Si llega a alcanzarme, me habría clavado los quelíceros y yo habría muerto. Pero tenía la suerte de mi lado, y en lugar de aterrizar sobre la carne, se estrelló contra el borde de la flauta y salió despedida hacia un lado.
Fue a caer encima de una pelota y pareció aturdida durante un par de segundos. Reaccioné al instante, consciente de que mi vida dependía de la rapidez, y empecé a tocar la flauta como un loco. Tenía la boca seca, pero a pesar de todo seguía soplando, no osaba parar para humedecerme los labios.
Madam Octa ladeó la cabeza al oír la música. Intentó sostenerse sobre sus patas dando tumbos de un lado a otro, como borracha. Cogí aire en un suspiro y empecé a tocar una melodía más suave, para que no se me cansaran los pulmones ni los dedos.
“Hola, Madam Octa” –dije mentalmente, cerrando los ojos y concentrándome.
“Me llamo Darren Shan. Ya te lo había dicho antes, pero no sé si me habrás oído. Ni siquiera estoy seguro de que puedas oírme ahora.
“Soy tu nuevo dueño. Voy a tratarte muy bien; te traeré montones de insectos y carne. Pero sólo si te portas bien y haces todo lo que te diga y no vuelves a atacarme.
Ella había dejado de tambalearse y parecía mirarme fijamente. No estaba seguro de si captaba mis pensamientos o bien estaba preparándose para atacar de nuevo.
“Ahora quiero que te levantes sobre las patas traseras –dije mentalmente—. Quiero que te levantes sobre tus dos patas traseras y me hagas una inclinación”.
Tardó unos segundos en responder. Yo seguía tocando y pensando, pidiéndoselo, ordenándoselo, suplicándoselo. Por fin, cuando ya casi estaba sin aliento, se alzó sobre sus dos patas como yo quería. Luego hizo una pequeña inclinación y se relajó, esperando mi siguiente orden.
¡Me obedecía!
La siguiente orden que le di fue que volviera a su jaula. Hizo lo que le pedía, y en esta ocasión sólo tuve que pensarlo una vez. En cuanto estuvo dentro, cerré la puerta y me caí de culo, dejando que la flauta se me desprendiera de la boca.
¡Menudo susto me había dado cuando saltó sobre mí! ¡El corazón me latía tan deprisa que por un momento pensé que me saldría por la boca! Me quedé una eternidad tendido en el suelo, sin poder quitar la vista de la araña, pensando en lo cerca que había estado de la muerte.
Aquello hubiera debido servirme de advertencia. Cualquier persona sensata habría dejado la puerta definitivamente cerrada y se hubiera olvidado de la posibilidad de jugar con una mascota tan mortífera. Era demasiado peligroso. ¿Qué habría pasado si no hubiera tenido la flauta? Mamá podía haberme encontrado muerto al volver a casa. ¿Y si entonces la araña la atacaba a ella, o a papá, o a Annie? Sólo la persona más estúpida del mundo volvería a correr un riesgo tan grande.
¡Detente, Darren Shan!
Era una locura, pero no podía detenerme. Además, tal y como lo veía yo, no tenía sentido haberla robado si era para tenerla encerrada en una estúpida jaula.
Esta vez fui un poco más listo. Abrí el pestillo pero no la puerta. En lugar de eso, le ordené que abriera ella misma mientras tocaba la flauta. Lo hizo, y cuando salió parecía más indefensa que un gatito; hacía todo lo que le comunicaba mentalmente.
Conseguí que hiciera montones de trucos. La hice dar brincos por la habitación como si fuera un canguro. Luego hice que se colgara del techo e hiciera dibujos con sus telarañas. Después, levantamiento de pesas (un boli, una caja de cerillas, una canica). A continuación le ordené que se sentara en uno de mis coches teledirigidos. Lo puse en marcha y, ¡parecía que fuera ella quien estaba conduciendo! Estrellé el coche contra una pila de libros, pero a ella la hice saltar en el último momento para que no se hiciera daño.
Jugué con ella durante una hora, y habría seguido gustoso el resto de la tarde, pero oí que mamá llegaba a casa, y sabía que le parecería raro si no salía de mi habitación en todo el día. Lo último que deseaba era que ella o papá se entrometieran en mis asuntos privados.
Así que volví a meter a Madam Octa en el armario y troté escaleras abajo, intentando actuar con naturalidad.
—¿Estabas escuchando un CD arriba? –preguntó mamá.
Tenía cuatro bolsas llenas de ropa y sombreros, que estaba desenvolviendo sobre la mesa de la cocina en compañía de Annie.
—No –dije.
—Me ha parecido oír música.
—Estaba tocando la flauta –expliqué, como de pasada.
Ella dejó lo que estaba haciendo.
—¿Tú? –preguntó—. ¿Tú tocando la flauta?
—Sé tocar –dije—. Tú misma me enseñaste cuando tenía cinco años, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo –rió—. Y también recuerdo de cuando cumpliste los seis y me dijiste que las flautas eran cosa de chicas. ¡Juraste que jamás volverías a acercarte a una!
Me encogí de hombros como sin darle importancia.
—He cambiado de idea –dije—. Ayer al volver del colegio me encontré una flauta, y me preguntaba si aún me acordaría de tocar.
—¿Dónde la encontraste?
—En la calle.
—Espero que la hayas lavado antes de metértela en la boca. No quiero ni imaginarme cuánta gente la habrá chupado antes.
—La he lavado –mentí.
—Qué bonita sorpresa.
Sonrió, me acarició la cabeza y me dio un empalagoso beso en la mejilla.
—¡Eh! ¡Quita! –protesté.
—Te nos vas a convertir en un Mozart. Ya lo estoy viendo: tú tocando el piano en una enorme sala de conciertos, con un bonito traje blanco, tu padre y yo en primera fila...
—Sé un poco realista, mamá –dije con una risita—. No es más que una flauta.
—Cosas más raras se han visto.
—En este caso, sería demasiado raro –se burló Annie.
Le saqué la lengua a modo de respuesta.
Los dos días que siguieron fueron fabulosos. Jugué con Madam Octa siempre que tuve ocasión, le daba de comer todas las tardes (sólo necesitaba alimentarse una vez al día, aunque abundantemente). Y no tenía que preocuparme de cerrar la puerta de mi habitación, ya que tanto mamá como papá se mostraron de acuerdo en no entrar cuando oyeran que estaba practicando con la flauta.
Consideré la posibilidad de hablarle a Annie de Madam Octa, pero al fin decidí esperar un poco más. Controlaba bastante bien a la araña, pero notaba que todavía estaba inquieta conmigo. No dejaría entrar a Annie hasta estar seguro de que no había ningún peligro.
A lo largo de la semana mi rendimiento en el colegio mejoró, y también mi récord de goles. Para cuando llegó el viernes, había marcado veintiocho. Hasta el señor Dalton estaba impresionado.
—Con tus buenas notas en clase y tu destreza en el campo –dijo—, ¡podrías convertirte en el primer futbolista profesional cum laude! ¡Un híbrido entre Pelé y Einstein!
Sabía que hablaba por hablar, pero aun así fue todo un detalle por su parte.
Me costó una eternidad reunir el valor suficiente para dejar que Madam Octa trepara por mi cuerpo y paseara por encima de la cara, pero finalmente, el viernes por la tarde, lo intenté. Toqué la canción que mejor sabía interpretar y no permití que la araña empezara a moverse hasta que le hube comunicado varias veces qué era exactamente lo que quería que hiciera. Cuando me pareció que ambos estábamos preparados, le di la orden y empezó a trepar por la pernera de los pantalones.
Todo fue bien hasta que llegó al cuello. Notar en la piel aquellas patas largas, delgadas y peludas casi me hizo dejar caer la flauta. De haberlo hecho, hubiera podido considerarme Darren muerto, pues ella estaba en el lugar perfecto para hundir sus quelíceros. Afortunadamente, conservé la serenidad y seguí tocando.
Siguió trepando por encima de mi oreja izquierda hasta llegar a la cabeza, donde se detuvo a descansar. El cuero cabelludo me picaba justo donde estaba ella, pero fui lo bastante sensato como para no intentar rascarme. Me observé en el espejo y sonreí. Parecía una de esas boinas francesas.
Hice que se deslizara por mi nariz y que se descolgara segregando el hilo con que forma la telaraña. No dejé que se introdujera en la boca, pero sí que se deslizara de un lado a otro como había hecho con míster Crepsley, y conseguí que me hiciera cosquillas en el mentón con las patas.
Pero no permití que se entretuviera demasiado, ¡no fuera que me echara a reír y se me cayera la flauta!
Cuando la devolví a su jaula aquel viernes por la noche, me sentía como un rey, como si nada pudiera ir nunca mal, como si mi vida entera fuera a ser perfecta. Me iba bien en el colegio y con el fútbol, y tenía una mascota por la que cualquier chico lo hubiera dado todo. No me habría sentido más feliz si me hubiera tocado la lotería o hubiera heredado una fábrica de chocolate.
Entonces, naturalmente, fue cuando todo empezó a ir mal y el mundo entero pareció desmoronarse a mi alrededor.
Steve vino a verme el sábado por la tarde a última hora. No habíamos hablado mucho durante la semana; era la última persona a la que esperaba ver. Mamá le franqueó la entrada y me llamó desde abajo. Al llegar a mitad de la escalera le vi, me detuve un instante y le grité que subiera.
Merodeó curioseando por mi habitación como si llevara meses sin pisarla.
—Ya casi había olvidado el aspecto que tenía esta habitación.
—No seas tonto –dije—. Estuviste aquí hace un par de semanas.
—Parece que haga más tiempo –se sentó en la cama y me miró. La expresión de su rostro era solemne y melancólica—. ¿Por qué me has estado evitando? –preguntó en voz baja.
—¿Qué quieres decir? –pregunté, fingiendo que no sabía de qué me estaba hablando.
—No me has hecho el menor caso en las últimas dos semanas –dijo él—. Al principio no era evidente, pero cada día pasabas menos tiempo conmigo. Ni siquiera me escogiste para jugar con tu equipo el partido de baloncesto del jueves pasado.
—No eres muy bueno jugando al baloncesto –dije.
Era una excusa muy poco convincente, pero no se me ocurrió nada mejor.
—Al principio estaba confuso –dijo Steve—, pero luego lo vi todo claro. La noche del espectáculo freak no te perdiste, ¿verdad? Te quedaste por allí, en el palco probablemente, y viste lo que sucedió entre Vur Horston y yo.
—Yo no vi nada de eso –le espeté.
—¿No? –preguntó.
—No –mentí.
—¿No viste nada?
—No.
—¿No me viste hablando con Vur Horston?
—¡No!
—¿Y tampoco...?
—Mira, Steve –le interrumpí—, sea lo que sea lo que pasó entre tú y míster Crepsley, es asunto tuyo. Yo no estaba allí, no vi nada, no sé de qué me estás hablando. Y ahora si...
—No me mientas, Darren –dijo.
—¡No estoy mintiendo! –mentí.
—¿Entonces cómo sabes que hablaba de míster Crepsley? –preguntó.
—Porque... –me mordí la lengua.
—He dicho que estuve hablando con Vur Horston –sonrió Steve—. Si no estabas allí, ¿cómo sabes que Vur Horston y míster Crepsley son la misma persona?
Me derrumbé y me senté en la cama junto a Steve.
—De acuerdo –dije—. Lo admito. Estaba en el palco.
—¿Qué llegaste a ver y oír exactamente? –preguntó Steve.
—Todo. No alcancé a ver lo que hacía mientras te chupaba la sangre, ni a oír lo que te decía. Pero aparte de eso...
—... todo –concluyó Steve con un suspiro—. Esa es la razón por la que has estado evitándome: porque dijo que yo era malvado.
—En parte –dije—. Pero sobre todo por lo que tú dijiste, Steve. ¡Le pediste que te convirtiera en vampiro! ¿Qué habría pasado si lo hubiera hecho y hubieras venido a por mí? La mayoría de los vampiros empiezan atacando a las personas más cercanas, ¿no?
—En los libros y las películas sí –dijo Steve—. Pero esto es diferente. Esto es la vida real. Yo nunca te hubiera hecho daño, Darren.
—Puede que no –dije— y puede que sí. La cuestión es que no quiero ni saberlo. No quiero que sigamos siendo amigos. Podría ser peligroso. ¿Qué ocurriría si encuentras a otro vampiro y éste accede a concederte lo que pides? O si míster Crepsley tenía razón y eres realmente malvado y...
—¡No soy malvado! –gritó Steve, y me tumbó en la cama de un empujón. Saltó sobre mi pecho y me clavó los dedos en la cara—. ¡Retíralo! –bramó—. ¡Retíralo o me obligarás a darte la razón, te arrancaré la cabeza y...!
—¡Lo retiro! ¡Lo retiró! –chillé.
Steve se había abalanzado pesadamente sobre mi pecho, el rostro enrojecido y lleno de furia. Hubiera dicho cualquier cosa con tal de quitármelo de encima.
Permaneció sentado sobre mi pecho todavía unos segundos, luego soltó un gruñido y se apartó hacia un lado. Yo me incorporé, sofocado, frotándome la cara en el lugar de la magulladura.
—Perdona –musitó Steve—. Me he pasado de la raya. Pero es que estoy trastornado. Lo que dijo míster Crepsley me dolió, y también que tú me ignorases. Eres mi mejor amigo, Darren, la única persona con la que realmente puedo hablar. Si perdemos nuestra amistad, no sé qué haré.
Se echó a llorar. Me lo quedé mirando unos instantes, desgarrado por el miedo y la compasión. Luego, lo más noble de mí se impuso, y le pasé el brazo por encima del hombro.
—Vale, vale, está bien –dije—. Seguiré siendo tu amigo. Vamos, Steve, deja de llorar, ¿de acuerdo?
Lo intentó, pero necesitó aún un buen rato para contener las lágrimas.
—Debo de tener un aspecto estúpidamente ridículo –dijo por fin, sorbiendo por la nariz.
—No digas tonterías –dije—. Yo sí que soy estúpido. Debería haberme quedado contigo. Fui un cobarde. En ningún momento me paré a pensar lo que pudiera pasarte. Sólo pensaba en mí mismo y en Madam...
Puse cara de disgusto y dejé de hablar.
Steve me miró con curiosidad.
—¿Qué ibas a decir? –preguntó.
—Nada –dije—. Sólo he chasqueado la lengua.
Él soltó un gruñido.
—Mientes muy mal, Shan. Nunca has sabido mentir. Dime qué era lo que ha estado a punto de escapársete.
Le miré a la cara con detenimiento, preguntándome si podía o no explicárselo. Sabía que no debía hacerlo, que sólo me traería problemas, pero sentí pena por él. Además, necesitaba contárselo a alguien. Quería mostrar mi maravillosa mascota y los fantásticos trucos que éramos capaces de hacer.
—¿Sabes guardar un secreto? –pregunté.
—Por supuesto –bufó.
—Éste es importante. No puedes contárselo a nadie, ¿de acuerdo? Tiene que quedar entre nosotros. Si se te ocurre hablar...