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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (39 page)

BOOK: El Cid
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El Cid entró en la sala de la mano de Jimena seguido por sus seis capitanes; yo lo hice justo detrás de él. Caminaba con paso firme, la cabeza alta, la mano derecha en la izquierda de Jimena y la izquierda cruzada delante del pecho, sobre el corazón. Al llegar ante el estrado donde estaban los reyes nos inclinamos y clavamos la rodilla izquierda en tierra. Rodrigo hizo entonces un gesto del que nada nos había dicho pero que asombró a todos cuantos allí nos encontrábamos. Se adelantó un par de pasos, sacó unas briznas de hierba de un bolsillo de su túnica de gala y se las colocó en la boca; después hincó sus dos rodillas en el suelo y juró fidelidad y vasallaje a don Alfonso.

El rey hizo un esfuerzo para incorporarse; la herida en la pierna que había sufrido en Sagrajas era reciente y don Alfonso tuvo que apoyarse en un bastón para mantenerse en pie. Cogió por los hombros a Rodrigo y le ordenó que se levantara. El Campeador limpió sus labios de la hierba y el rey le tomó las manos, lo recibió como vasallo y lo besó en la boca. El conde García Ordóñez miraba al Cid con ira.

—Además de conservar todas las propiedades que poseía antes del exilio, me hace entrega de la tenencia del castillo de Ordejón y de las villas y aldeas de Langa, Ibia, Briviesca, Eguña, Campos y Dueñas, con todos sus derechos y rentas.

Rodrigo estaba eufórico cuando regresó de una entrevista con don Alfonso, dos días después de la ceremonia por la que le había prestado vasallaje. Yo estaba con Jimena y sus tres hijos, esperándolo en el palacio que el rey le había asignado mientras permaneciera en Toledo.

—Tal vez te ofrezca pronto la dignidad condal —dijo Jimena.

—No hemos hablado de eso…, todavía. Por el momento hay cosas más urgentes que hacer. Los almorávides pueden regresar en cualquier momento y hay que estar preparados para hacerles frente. Pero antes iremos a Galicia; aprovechando la derrota de Sagrajas, unos nobles gallegos han acusado a don Alfonso de impostor y se han rebelado con la excusa de que García es su verdadero rey.

»Don Alfonso quiere que lo ayude a sofocar esa rebelión; de ninguna manera desea tener una revuelta a sus espaldas en caso de que atacaran los almorávides.

El Cid envió a Jimena y a sus hijos a Burgos, y con toda su mesnada acompañó al rey a Galicia. Aquellos pobres aristócratas gallegos no se imaginaban lo que se les venía encima. Caímos sobre ellos como centellas, y en apenas quince días la rebelión estaba sofocada y los cabecillas encadenados. Actuamos con tal contundencia y eficacia que don Alfonso nos premió a cada uno con una buena bolsa de las nuevas monedas de plata que acababa de acuñar en Toledo con su nombre y su efigie. Creo que al vernos luchar se dio cuenta de que el resultado de la batalla de Sagrajas hubiera sido otro bien distinto de haber tenido a su lado a la mesnada del Campeador.

Condujimos a los prisioneros a León, donde los principales responsables fueron ejecutados y los demás encarcelados en un castillo de las montañas del norte, cerca de donde seguía encerrado don García, el que durante seis años fuera rey de Galicia.

Desde León viajamos con el rey hasta Sahagún y allí pasamos el mes más frío del invierno, aguardando a que remitiera un temporal de hielo y nieve que duró tres semanas.

No había ninguna noticia de los almorávides. Don Alfonso había ordenado a los merinos de todo su reino que dispusieran guardias permanentes en todas las atalayas de la frontera por si avistaban movimientos de tropas hacia el norte. Las informaciones que procedían de Sevilla y de Granada a través de la red de mercaderes judíos, entre los que había numerosos espías al servicio de don Alfonso, tampoco hablaban de movimientos de tropas o preparativos de una gran expedición.

—No lo entiendo —me confesó Rodrigo—; han aplastado al ejército real en Sagrajas, y en vez de aprovechar esa circunstancia y lanzar una ofensiva contra Toledo para recuperar la ciudad, se retiran de nuevo a África y renuncian a la ventaja que habían adquirido.

—Quizá no sean tan fuertes como suponemos.

—Deben de serlo: en Sagrajas tenían enfrente un poderoso ejército, bien pertrechado y con moral de victoria, y acabaron con él. Son buenos soldados y muy numerosos, pero su estrategia no lo es tanto. Cuando nos enfrentemos contra ellos emplearemos una táctica muy distinta a la que el rey Alfonso aplicó en Sagrajas. No volverán a sorprendernos.

—¿No esperáis un ataque de los taifas?; tienen tres mil jinetes almorávides con ellos, tal vez decidan actuar por su cuenta —supuse.

—No, ya conoces a esos reyezuelos. No harán nada sin permiso de Ibn Tasufín. Ahora han logrado cuanto querían: derrotar a don Alfonso y dejar de pagarle parias. No les interesa otra cosa que atesorar su dinero y mantener su lujo; para ellos, la situación actual es la más deseable.

—Y nosotros qué vamos a hacer, ¿aguardar a que nos ataquen? —le pregunté.

—Ayer hablé con el rey de este asunto. Le he propuesto realizar una cabalgada por tierras de Badajoz en cuanto pasen estos fríos terribles. Si contraatacamos nosotros, aunque sea una mera expedición en busca de algún botín, la moral de nuestros hombres se reforzará pese al desastre sufrido, y los musulmanes se darán cuenta de que no estamos vencidos, de que todavía somos capaces de responder con contundencia a pesar de la derrota.

Cruzamos la sierra Central por Béjar y asolamos el valle del Jerte y las campiñas al norte de Badajoz. Sólo cien caballeros formábamos la cabalgada y apenas estuvimos dos semanas en ello, pero fue suficiente para obtener algún botín y aparentar que teníamos capacidad de respuesta. Y sobre todo, el Cid le demostró a don Alfonso que su concurso era imprescindible si quería conservar su reino y mantenerlo a salvo de los almorávides.

De vuelta a Sahagún nos enteramos de que un gran ejército formado por caballeros aquitanos, borgoñones, provenzales e italianos había atravesado los Pirineos y se dirigía hacia Castilla en respuesta a la llamada de auxilio que había hecho don Alfonso a toda la cristiandad con motivo del desastre de Sagrajas. Venían henchidos de orgullo, empapados en ideales de cruzada y con la idea de recuperar las tierras de al-Andalus para la cristiandad. Pero don Alfonso, confiado en la nueva alianza con el Cid, y con el emir almorávide al otro lado del Estrecho, ya no necesitaba el auxilio de ese ejército, que de instalarse en Castilla constituiría más un problema que una ayuda. Envió a unos mensajeros con algunos regalos para indicarles que no siguieran adelante y los cruzados, desalentados por ello, decidieron dirigirse hacia Tudela, una importante ciudad del reino de Zaragoza, a la que pusieron sitio durante la primavera, aunque sin resultados, pues ante el desbarajuste del asedio se vieron obligados a retirarse en abril a sus tierras de procedencia.

Creo que la decisión de don Alfonso fue muy acertada, pues uno de los jefes de los cruzados era el gigantesco Guillaume le Charpentier, vizconde de Mélun, un personaje que obraba con doblez y que hubiera causado no pocos problemas de haberse quedado en Castilla.

Pero no todos regresaron a Francia; algunos caballeros recibieron permiso de don Alfonso para venir a Castilla. Se trataba de algunos parientes borgoñones de la reina doña Constanza, entre ellos el joven Ramón, conde de Amours, sobrino de la reina, que llegó hasta León para visitar a su tía; este joven noble se quedó en Castilla como caballero al servicio de don Alfonso, y su tía la reina lo preparó para que casara con la princesa Urraca, entonces todavía una niña pero que a la muerte de don Alfonso se ha convertido en la reina de León y de Castilla.

Seguía sin haber noticias de los almorávides y don Alfonso decidió que era el momento de retomar el cobro de las parias. Al-Mustain de Zaragoza se había quedado solo, sin aliados musulmanes a los que sumarse ni protectores cristianos, una vez zanjada su relación con el Cid, a los que recurrir. Así, el reino de Zaragoza fue el primero en el que se fijó don Alfonso para solicitar el pago de las nuevas parias.

Al-Mustain no tenía otra salida que pagar, y así lo hizo. Rodrigo fue el encargado de recibir las parias de Zaragoza. Allí nos dirigimos en el mes de junio y, aunque el hijo de al-Mutamin nos recibió con amabilidad, su actitud era distante y fría, bien distinta a la que su padre mostrara hacia Rodrigo o a la que él mismo tuviera en los primeros meses de su reinado. Al-Mustain nos entregó diez mil dinares y la promesa de que seguiría pagando esa misma cantidad todos los años.

Yo fui a visitar a Yahya, pero su criado me dijo que estaba en la ciudad de Tarazona, adonde se había desplazado por orden del rey para buscar a un par de sabios con los que iniciar un grupo de profesores que serían los primeros de una gran escuela que quería fundar en Zaragoza al estilo de la que los califas habían establecido en Bagdad. Lamenté no ver a mi amigo, pero no podíamos esperar, pues el rey nos aguardaba en Burgos, adonde debíamos acudir con el oro que nos acababa de entregar al-Mustain.

Regresamos a Burgos y allí permanecimos durante unos días del mes de julio. Rodrigo volvió a firmar varios documentos como testigo real, y lo seguía haciendo con los mismos errores gramaticales que tantas veces yo le había observado pero que él se empeñaba en no corregir, como escribir «affirmo» con una sola «f» u «hoc» sin «h». Decía que había que hacer la escritura más sencilla y que la única manera de conseguirlo era acercarla al idioma que hablaban las gentes del común. Ahora ya empieza a ser algo habitual, pero en aquellos tiempos todavía no estaba bien visto escribir en otra cosa que no fuera en latín; una forma más, supongo, de acentuar las desigualdades que nos separan a los hombres. Que Rodrigo volviera a confirmar documentos al lado del rey significaba que el Cid había recuperado su puesto en la corte y que estaba en el camino de lograr que don Alfonso lo promoviera al fin a la dignidad condal.

Pero lo más extraordinario que el rey concedió a Rodrigo, y de lo que creo que no tardó en arrepentirse, fue la licencia para conquistar todas las tierras, ciudades y castillos que pudiera en tierras de moros, y que esas conquistas fueran íntegramente suyas, con carácter hereditario. Hasta entonces nunca ningún rey había otorgado a un vasallo un privilegio semejante.

Valencia había sido abandonada a su suerte cuando Álvar Fáñez tuvo que marchar con sus caballeros a Sagrajas, y sin la protección de los jinetes castellanos el débil al-Qádir no era capaz de gobernar ni su propia casa. El rey de Valencia se sintió desprotegido y buscó en el emir almorávide Yusuf ibn Tasufín a su nuevo protector, considerando quizá que la derrota de Sagrajas supondría la caída de don Alfonso y el dominio de los almorávides sobre todo al-Andalus. Pero al-Qádir, que no sólo era un cobarde sino también un pésimo gobernante, perdió el apoyo de los alcaides de los castillos de su reino. Esta nueva situación en Valencia fue aprovechada por el rey de Lérida, que también lo era de Tortosa y de Denia, para, con la ayuda de mercenarios catalanes, hostigar a al-Qádir a quien logró arrinconar dentro de las murallas de la ciudad.

Al-Qádir, desesperado, pidió ayuda a don Alfonso, y solicitó su perdón por haber firmado una alianza con el emir almorávide, y también al rey de Zaragoza, que seguía enemistado con el leridano. Al-Mustain vio en esta petición de ayuda la excusa necesaria para apoderarse de Valencia, que los reyes zaragozanos ambicionaban desde hacía mucho tiempo.

Éste fue el motivo por el que don Alfonso envió al Cid a Valencia y le concedió semejante privilegio sobre las tierras que conquistara. Don Alfonso todavía no se había recuperado del desastre de Sagrajas y sólo Rodrigo tenía una mesnada con la capacidad suficiente como para mantener a raya a los musulmanes en Levante.

Tras la reunión de Burgos entre don Alfonso y Rodrigo, el rey salió hacia el valle del Guadalquivir para castigar las comarcas de Úbeda y Baeza, en tanto encomendaba al Cid que estuviera atento a los movimientos que se produjeran en la frontera oriental.

Rodrigo creyó oportuno ir hasta Zaragoza, y así lo hicimos.

Capítulo
XVII

A
l-Mustain nos recibió con todos los honores que Rodrigo merecía. Desde Zaragoza el Cid hizo un llamamiento a todos cuantos quisieran enrolarse en su mesnada, haciendo correr la voz de que estaba preparando una gran expedición que reportaría a todos sus componentes fama, prestigio y dinero. Tal era la capacidad de Rodrigo para organizar una hueste, que incluso los guerreros musulmanes querían enrolarse a sus órdenes. Para entonces su fama de invencible se había extendido por todas partes y los propios poetas musulmanes recitaban canciones en las que hablaban con admiración del caballero castellano, de quien decían que Dios le había tocado con su diestra otorgándole la gracia de la victoria.

Al-Mustain nos convocó a su palacio de la Alegría. El salón del trono lucía como nunca. La techumbre de madera estaba pintada con estrellas amarillas sobre un fondo azul oscuro, a modo del firmamento en un anochecer de verano. Al-Mustain estaba sentado en su trono de oro y piedras preciosas cubierto con un manto dorado, como si fuera el mismísimo sol en el centro de un diminuto universo.

Rodrigo se adelantó al pequeño grupo que componíamos cuatro de sus capitanes y saludó a al-Mustain:

—Majestad, me alegra veros de nuevo.

—Sé bienvenido a mi reino, Rodrigo. Tu presencia siempre nos es grata.

No creo que al-Mustain recordara con agrado nuestra visita anterior, durante la cual le cobramos un buen montón de oro, pero algunos de aquellos reyezuelos de las taifas sabían adoptar posturas tan altivas como las de un pavo real, aun cuando todo su poder y toda su gloria se limitasen a una ciudad y un pequeño territorio circundante.

—A mí también me agrada volver, majestad.

—Tengo que proponerte una interesante oferta —dijo al-Mustain.

—Os escucho.

—Sé que el rey Alfonso ha delegado en ti para que actúes en su nombre en Levante; como sabes, el rey de Lérida está acampado desde hace varias semanas a las puertas de Valencia con la intención de incorporar esta ciudad a sus dominios. Ya es rey de Tortosa y Denia, y si también ganara Valencia, todo el Levante estaría bajo su dominio y su poder crecería de tal modo que sería una amenaza para Zaragoza, pero también para Castilla: mi tío al-Mundir es muy ambicioso.

»Para evitar que siga creciendo, te propongo que unamos nuestras fuerzas y vayamos a Valencia.

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