Cuando les pareció el momento adecuado, bajaron del escenario y pasearon al hipnotizado hombre lobo por todo el teatro. Tenía el pelo de un color gris sucio y caminaba encorvado, con los dedos colgando a la altura de las rodillas.
Las señoritas no se apartaban de su lado y advertían a la gente que permaneciera en silencio. Te dejaban acariciarle si querías, pero tenías que hacerlo suavemente. Steve le frotó la espalda cuando pasaron junto a nosotros, pero yo tenía miedo de que pudiera despertar y morderme, así que no lo hice.
—¿Qué tacto tenía? –pregunté, conservando la serenidad en la medida que me era posible.
—Pinchaba –replicó Steve—, como un erizo – se llevó los dedos a la nariz y olfateó—. Y huele raro, como a goma quemada.
El hombre lobo y las señoritas que le acompañaban iban por la mitad de las filas de asientos cuando se oyó un fuerte estallido: ¡BANG! No sé lo que causó aquel ruido, pero de repente el hombre lobo empezó a rugir y apartó a empujones a las chicas.
La gente empezó a gritar, y los que estaban más cerca brincaron fuera de sus asientos y echaron a correr. Hubo una mujer que no fue lo bastante rápida, y el hombre lobo se abalanzó sobre ella y la tiró al suelo. Ella chillaba fuera de sí, pero nadie se atrevía a intentar ayudarla. Él la hizo rodar sobre el suelo hasta tenerla boca arriba y enseñó los dientes. La mujer levantó una mano con la intención de apartarle de un empujón, pero sus dientes cayeron implacables y... ¡se la cercenaron de un mordisco!
Un par de personas se desmayaron al ver eso, y otras muchas empezaron a chillar y a correr. Entonces, como salido de la nada, apareció míster Alto por detrás del hombre lobo y le rodeó con sus brazos. El hombre lobo se revolvió unos instantes, pero míster Alto le susurró algo al oído y se calmó. Mientras míster Alto se lo llevaba de vuelta al escenario, las dos señoritas tranquilizaron a la muchedumbre y rogaron que todo el mundo volviera a ocupar su asiento.
Mientras la multitud dudaba sin saber qué hacer, la mujer a la que le habían arrancado una mano de un mordisco no dejaba de gritar. La sangre le salía a borbotones de la muñeca, manchando el suelo y a otras personas. Steve y yo la mirábamos sin parpadear, con la boca abierta, preguntándonos si moriría.
Míster Alto volvió del escenario, recogió la mano cercenada y soltó un estridente silbido. Dos personas con batas azules y encapuchadas se acercaron a toda prisa. Eran bajitas, no mucho más grandes que yo o Steve, pero tenían los brazos y las piernas muy gruesos, y estaban muy musculadas. Míster Alto incorporó a la mujer y le susurró algo al oído. Ella dejó de gritar y se sentó muy quieta.
Míster Alto le cogió la muñeca, luego buscó en su bolsillo y sacó un saquito de cuero. Lo abrió con la mano que le quedaba libre y espolvoreó un centelleante polvo rosado sobre la sangrante muñeca. A continuación colocó la mano bien prieta contra la herida e hizo un gesto de cabeza a las dos personas vestidas de azul. Éstas sacaron un par de agujas y gran cantidad de bramante anaranjado. Y entonces, para gran sorpresa de todos los presentes en el teatro, ¡empezaron a coser la mano a la muñeca de la mujer!
Las personas de azul estuvieron cosiendo durante cinco o seis minutos. La mujer no sentía ningún dolor, a pesar de que las agujas le atravesaban la carne, formando un círculo alrededor de su muñeca. Cuando terminaron, guardaron las agujas y el hilo sobrante y volvieron al lugar de donde fuera que hubiesen salido. En ningún momento se quitaron las capuchas, así que no sabría decir si se trataba de hombres o mujeres. Cuando se hubieron marchado, míster Alto le soltó la mano a la mujer y se apartó ligeramente de ella.
—Mueva los dedos –dijo.
La mujer le miraba fijamente sin comprender.
—¡Mueva los dedos! –repitió él, y esta vez ella los movió.
¡Se movían!
Todo el mundo emitió un grito sofocado. La mujer se miraba fijamente los dedos como si no pudiera creer que fueran reales. Volvió a moverlos. Luego se puso en pie y levantó la mano por encima de la cabeza. La sacudió tan fuerte como pudo, ¡y estaba como nueva! Se veían los puntos, pero ya no había sangre, y los dedos parecían funcionar a la perfección.
—Se pondrá bien –le dijo míster Alto—. Los puntos se desprenderán solos en un par de días. Entonces estará curada del todo.
—¡Quizá no baste con eso! –gritó alguien, y un hombre corpulento y con la cara colorada se adelantó—. Soy su marido –dijo—, y en mi opinión tenemos que ir a buscar un médico y a la policía. ¡No puede usted soltar a un animal salvaje como ése entre una multitud! ¿Qué habría pasado si le llega a arrancar la cabeza de un mordisco?
—Entonces estaría muerta –dijo míster Alto tranquilamente.
—Escuche, tío –empezó a decir el marido, pero míster Alto le interrumpió.
—Dígame, señor –dijo míster Alto—, ¿dónde estaba usted cuando el hombre lobo la atacó?
—¿Yo? –preguntó el hombre.
—Sí –dijo míster Alto—. Usted es su marido. Estaba sentado a su lado cuando la bestia escapó. ¿Por qué no acudió en su ayuda?
—Bueno, yo... No había tiempo que perder... Yo no podía... No estaba...
No importaba lo que dijera, el marido no podía salir bien parado porque no había más que una respuesta verdadera: había huido, preocupado sólo por sí mismo.
—Escúcheme –dijo míster Alto—. Se lo advertí con franqueza. Dije que este espectáculo podía ser peligroso. Éste no es un bonito y tranquilo circo en el que nada puede salir mal. Aquí puede haber errores y estas cosas suceden, y ha habido veces en que otras personas han salido mucho peor paradas que su esposa. Ésa es la razón por la que este circo está proscrito. Ésa es la razón por la que debemos actuar en viejos teatros al abrigo de la noche. La mayoría de las veces todo va como la seda y nadie resulta herido. Pero no podemos garantizarle absoluta seguridad.
Míster Alto se giró formando un círculo y pareció mirar a todos los presentes a los ojos mientras giraba.
—¡No podemos garantizar la seguridad de nadie! –bramó—. No es probable que tengamos otro incidente parecido, pero puede suceder. Lo diré una vez más: si tienen miedo, váyanse. ¡Váyanse ahora, antes de que sea demasiado tarde!
Unas pocas personas se marcharon. Pero la mayoría se quedó a ver el resto del espectáculo, incluso la mujer que había estado a punto de perder una mano.
—¿Quieres que nos marchemos? –le pregunté a Steve, medio esperando que me dijera que sí.
Todo aquello era muy excitante y yo estaba emocionado, pero también asustado.
—¿Te has vuelto loco? –dijo él—. Esto es fabuloso. No querrás marcharte, ¿no?
—De ninguna manera –mentí, y esbocé una tímida sonrisa.
¡Si no hubiera tenido tanto miedo a quedar como un cobarde! Habría podido marcharme y todo habría ido bien. Pero no, tenía que comportarme como un gran hombre y quedarme allí sentado hasta el final. Si supieras cuántas veces desde entonces he deseado haberme marchado en aquel mismo momento todo lo deprisa que me lo hubiera permitido mi cuerpo sin mirar atrás...
En cuanto míster Alto hubo abandonado el escenario y todos hubimos ocupado de nuevo nuestros asientos, el segundo freak, Alexander Calavera, salió a la palestra. Era más una actuación cómica que de terror, que era justo lo que necesitábamos para tranquilizarnos tras aquel aterrador principio. Se me ocurrió mirar por encima del hombro y vi a dos de las personas encapuchadas de azul limpiando la sangre del suelo de rodillas.
Alexander Calavera era el hombre más escuálido que hubiera visto nunca. ¡Era casi un esqueleto! Parecía totalmente descarnado. Hubiera podido resultar aterrador, de no ser por su amplia y amigable sonrisa.
Bailaba sobre el escenario al ritmo de una extraña música. Iba vestido de ballet, y tenía un aspecto tan ridículo que pronto estuvo todo el mundo riendo. Al rato dejó de bailar y empezó a hacer estiramientos. Aseguraba ser contorsionista (gente que tiene los huesos como de goma, y puede doblarlos en cualquier dirección).
Para empezar echó la cabeza hacia atrás de tal manera que parecía que se la hubiesen cortado. Se dio la vuelta para que pudiéramos ver su rostro vuelto del revés, y luego... ¡continuó flexionándose hasta que la cabeza tocó el suelo! Entonces puso las manos por la parte posterior de los muslos abiertos y pasó la cabeza entre ellos, adelantándola hasta que volvimos a verla de frente. ¡Era como si le brotara del vientre!
Con eso arrancó una buena salva de aplausos del público, tras la cual se reincorporó y empezó a retorcerse de arriba abajo como una soga trenzada. Siguió enroscándose más y más, y llegó a dar cinco vueltas, hasta que los huesos empezaron a crujir bajo tanta tensión. Permaneció en esa postura durante un minuto y luego empezó a desenrollarse a una velocidad increíble.
A continuación cogió dos baquetas de vibrafonista. Golpeó con una de ellas una de sus descarnadas costillas. ¡Abrió la boca y brotó una nota musical! Tenía el mismo timbre que un piano. Luego cerró la boca y golpeó una costilla del otro lado de su cuerpo. Esta vez emitió una nota más audible y aguda.
Tras “afinar” un poco más, ¡abrió la boca y empezó a tocar melodías! Interpretó London Bridge Is Falling Down, unas cuantas canciones de los Beatles y las sintonías de algunos programas de televisión muy conocidos.
Aquel esquelético personaje abandonó el escenario bajo una lluvia de vítores que le pedían más. Pero ningún freak sale nunca a dar un bis.
Después de Alexander Calavera salió Rhamus Dostripas, tan extremadamente gordo como extremadamente flaco era Alexander. ¡Era ENORME! Las tablas del escenario crujieron bajo su peso.
Se acercó al borde y empezó a fingir que estaba a punto de dejarse caer encima del público. Vi la cara de inquietud de algunas personas de las primeras filas, y algunos hasta se apartaron de un brinco cuando le tuvieron delante. Y no les culpo: si caía sobre ellos los dejaba transparentes como el papel de fumar!
Se detuvo en el centro del escenario.
—Hola –dijo. Tenía una bonita voz, grave y sonora—. Me llamo Rhamus Dostripas, ¡y es cierto que tengo dos tripas! Nací así, igual que algunos animales. Los médicos se quedaron perplejos y decidieron que era un freak. Por eso me enrolé en este espectáculo y estoy aquí esta noche.
Aparecieron las mujeres que habían hipnotizado al hombre lobo con dos mesitas de ruedas cargadas de comida: pasteles, patatas fritas, hamburguesas, cajas de dulces y verduras. ¡Allí había cosas que ni siquiera había visto nunca, ya no digamos probarlas!
—Ñam, ñam –dijo Rhamus.
Señaló un enorme reloj que bajaba del techo sujeto por sogas y que se detuvo a unos tres metros por encima de su cabeza.
—¿Cuánto tiempo calculan ustedes que necesito para comerme todo esto? –preguntó señalando la montaña de comida—. Hay un premio para quien más se acerque.
—¡Una hora! –gritó alguien.
—¡Cuarenta y cinco minutos! –bramó otro.
—¡Dos horas, diez minutos y treinta y tres segundos! –chilló una tercera persona.
Pronto estuvimos todos apostando. Yo dije una hora y tres minutos. Steve veintinueve minutos. La apuesta más baja era diecisiete minutos.
Cuando todo el mundo hubo apostado, el reloj se puso en marcha y Rhamus empezó a comer. Comía a la velocidad de la luz. Movía los brazos tan deprisa que apenas podía verlos. Parecía no cerrar la boca en ningún momento. Iba echando comida en ella, engullía y seguía adelante.
Todos estábamos encandilados. Yo me sentía enfermo sólo con verlo. ¡Había quien realmente “estaba” enfermo!
Por fin, Rhamus se zampó el último bollo y el reloj se detuvo.
¡Cuatro minutos y cincuenta y seis segundos! ¡Se había tragado todo aquello en menos de cinco minutos! No podía creerlo. Parecía imposible, incluso para alguien que tuviera dos tripas.
—No ha estado mal –dijo Rhamus—, pero habría tomado un poco más de postre.
Mientras todos aplaudíamos riendo, las mujeres de los vestidos brillantes retiraron las mesas vacías y sacaron otra llena de estatuillas de cristal, tenedores, cucharas y pedazos de chatarra.
—Antes de empezar –dijo Rhamus—, tengo que advertirles de que no intenten hacer esto en sus casas. Yo puedo comer cosas que matarían de indigestión a las personas normales. ¡No quieran imitarme! Podrían morir en el intento.
Empezó a comer. De entrante se tragó sin pestañear un par de tornillos y tuercas. Cuando hubo engullido unos cuantos puñados más sacudió su enorme y redondeado vientre y oímos el tintineo del metal en su interior.
¡Contrajo el vientre y escupió todos los tornillos y tuercas! Si hubieran sido sólo uno o dos hubiera podido pensar que los escondía bajo la lengua o en los carrillos, pero ¡ni siquiera la enorme boca de Rhamus Dostripas era capaz de contener aquella montaña de hierro!
A continuación se comió las estatuillas de cristal. Masticaba el vidrio hasta hacerlo añicos antes de tragárselo con un sorbo de agua. Luego se comió las cucharas y los tenedores. Las doblaba en forma de círculo con las manos y las dejaba caer en la boca cuello abajo. Explicó que su dentadura no era lo bastante fuerte como para masticar metal.
Después se tragó una larga cadena metálica y se quedó quieto aguantándose el vientre con las manos. Éste empezó a rugir y temblar. No fui consciente de lo que estaba sucediendo hasta que dio una arcada y vi aparecer de nuevo el extremo de la cadena por su boca.
Cuando hubo sacado la cadena por completo, ¡vi que las cucharas y los tenedores estaban engarzados en ella! Había conseguido pasar la cadena por todas las anillas con el estómago. Era increíble.
Cuando Rhamus salió del escenario, pensé que nadie podía superar una actuación como aquélla.
¡Me equivocaba!
Tras Rhamus Dostripas, dos de las personas encapuchadas de azul recorrieron la sala vendiendo chucherías. Había cosas muy guais, como moldes de chocolate con la forma de los tornillos y tuercas que Rhamus Dostripas se había comido, y muñecos de goma de Alexander Calavera que podías doblar y estirar como quisieras. Y también había jirones de la peluda piel del hombre lobo. Yo compré uno de esos: era dura y fuerte, afilada como un cuchillo.
—Habrá más sorpresas –anunció míster Alto desde el escenario—, así que no se lo gasten todo ahora.
—¿Cuánto vale la estatuilla de cristal? –preguntó Steve.
Era igual a las que Rhamus Dostripas había desmenuzado. La persona encapuchada de azul no dijo nada; se limitó a enseñar un cartelito con el precio.