas sobre la alfombra con sus botas de gruesos cordones. Era propio de Lowell no admitir a principiantes en una clase avanzada de literatura, pero el joven Sheldon había insistido, y Lowell le dijo que ya se vería si conseguía manejarse. Sheldon le guardó agradecimiento por la oportunidad y esperó la ocasión de defender a Lowell y a Dante en contra de Mead, de la misma manera que, de pequeño, había colocado monedas de cobre en las vías del tren. Sheldon abrió la boca, pero Mead lo acalló con una mirada y Sheldon se guardó sus pensamientos para sí.
Lowell no pudo disimular una mirada de decepción hacia Sheldon, y luego se volvió hacia Mead.
—¿Dónde está en usted el judío, muchacho? —preguntó.
—¿Qué? —exclamó Mead, ofendido.
—No, no se preocupe. No era eso en lo que estaba pensando, Mead. El tema de Dante es el hombre, no un hombre —aclaró finalmente con la tierna paciencia que sólo reservaba para los estudiantes—. Los italianos siempre se agarran a Dante para tratar de que diga que está a favor de su política y de su manera de pensar. ¡Su manera de pensar, claro! Confinarlo en Florencia o en Italia es sustraerlo a las simpatías de la humanidad. Leemos el
Paraíso perdido
como un poema, pero la
Commedia
de Dante la leemos como una crónica para nuestras vidas interiores. ¿Conocen, muchachos, Isaías 38, 10?
Sheldon se esforzó en pensar. Mead permanecía sentado con una terca inexpresividad, empeñado en no pensar en si conocía o no el pasaje.
—«
Ego dixi: In dimidio dierum meorum vadam ad portas inferi!
» —cacareó Lowell, y luego se apresuró hacia sus repletos anaqueles, donde encontró al instante el capítulo que había citado y el versículo en una Biblia latina—. ¿Lo ven? —preguntó, colocándola abierta sobre la alfombra, a los pies de sus estudiantes, encantado de demostrar que había recordado la cita con exactitud—. ¿Debo traducir? —preguntó—. «Yo dije: En medio de mis días iré a las puertas del infierno». ¿Hay algo en lo que los autores de nuestras viejas Escrituras no hubieran pensado? Alguna vez, en mitad de nuestras vidas, todos y cada uno de nosotros viajamos para enfrentarnos a nuestro propio infierno. ¿Cuál es el primer verso del poema de Dante?
—«En medio del camino de nuestra vida» —se prestó a recitar un Edward Sheldon feliz, que había leído una y otra vez este inicio del
Inferno
en su habitación de Stoughton Hall, sin haberse sentido nunca tan atrapado por verso alguno, tan captado por el llanto ajeno—. «Me encontré en una selva oscura, pues había extraviado el recto sendero».
—«
Nel mezzo del cammin di nostra vita
». En medio del camino de nuestra vida —repitió Lowell dirigiendo una amplia mirada en dirección a la chimenea, que Sheldon veía por encima de su hombro, pensando que la linda Mabel Lowell debía de haber entrado detrás de él, pero su sombra demostraba que seguía sentada en la habitación contigua—. Nuestra vida. Desde el primer verso del poema de Dante, estamos metidos en un viaje, estamos emprendiendo la peregrinación a la vez que él, y debemos enfrentarnos a nuestro infierno con la firmeza con que Dante se enfrentó al suyo. Ya ven ustedes que el gran valor y la perdurabilidad del poema es la autobiografía de un alma humana. Las de ustedes y la mía, tal vez, tanto como la del propio Dante.
Lowell pensó para sí, mientras oía a Sheldon leer los siguientes quince versos en italiano, en lo bien que se sentía enseñando algo real. En lo tonto que fue Sócrates al pensar en ¡expulsar a los poetas de Atenas! En lo mucho que gozaría asistiendo a la derrota de Augustus Manning cuando la traducción de Longfellow tuviera un éxito inmenso.
Al día siguiente, Lowell abandonaba el edificio principal de la universidad, después de pronunciar una conferencia sobre Goethe. Apenas experimentó sorpresa cuando se encontró frente a un italiano de baja estatura, corriendo, vestido con chaqueta planchada de cualquier manera, pues conservaba las arrugas.
—¿Bachi? —preguntó Lowell.
Pietro Bachi había sido contratado años antes por Longfellow como lector de italiano. A la corporación nunca le agradó la idea de emplear a extranjeros, en particular a un italiano papista: el hecho de que Bachi hubiera sido reprobado por el Vaticano no le hacía cambiar de criterio. En la época en que Lowell se hizo con el control del departamento, la corporación había hallado motivos razonables para eliminar a Pietro Bachi: su intemperancia y su insolvencia. El día que fue despedido, el italiano había murmurado al profesor Lowell:
—A mí no me vuelven a ver por aquí ni muerto.
Aunque no las tomara al pie de la letra, Lowell dio por buenas las palabras de Bachi.
—Mi querido profesor.
Bachi ofrecía ahora su mano a su antiguo jefe de departamento, y la sacudió vigorosamente, como era usual en él.
—Bien —empezó Lowell, que no estaba seguro de si debía preguntar cómo Bachi, manifiestamente vivo y coleando, había ido a parar al recinto de Harvard.
—He salido a dar una vuelta, profesor —explicó Bachi.
Como parecía mirar ansiosamente más allá de Lowell, el profesor abrevió sus muestras de simpatía. Lowell advirtió, al volverse brevemente y cada vez más extrañado de la aparición de Bachi, que éste dirigía la mirada a una figura vagamente familiar. Se trataba del individuo del bombín negro y el chaleco de cuadros, el amante de la poesía al que Lowell había visto apoyado ociosamente en un olmo americano unas semanas antes. ¿Qué negocio se traería con Bachi? Lowell aguardó para ver si Bachi saludaba al desconocido, quien ciertamente parecía estar aguardando a alguien. Pero entonces un mar de estudiantes, encantados de haberse liberado de las recitaciones de griego, los rodeó como un enjambre y Lowell perdió de vista a la curiosa pareja, si es que ambos hombres iban juntos.
Lowell, olvidando por completo la escena, se encaminó a la facultad de Derecho, donde Oliver Wendell Junior se encontraba rodeado de sus condiscípulos, a los que aclaraba algún aspecto legal que no entendían bien. En general, su aspecto no era distinto del que presentaba el doctor Holmes, pero era como si alguien hubiera cogido al pequeño doctor y, en un potro de tortura, lo hubiera alargado hasta el doble de su estatura.
El doctor Holmes se paseaba al pie de la escalera de servicio de su casa. Se detuvo ante un espejo colgado a baja altura y, con un peine, se echó su espesa mata de pelo oscuro hacia un lado. Consideraba que su rostro no componía un retrato muy lisonjero de su persona. «Es algo útil más que un adorno», gustaba de decirle a la gente. Con una tez algo más oscura, la nariz mejor formada en su inclinación y el cuello más largo, hubiera podido considerarse un reflejo de Wendell Junior. Neddie, el hijo menor de Holmes, había sido lo bastante infortunado como para presentar el mismo aspecto que el doctor Holmes y para heredar sus problemas respiratorios. El doctor Holmes y Neddie eran Wendell, hubiera dicho el reverendo Holmes; y Wendell Junior, un Holmes puro. Con esa sangre, Junior no dudaba que aventajaría a su padre en renombre; no sólo sería el caballero Holmes, sino Su Excelencia Holmes o el presidente Holmes. El doctor Holmes se irguió al percibir los pasos de unas pesadas botas, y se apresuró a introducirse en una habitación próxima. Luego reanudó sus paseos junto a la escalera, con andares despreocupados y la mirada fija en un viejo libro. Oliver Wendell Holmes Junior entró en la casa y pareció dar un gran salto hasta el segundo piso.
—Ah, Wendy —le llamó Holmes, dibujando una rápida sonrisa—. ¿Eres tú?
Junior se detuvo a mitad de la escalera.
—Hola, padre.
—Tu madre me preguntaba si te había visto hoy, y me di cuenta de que no. ¿De dónde vienes tan tarde, muchacho?
—De dar un paseo.
—¿De veras?
Junior se detuvo de mala gana en el descansillo. Bajo sus cejas oscuras, dirigió una mirada airada a su padre, que manoseaba el balaustre de madera al final de los peldaños.
—En realidad estuve hablando con James Lowell.
Holmes exteriorizó su sorpresa.
—¿Lowell? ¿Habéis estado juntos hasta tan tarde? ¿Tú y el profesor Lowell?
Levantó ligeramente el hombro.
—Bien, ¿y de qué tenías que hablar con nuestro común y querido amigo, si puedo preguntarlo?
En el rostro del doctor Holmes se dibujó una sonrisa amistosa.
—De política, de mi participación en la guerra, de mis clases de derecho. Yo diría que lo pasamos bien.
—Estos días pierdes mucho el tiempo, estás muy ocioso. Te ordeno que renuncies a esas excursiones tontas con el señor Lowell. —No hubo réplica—. Te roban el tiempo para estudiar, ¿sabes? Y eso no puede ser, ¿estamos?
Junior se echó a reír.
—Todas las mañanas lo mismo: «¿Para qué, Wendy? Un abogado nunca llega a ser un gran hombre, Wendy». —Esto lo dijo con una voz ligera, ronca—. ¿Y ahora quieres que me esfuerce en estudiar derecho?
—Así es, Junior. Hacer algo que merezca la pena cuesta sudor, nervios y fósforo. Y ya tendré yo algunas palabras con el señor Lowell sobre vuestras costumbres, en nuestra próxima sesión del club Dante. Estoy seguro de que se mostrará de acuerdo conmigo. Él también fue abogado y sabe lo que eso implica.
Holmes echó a andar hacia el vestíbulo, más bien satisfecho de su firmeza. Junior refunfuñó y el doctor Holmes se volvió:
—¿Algo más, muchacho?
—Sólo que me gustaría —dijo Junior— saber más sobre vuestro club Dante, padre.
Wendell Junior nunca había mostrado el menor interés por sus actividades, tanto literarias como profesionales. Nunca había leído los poemas del doctor ni su primera novela, ni tampoco asistió a sus conferencias en el liceo acerca de los avances médicos o de la historia de la poesía. El caso más significativo se dio después de que Holmes publicara «My Hunt After the Captain» en
The Atlantic Monthly
, narración de su viaje al Sur después de recibir un telegrama equivocado en el que se le informaba de la muerte de Junior en el campo de batalla.
De hecho, Junior había hojeado las pruebas de imprenta, sintiendo la palpitación de sus heridas mientras lo hacía. No podía creer que su padre creyera que encerraba toda la guerra en unos pocos miles de palabras que, en su mayoría, narraban anécdotas de rebeldes que morían en camas de hospital, y de recepcionistas de hoteles de ciudades pequeñas preguntando si él no era el autócrata de la mesa del desayuno.
—Quiero decir —continuó Junior, irguiéndose— si realmente te sientes molesto porque se te considere miembro del club.
—No te entiendo, Wendy. ¿Qué significa eso? ¿Qué sabes del asunto?
—Sólo que el señor Lowell dice que tu voz se oye más durante la cena que en el estudio. Para el señor Longfellow, ese trabajo es toda su vida; para Lowell, su vocación. Ya ves que actúa según sus creencias; no se limita a hablar de ellas. Así lo hizo cuando, ejerciendo de abogado, defendió a los esclavos. Para ti el club no pasa de ser otro lugar donde dejar oír tu voz.
—Así que Lowell dijo… —empezó el doctor Holmes—. ¡Mira, Junior…!
Junior terminó de subir la escalera y se encerró en su cuarto.
—¡Cómo vas a saber algo del club Dante! —gritó el doctor Holmes.
Holmes vagó por la casa como desvalido, antes de retirarse a su estudio. ¿Su voz se dejaba oír principalmente a la mesa? Cuanto más repetía para sí esta observación, más molesto se sentía. Lowell estaba tratando de conservar su lugar a la derecha de Longfellow, mostrándose superior a expensas de Holmes.
Con las palabras de Junior pronunciadas por la voz de barítono de Lowell resonándole encima, escribió tenazmente las siguientes semanas, avanzando de una forma sostenida que no era la natural en él. Su momento sibilino le llegaba cuando se le ocurría un nuevo pensamiento, pero solía entregarse al acto de componer con una desagradable sensación de embotamiento en la frente. Esa sensación se veía interrumpida sólo de vez en cuando por el simultáneo descenso de algún grupo de palabras o una imagen inesperada, lo cual producía una llamarada del entusiasmo y la autocomplacencia más insana. En tales ocasiones, llegaba a incurrir en pueriles excesos de lenguaje y acción.