El dolor continuó hasta que la sangre de míster Crepsley bajó por mi brazo izquierdo y empezó a fluir de nuevo por su cuerpo. Permanecimos unidos un par de segundos más, hasta que él se apartó de un empujón. Caí de espaldas contra el suelo. Me sentía mareado y enfermo.
—Dame los dedos –dijo míster Crepsley. Observé cómo se chupaba los suyos—. Mi saliva curará las heridas. De lo contrario seguirías perdiendo sangre hasta morir.
Bajé la vista hacia mis manos y vi cómo se derramaba la sangre. Estirándolas hacia él, dejé que el vampiro se las metiera en la boca y pasara su áspera lengua por las yemas de los dedos.
Cuando las dejó, la hemorragia había cesado. Me sequé los restos de sangre con un pedazo de tela. Me examiné los dedos y comprobé que ahora tenía diez diminutas cicatrices.
—Así es como se reconoce a un vampiro –me dijo míster Crepsley—. Hay otras maneras de transformar a un humano, pero los dedos son el método más sencillo y menos doloroso.
—¿Ya está? –pregunté— ¿Ya soy medio vampiro?
—Sí –dijo él.
—No noto ninguna diferencia –le dije.
—Tendrán que pasar unos días antes de que los efectos se manifiesten –dijo—. Siempre hay un periodo de adaptación. De lo contrario, el shock podría ser excesivo.
—¿Y cómo se convierte uno en vampiro del todo? –pregunté.
—De la misma manera. Sólo hay que permanecer unidos más tiempo, de forma que te entre en el cuerpo más cantidad de sangre del vampiro.
—¿Qué podré hacer con mis nuevos poderes? –pregunté— ¿Podré transformarme en murciélago?
Su risotada retumbó en toda la estancia.
—¡Un murciélago! –chilló— No creerás esas estúpidas historias, ¿no? ¿Cómo podía transformarse alguien de tu corpulencia o de la mía en una diminuta rata voladora? Usa el cerebro, chico. ¡No podemos transformarnos en murciélagos, ratas o humo más de lo que somos capaces de transformarnos en aviones, barcos o monos!
—Entonces, ¿qué podemos hacer? –pregunté.
Se rascó la barbilla.
—Son demasiadas cosas para explicártelas todas ahora –dijo—. Tenemos que atender a tu amigo. Si no toma el antídoto antes de mañana por la mañana, el suero no funcionará. Además, tenemos mucho tiempo para hablar de poderes secretos.
Y añadió, sonriendo:
—Se podría decir que tenemos todo el tiempo de mundo.
Míster Crepsley me condujo escaleras arriba y salimos del edificio. Caminaba sin titubear en la oscuridad. Me pareció que mi visión había mejorado, pero puede que simplemente se me hubieran acostumbrado los ojos y aquella sensación no tuviera nada que ver con la sangre de vampiro que llevaba en las venas.
Una vez fuera, me dijo que me colgara de sus hombros.
—Cógete del cuello. No te sueltes ni hagas movimientos bruscos.
Mientras me encaramaba a sus hombros, bajé la vista y noté que llevaba zapatillas de deporte. Me pareció extraño pero no dije nada.
Cuando me hubo cargado a la espalda, empezó a correr. Al principio no noté nada raro, pero enseguida empecé a darme cuenta de lo veloces que pasaban los edificios a mi lado. Las piernas de míster Crepsley no parecían moverse tan deprisa. Por el contrario, ¡era como si el mundo se moviera más aprisa y nosotros pasáramos de largo!
Llegamos al hospital en un par de minutos. Lo normal era tardar veinte minutos, andando a buen paso.
—¿Cómo ha hecho eso? –pregunté, bajando al suelo.
—La velocidad es algo relativo –dijo, ajustándose su capa roja sobre los hombros, apresurándose a arrastrarme de nuevo entre las sombras, donde no podíamos ser vistos.
Y esa fue su única respuesta.
—¿En qué habitación está tu amigo? –preguntó.
Le dije el número de la habitación en que se encontraba Steve. Él levantó la vista, fue contando ventanas, asintió para sus adentros y me dijo que volviera a subir a sus espaldas. Cuando estuve bien acomodado, caminó hacia la pared exterior del hospital, se quitó las zapatillas de deporte y apoyó los dedos de manos y pies en el muro. Y entonces sacó las uñas... ¡y las hundió en los ladrillos!
—Mmm –murmuró—, es un poco endeble, pero aguantará. No te dejes llevar por el pánico si resbalamos. Puedo caer de pie sin problemas. Hace falta mucha altura para matar a un vampiro.
Empezó a trepar por el muro, clavando las uñas en él, adelantando una mano, luego un pie, después la otra mano y el otro pie, un paso tras otro. Se movía deprisa y con agilidad, y en cuestión de segundos estuvimos en la ventana de Steve, agazapados en el alféizar, atisbando.
No estaba muy seguro de la hora, pero sin duda era muy tarde. Aparte de Steve, no había nadie en la habitación. Míster Crepsley tanteó la ventana. Estaba cerrada. Apoyó los dedos de una mano sobre el cristal, a la altura del pestillo, y chasqueó los de la otra.
¡El pestillo se abrió con un clic! Levantó la ventana y entró en la habitación. Me bajé de su espalda. Mientras él comprobaba que la puerta estuviera bien cerrada, yo examiné a Steve. Su respiración era más irregular, y llevaba tubos nuevos por todo el cuerpo, conectados a máquinas de aspecto amenazador.
—El veneno ha hecho su efecto muy rápidamente –dijo míster Crepsley, mirándole por encima de mi hombro—. Puede que sea demasiado tarde para salvarle la vida.
Al oír esas palabras se me heló la sangre en las venas.
Míster Crepsley se inclinó sobre Steve y le levantó un párpado. Durante unos segundos que me parecieron larguísimos, siguió mirando el globo ocular de Steve mientras con la otra mano sostenía su muñeca, tomándole el pulso. Por fin, emitió un gruñido.
—Hemos llegado a tiempo –dijo, y sentí que se me henchía el corazón—. Pero es una suerte que no hayas esperado. Unas pocas horas más y estaría desahuciado.
—Limítese a poner manos a la obra y curarle –le espeté, sin querer enterarme de lo cerca que estaba de la muerte mi mejor amigo.
Míster Crepsley rebuscó en uno de sus incontables bolsillos y sacó un pequeño vial de vidrio. Encendió la lámpara de la mesilla de noche y puso el frasco al trasluz para examinar el suero.
—Tengo que tener cuidado –me dijo—. Este antídoto es casi tan letal como el veneno. Un par de gotas más de la cuenta y...
No tuvo necesidad de acabar la frase
Ladeó la cabeza de Steve y me dijo que se la sostuviera en esa posición. Apoyó una de sus uñas en el cuello de Steve y le hizo un pequeño corte. Empezó a brotar sangre de la herida. La taponó con un dedo, mientras con la otra mano le quitaba el tapón de corcho al frasco.
Se lo llevó a los labios y se dispuso a beber.
—¿Pero qué hace? –pregunté.
—Tengo que morderle para inoculárselo. Un médico podría inyectárselo, pero yo no sé de agujas ni cosas parecidas.
—¿Es seguro? –pregunté— ¿No le transmitirá ninguna enfermedad?
Míster Crepsley sonrió.
—Si quieres llamar a un médico, eres libre de hacerlo. De lo contrario, tendrás que tener un poco de fe en un hombre que ya hacía esto mucho antes de que tu abuelo naciera.
Se llenó la boca de líquido y lo paladeó. Luego se inclinó hacia delante y cubrió el corte con los labios. Hinchó los carrillos y empezó a inocularle el suero a Steve.
Al terminar, volvió a sentarse y se secó los labios. Escupió los restos del líquido.
—Siempre me da miedo tragarme esta porquería accidentalmente. Cualquier noche aprenderé a hacerlo de forma menos peligrosa.
Estaba a punto de contestarle, cuando Steve se movió. Flexionó el cuello, enderezó la cabeza, levantó los hombros. Sus brazos y piernas se convulsionaron espasmódicamente y sin control. Con el rostro crispado empezó a gemir.
—¿Qué está pasando? –pregunté, temiendo que algo hubiera ido mal.
—Todo va bien –dijo míster Crepsley, dejando el frasco a un lado—. Estaba al borde de la muerte. El viaje de vuelta nunca es agradable. Sufrirá un poco, pero sobrevivirá.
—¿Tendrá efectos secundarios? ¿No quedará paralítico o algo así?
—No. Se pondrá bien. Sentirá cierta rigidez y se resfriará fácilmente, pero por lo demás, será el de siempre.
Steve abrió los ojos de repente y nos miró. Una expresión de perplejidad cruzó su rostro e intentó decir algo. Pero tenía la boca paralizada; puso los ojos en blanco y luego los volvió a cerrar.
—¿Steve? –grité, sacudiéndolo— ¿Steve?
—Esto le ocurrirá con frecuencia –dijo míster Crepsley —. Pasará toda la noche en un estado semiconsciente, despertándose y durmiéndose alternativamente. Pero por la mañana ya estará completamente despierto, y cuando llegue la tarde se levantará y pedirá la cena. Venga, vámonos.
—Quiero quedarme un rato para asegurarme de que se recupera –repliqué.
—De lo que quieres asegurarte es de que no te haya engañado. Mañana volveremos y verás que se encuentra bien. Ahora tenemos que irnos. Si nos quedamos...
¡De repente se abrió la puerta y entró una enfermera!
—¿Qué está pasando aquí? –gritó sorprendida al vernos— ¿Quién demonios son...?
Míster Crepsley reaccionó con rapidez, agarró el cubrecamas de Steve y se lo lanzó a la enfermera. Ella cayó al suelo, intentando desembarazarse de la tela, que se le enredaba en las manos.
—Vamos –siseó míster Crepsley, corriendo hacia la ventana—. Tenemos que irnos inmediatamente.
Miré fijamente la mano que me tendía, luego a Steve, a la enfermera y hacia la puerta abierta.
Míster Crepsley retiró la mano.
—Ya veo –dijo tristemente—. No quieres seguir adelante con nuestro pacto.
Titubeé, abrí la boca para contestar y luego –actuando sin pensar— me di la vuelta y eché a correr hacia la puerta.
Creí que me detendría, pero no hizo nada, se limitó a aullar a mis espaldas:
—¡Muy bien! ¡Corre, Darren Shan! ¡No te servirá de nada! Ahora eres una criatura de la noche. ¡Eres uno de los nuestros! Volverás. Volverás arrastrándote, pidiendo ayuda de rodillas. ¡Corre, estúpido, corre!
Y se echó a reír siniestramente.
Su risa me persiguió por el pasillo y escaleras abajo hasta que llegué a la puerta principal. Mientras corría, miraba continuamente por encima del hombro, esperando que en cualquier momento se abalanzara sobre mí, pero llegué a casa sin notar el menor atisbo de su presencia, ni de su olor, ni de sonido alguno.
Lo único que persistía era su risa, que resonaba en mi cerebro como la maldición de una bruja.
Me hice el sorprendido cuando mamá colgó el teléfono aquel lunes por la mañana y me dijo que Steve se había recuperado. Estaba emocionada y se puso a dar saltos de alegría conmigo y con Annie en la cocina.
—¿Y se ha restablecido él solito? –preguntó papá.
—Sí –dijo ella—. Los médicos no lo entienden, pero lo único que importa es que se encuentra bien.
—Increíble –murmuró papá.
—Puede que sea un milagro –dijo Annie, y yo tuve que girar la cabeza para ocultar una sonrisa. ¡Un milagro!
Mientras mamá salía para ir a visitar a la señora Leonard, yo me encaminaba hacia el colegio. Estaba medio asustado, pensando que la luz del sol quizá me quemara, pero naturalmente, no fue así. Míster Crepsley me había dicho que podría moverme libremente durante el día.
De vez en cuando me preguntaba si aquello no había sido más que un mal sueño. Al recordar lo ocurrido, todo me parecía una locura. En el fondo de mi corazón sabía que era real, pero intentaba no creérmelo, y a veces casi llegaba a conseguirlo.
Lo que más detestaba era la idea de tener que estar atrapado en mi cuerpo durante tantísimo tiempo. ¿Cómo podría explicárselo a mamá, a papá y a los demás? En sólo dos años tendría un aspecto ridículo, sobre todo en el colegio, en una clase rodeado de chicos que parecerían mucho más viejos que yo.
Fui a visitar a Steve el martes. Ya se había levantado de la cama y estaba sentado mirando la televisión mientras se zampaba una caja de bombones. Se mostró encantado de verme y me habló de su estancia en el hospital, la comida, los juegos que le dejaban las enfermeras para entretenerse, los regalos que se amontonaban.
—Tendré que dejar que me piquen arañas venenosas más a menudo –bromeó.
—Yo de ti no lo convertiría en costumbre –le dije—. Puede que la próxima vez no te salga bien.
Se me quedó mirando fijamente.
—¿Sabes? Los médicos están desconcertados –dijo Steve—. No saben qué es exactamente lo que me puso a morir, y tampoco saben cómo he podido superarlo.
—¿No les has dicho nada de Madam Octa? –pregunté.
—No –dijo—. No me pareció que fuera la mejor idea del mundo. Te habría creado problemas a ti.
—Gracias, Steve.
—¿Qué pasó con la araña? –preguntó— ¿Qué hiciste con ella después de que me picara?
—La maté –mentí—. Sentí pánico y la pisoteé con todas mis fuerzas hasta que no quedó ni rastro.
—¿De verdad?
—De verdad.
Asintió ligeramente, sin quitarme los ojos de encima ni un momento.
—Al despertar –dijo—, tuve la sensación de que te veía. Debí de equivocarme, porque era una noche muy oscura. Pero fue como soñar despierto. Hasta me pareció ver a alguien contigo, alto y feo, vestido de rojo, con el pelo anaranjado y una larga cicatriz que le cruzaba la mejilla izquierda.
No dije nada. No podía. Sin levantar la vista del suelo, empecé a retorcerme las manos.
—Otra cosa curiosa –dijo—. La enfermera que me encontró ya despierto, jura que había dos personas en la habitación, un hombre y un chico. Los médicos creen que la imaginación le jugó una mala pasada y han dicho que no tiene importancia. Pero es raro, ¿no te parece?
—Muy raro –convine, incapaz de mirarle a los ojos.
* * *
Empecé a notar cambios en mi cuerpo durante los dos días siguientes. Me costaba conciliar el sueño, me pasaba la noche andando arriba y abajo. Se me agudizó el oído; era capaz de oír conversaciones desde muy lejos. En el colegio, oía las voces que llegaban desde dos aulas más allá, casi como si no hubiera paredes entre ellas.
Mi cuerpo se hizo más atlético. Podía correr por el patio durante el recreo sin sudar ni una gota. Nadie aguantaba mi ritmo. También me más sentía consciente de mi físico y perfectamente capaz de controlarlo. Era mucho más hábil con la pelota de fútbol, hacía con ella lo que me daba la gana, driblaba a mis contrincantes a voluntad. Sólo el jueves marqué dieciséis goles.
También aumentó mi fortaleza. Era capaz de hacer tantas flexiones como quisiera. La musculatura era la misma –por lo menos yo no notaba ningún músculo nuevo—, pero una extraña fuerza que nunca antes había experimentado recorría todo mi cuerpo. Todavía tenía que ponerla a prueba, pero estaba convencido de que podía ser inmensa.