El circo de los extraños (7 page)

Read El circo de los extraños Online

Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

BOOK: El circo de los extraños
5.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No sé leer –dijo Steve—. ¿Podría decirme cuánto vale?

Miré fijamente a Steve, preguntándome por qué había mentido. La persona oculta tras la capucha azul continuó sin hablar. Esta vez el encapuchado (o encapuchada) meneó la cabeza nerviosamente y siguió adelante, sin dar tiempo a que Steve dijera nada más.

—¿A qué estás jugando? –pregunté.

Steve se encogió de hombros.

—Quería oír su voz –dijo— para ver si era humano.

—Pues claro que es humano –dije—. ¿Qué otra cosa podría ser?

—No lo sé –dijo él—. Por eso preguntaba. ¿No te parece extraño que lleven la cara cubierta todo el rato?

—Puede que se avergüencen –dije.

—Quizá –replicó, pero noté que no creía que se tratara de eso.

Cuando los que vendían chucherías hubieron terminado, le llegó el turno al siguiente freak. Era la mujer barbuda, y al principio pensé que se trataba de un chiste, porque, ¡no tenía barba!

Míster Alto se puso en pie tras ella y dijo:

—Señoras y caballeros, éste es un número muy especial. Truska acaba de incorporarse a nuestra pequeña familia. Es una de las más increíbles artistas que haya visto nunca, pues posee un talento verdaderamente único.

Míster Alto se retiró. Truska era muy guapa, y llevaba un vestido evasé de color rojo con muchas y sugerentes aberturas. Muchos de los hombres presentes en el teatro empezaron a toser y a revolverse en sus asientos.

Truska se acercó al borde del escenario para que pudiéramos verla mejor y dijo algo que sonó como un ladrido de foca. Se puso las manos en la cara, una a cada lado y se acarició la piel con suavidad. Luego se tapó la nariz con dos dedos mientras se hacía cosquillas en la barbilla con la otra mano.

Sucedió algo extraordinario: ¡le empezó a crecer la barba! Brotaban pelos por todas partes: primero por la barbilla, después sobre el labio superior, luego las mejillas, y finalmente toda la cara. Era una barba larga, rubia y cerrada.

Dejó que le creciera por espacio de diez u once minutos. Entonces apartó los dedos de la nariz, bajó del escenario y se mezcló entre la gente, dejando que le acariciaran y tiraran de la barba.

La barba seguía creciendo mientras ella pasaba por entre el público, hasta que ¡acabó llegándole a los pies! Cuando alcanzó el fondo del teatro, dio media vuelta y volvió al escenario. Aunque no corría la menor brisa, parecía andar con el pelo al viento, acariciando con él las caras de los espectadores al pasar.

Cuando hubo vuelto al escenario, míster Alto pidió al público si alguien tenía unas tijeras. Muchas mujeres las llevaban encima. Míster Alto invitó a algunas de ellas a subir.

—El Cirque du Freak entregará un lingote de oro macizo a quien sea capaz de cortarle la barba a Truska –dijo, sosteniendo en alto un pequeño lingote amarillo para demostrar que no hablaba en broma.

Aquello resultaba de lo más excitante, y durante los siguientes diez minutos casi todos los presentes en el teatro intentaron cortarle la barba. ¡Pero nadie pudo! Nada era lo bastante fuerte para cortar aquella barba, ni siquiera una podadora de jardinería que el propio míster Alto puso a su disposición. ¡Lo más curioso era que su tacto continuaba siendo suave, como si fuera cabello normal y corriente!

Cuando todo el mundo se dio por vencido, míster Alto desapareció del escenario y Truska se colocó en el centro de nuevo. Se acarició las mejillas y se apretó la nariz como había hecho antes, ¡pero esta vez la barba fue acortándose como si creciera al revés! Bastaron un par de minutos para que todos los pelos hubieran desaparecido y ella recuperara exactamente el mismo aspecto que tenía al principio. Se retiró bajo el estruendo de los aplausos para dejar paso casi de inmediato al siguiente número.

Se llamaba Hans el Manos. Empezó por hablarnos de su padre, que había nacido sin piernas. El padre de Hans aprendió a caminar con las manos con la misma seguridad con la que el resto de la gente lo hacía con los pies, y les había explicado a sus hijos su secreto.

Dicho esto, Hans se sentó, levantó las piernas y se pasó los pies por detrás del cuello. Se apoyó en las manos y caminó con ellas por el escenario; luego se levantó de un brinco y retó a cuatro hombres elegidos al azar entre el público a que hicieran una carrera contra él. Ellos podían correr con las piernas; por su parte él lo haría con las manos. Prometió un lingote de oro a quien fuera capaz de vencerle.

Se utilizaron los pasillos del teatro como pista para la carrera, y a pesar de su desventaja, Hans les ganó a los cuatro con facilidad. Declaró que en sprint era capaz de recorrer cien metros en ocho segundos con las manos, y nadie en el teatro lo puso en duda. A continuación realizó unas cuantas acrobacias realmente espectaculares con las que nos demostró que una persona podía arreglárselas igualmente bien con piernas o sin ellas. Su número no era especialmente emocionante, pero sí muy atractivo.

Cuando Hans se retiró hubo una pequeña pausa antes de que reapareciera míster Alto.

—Señoras y caballeros –dijo—, nuestra siguiente actuación es también única y sorprendente. Puede ser bastante peligrosa, así que les ruego que no hagan ruido ni aplaudan hasta que nosotros les digamos que ya no hay peligro.

Se hizo un silencio absoluto. ¡Después de lo que había pasado con el hombre lobo, nadie necesitaba que le repitieran las cosas!

Cuando le pareció que el silencio era aceptable, míster Alto se fue del escenario. Mientras salía gritó el nombre del siguiente freak, pero fue un grito como con sordina:

—¡Míster Crepsley y Madam Octa!

Atenuaron la iluminación y apareció en el escenario un hombre con un aspecto escalofriante. Era alto y delgado, tenía la piel muy blanca y un solitario y pequeño mechón de pelo anaranjado en la coronilla. Una enorme cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda. Le llegaba a la comisura de los labios, y daba la sensación de que tirara de la boca hacia un lado de la cara.

Llevaba ropa de color granate y sostenía una cajita de madera que colocó sobre una mesa. Una vez se hubo sentado, se volvió hacia el público y nos miró de frente. Sonrió con una inclinación de cabeza. Cuando sonreía resultaba aún más estremecedor, ¡como un payaso loco que vi una vez en una película de terror! Luego empezó a explicar en qué consistía su número.

Me perdí la primera parte de su parlamento porque no estaba atento al escenario. Miraba a Steve. Y es que cuando apareció míster Crepsley se hizo un silencio total, con la única excepción de una persona que había dado un sonoro respingo.

Steve.

Miraba fijamente y lleno de curiosidad a mi amigo. Estaba casi tan pálido como míster Crepsley y temblaba de arriba abajo. Hasta dejó caer el muñeco de goma de Alexander Calavera que había comprado.

Tenía la mirada fija en míster Crepsley, como si no pudiera despegarla de él, y cuando vi cómo miraba al freak, el pensamiento que cruzó mi mente fue: “¡Parece que haya visto un fantasma!”

CAPÍTULO 12

—No es cierto que todas las tarántulas sean venenosas –dijo míster Crepsley.

Tenía una voz profunda. Conseguí apartar la mirada de Steve y prestar atención a lo que sucedía en el escenario.

—La mayoría son tan inofensivas como una araña corriente de cualquier otro lugar del mundo. Y las venenosas no suelen tener más veneno que el justo para matar criaturas muy pequeñas.

“¡Pero algunas son mortales! –prosiguió—. Las hay capaces de matar a un hombre con una sola picadura. Son raras, sólo se las encuentra en lugares remotos, pero existen.

“Y yo tengo una de esas arañas –dijo, abriendo la cajita.

Pasaron unos segundos sin que sucediera nada, pero entonces apareció la araña más grande que hubiera visto nunca. Era de color verde, púrpura y rojo, y tenía largas patas peludas y un cuerpo enorme y rechoncho. No me daban miedo las arañas, pero aquella era terrorífica.

La araña avanzó lentamente. Luego flexionó las patas y pareció agazaparse, como si esperase al acecho una mosca.

—Madam Octa me acompaña desde hace varios años –dijo míster Crepsley—. Es mucho más longeva que las arañas corrientes. El monje que me la vendió dijo que algunas de sus congéneres habían vivido hasta veinte o treinta años. Es una criatura increíble, a la vez venenosa e inteligente.

Mientras él hablaba, una de las personas encapuchadas de azul sacó una cabra al escenario. Balaba lastimeramente e intentaba escapar. La persona encapuchada la ató a la mesa y se retiró.

La araña empezó a moverse al ver y oír a la cabra. Avanzó hasta el borde de la mesa y allí se detuvo, como si estuviera esperando una orden. Míster Crepsley sacó del bolsillo del pantalón un pequeño pito –él lo llamó flauta— y tocó unas cuantas notas cortas. Madam Octa saltó al vacío de inmediato y fue a aterrizar en el cuello de la cabra.

Cuando la araña cayó sobre ella, la cabra dio un brinco y empezó a balar más fuerte. Madam Octa hizo caso omiso, siguió adelante y se acercó unos centímetros más a la cabeza. Cuando estuvo preparada, ¡sacó los quelíceros y los hundió en el cuello de la cabra!

La cabra se quedó petrificada, con los ojos muy abiertos. Dejó de balar, y a los pocos segundos, se desplomó. Creí que estaba muerta, pero luego noté que todavía respiraba.

—Con esta flauta domino la voluntad de Madam Octa –dijo míster Crepsley, y yo aparté la mirada de la cabra tirada en el suelo.

Esgrimió la flauta lentamente por encima de su cabeza.

—Aunque llevemos juntos mucho tiempo, no es una simple mascota, y sin duda me mataría si alguna vez pierdo esto.

“La cabra está paralizada –dijo—. He adiestrado a Madam Octa para que no mate del todo con la primera picadura. Si la abandonáramos a su suerte, la cabra acabaría por morir –no hay antídoto contra la picadura de Madam Octa— pero tenemos que acabar con todo esto rápidamente.

Tocó su flauta y Madam Octa subió por el cuello de la cabra hasta detenerse junto a la oreja. Sacó los quelíceros de nuevo y mordió. La cabra se estremeció, luego quedó inerte.

Estaba muerta.

Madam Octa saltó de la cabra y avanzó hacia la parte delantera del escenario. La gente de las primeras filas se alarmó hasta el extremo de que algunos dieron un brinco. Pero se quedaron petrificados con una escueta orden de míster Crepsley.

—¡No se muevan! –silbó—. Recuerden lo que se les ha advertido: ¡cualquier ruido inesperado puede significar la muerte!

Madam Octa se detuvo al borde del escenario y se irguió sobre sus dos patas traseras, ¡como un perro! Míster Crepsley tocó suavemente la flauta y la araña empezó a caminar hacia atrás, todavía sobre dos patas. Cuando llegó a la altura de la pata más cercana de la mesa, se giró y subió de un salto.

—Ahora están a salvo –dijo míster Crepsley, y la gente de las primeras filas volvió a ocupar sus asientos, lo más lenta y silenciosamente que fueron capaces.

“Pero por favor –añadió—, no hagan ruido, porque si lo hacen puede que me ataque a mí.

No sé si míster Crepsley sentía realmente miedo o no era más que parte de la actuación, pero parecía asustado. Se secó el sudor de la frente con la manga derecha de la chaqueta, volvió a llevarse la flauta a los labios y tocó una extraña y breve melodía.

Madam Octa levantó la cabeza y pareció saludar con una inclinación. Caminó sobre la mesa hasta ponerse frente a míster Crepsley. Él bajó la mano derecha y la araña empezó a subir por su brazo. La sola idea de aquellas largas y peludas patas caminando por encima de su piel me hacía sudar de pies a cabeza. ¡Y eso que a mí me gustan las arañas! Las personas a las que les dan miedo debieron de morderse las uñas hasta sangrar de puros nervios.

Cuando hubo recorrido todo el brazo, siguió subiendo por el hombro, el cuello, la oreja, y no se detuvo hasta colocarse encima de la cabeza, donde se agazapó. Parecía una especie de sombrero de lo más extravagante.

Al cabo de un momento, míster Crepsley empezó a tocar la flauta de nuevo. Madam Octa empezó a descender por el otro lado de la cara, siguiendo el trazo de la cicatriz, y paseó por su rostro hasta quedar boca arriba sobre el mentón. Entonces segregó un hilo de seda y se descolgó por él.

Ahora colgaba a unos diez centímetros por debajo de la barbilla, y poco a poco empezó a mecerse de lado a lado. Pronto consiguió columpiarse tan alto que llegaba de oreja a oreja. Tenía las patas flexionadas, y desde donde yo estaba sentado parecía una bola de lana.

De repente hizo un movimiento extraño, y míster Crepsley echó atrás la cabeza con tal fuerza que la araña salió volando por los aires. El hilo se rompió y ella empezó a dar vueltas de campana. Observé cómo subía y bajaba por el aire. Yo pensaba que aterrizaría encima de la mesa, pero no fue así. ¡En realidad fue a caer justo en la boca de míster Crepsley!

Casi me puse enfermo con sólo imaginar a Madam Octa deslizándose garganta abajo hasta el estómago. Estaba convencido de que le picaría, de que iba a matarle. Pero la araña era mucho más lista de lo que yo creía. Mientras caía, abrió las patas y se apoyó con ellas en los labios.

Él levantó la cabeza hacia delante para que pudiéramos verle bien la cara. Tenía la boca completamente abierta, y Madam Octa estaba suspendida entre sus labios. Su cuerpo latía dentro y fuera de la boca; parecía un globo que él estuviera hinchando y deshinchando.

Me pregunté dónde estaría la flauta y cómo se las arreglaría ahora para dominar a la araña. Entonces apareció míster Alto con otra flauta. No tocaba tan bien como míster Crepsley, pero sí lo bastante como para que Madam Octa se diera por enterada. Ella se paró a escuchar, y luego pasó de un lado a otro de la boca de míster Crepsley.

Al principio no sabía lo que estaba haciendo, así que estiré el cuello para ver mejor. Al ver los retazos de blanco en los labios de míster Crepsley lo entendí: ¡estaba tejiendo una telaraña!

Cuando hubo terminado, se dejó caer desde el mentón, como había hecho antes. Una telaraña grande y tupida ocupaba la boca de míster Crepsley. ¡Y empezó a lamerla y masticarla! Se la comió toda, luego se acarició la tripa (con mucho cuidado de no tocar a Madam Octa) y dijo:

—Delicioso. No hay nada más sabroso que una buena telaraña recién hecha. En el lugar del que procedo son un manjar.

Hizo que Madam Octa jugara encima de la mesa con una pelota, y hasta que se sostuviera en equilibrio sobre ella. Luego dispuso diminutos aparatos de gimnasia, pesas en miniatura, cuerdas y anillas, y le hizo hacer ejercicios con ellas. Era capaz de hacerlo todo con la misma destreza que un ser humano: levantar pesar, trepar por la cuerda y colgarse de las anillas.

Other books

Spy Hook by Len Deighton
Scalpers by Ralph Cotton
A Lethal Legacy by P. C. Zick
A Tiny Bit Mortal by Lindsay Bassett
RR-CDA by Christine d'Abo
Kalpa Imperial by LAngelica Gorodischer, Ursula K. Le Guin
The Carnelian Throne by Janet Morris
Night Road by Kristin Hannah
Autumn Bliss by Stacey Joy Netzel