El cero y el infinito (17 page)

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Authors: Arthur Koestler

BOOK: El cero y el infinito
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Rubashov miraba en la oscuridad a través de sus lentes. ¿Habrían empezado ya los trámites? ¿O todavía habría que esperar? Se había quitado los zapatos y los calcetines, y sus pies desnudos se destacaban vagamente al extremo de la manta. El silencio era aún más extraordinario. No era la simple y agradable ausencia de ruido, sino un silencio vibrante como el parche de un tambor.

Rubashov se miraba los pies desnudos y movía lentamente los dedos, que le parecían grotescos y misteriosos, como si los pies tuvieran vida propia. Se sentía consciente de su propio cuerpo con desacostumbrada intensidad, apreciando el tibio roce de la manta con sus piernas y la presión de la mano sobre el cuello. ¿Dónde tendría lugar la "liquidación física?

Tenía una vaga idea de que sería en los sótanos, a los que se bajaba por aquella escalera que había más allá de la peluquería. Olía el cuero del correaje de Gletkin, y oía el crujir de su uniforme. ¿Qué le diría a la víctima? ¿"Ponte de cara a la pared"? ¿Agregaría "por favor"? ¿O le diría: "no te asustes que no hace daño"? Tal vez le hiciera fuego sin previo aviso, por detrás, mientras iba andando, pero la víctima estaría constantemente volviendo la cabeza. Quizás ocultaría el revólver en la manga como el dentista oculta las tenazas. Quizás otros estarían también presentes. ¿Qué aspecto tendrían? ¿Caería la víctima de espaldas o de frente? ¿Pediría auxilio? Tal vez fuera necesario el tiro de gracia para rematarlo.

Rubashov seguía fumando y mirándose los dedos. Había tal quietud, que se podía oír arder el papel del cigarrillo. Aspiró el humo profundamente. "Tonterías —se dijo a sí mismo—; folletines baratos." En verdad, él nunca había creído en la realidad técnica de la "liquidación física". La muerte era una abstracción, especialmente la propia. Probablemente, todo había terminado ya, y lo pasado carecía de sentido. Todo estaba oscuro y tranquilo, y el número 402 había dejado de transmitir.

Rubashov hubiera querido que alguien gritara afuera, para romper ese silencio sobrenatural.

Husmeaba, y observó que hacía algún tiempo que tenía en los nervios olfatorios el casto perfume de Arlova, y que hasta los cigarrillos olían como ella; recordó que llevaba una pitillera de cuero en el bolso, y cada cigarrillo que sacaba olía a los polvos que usaba... El silencio persistía, y sólo el camastro crujía débilmente al moverse.

Rubashov pensaba levantarse y encender otro cigarrillo, cuando los golpecitos en la pared empezaron otra vez.

—YA VIENEN.

Se puso a escuchar, pero no oía más que sus propias pulsaciones martilleándole las sienes.

Esperó, y el silencio se hizo más espeso. Se quitó los lentes y transmitió:

—NO OIGO NADA...

Durante algún tiempo el número 402 no contestó, pero de pronto empezó muy fuerte:

—NÚMERO 380. PÁSELO.

Rubashov se sentó rápidamente, comprendiendo. La noticia había sido transmitida a través de once celdas, por los vecinos del número 380. Los ocupantes de las celdas entre la 380 y la 402 formaban una cadena acústica en la oscuridad y en el silencio. Estaban indefensos, encerrados dentro de cuatro paredes, y ésta era su forma de solidaridad. Rubashov saltó del camastro, se acercó con los pies desnudos a la pared de enfrente, quedándose junto al balde, y empezó a transmitir al número 406:

—ATENCIÓN. NÚMERO 380 VA A SER FUSILADO AHORA. PÁSELO.

Se quedó escuchando. El balde olía mal, sus vapores habían reemplazado al perfume de Arlova. No hubo respuesta. Rubashov se trasladó rápidamente al otro lado, y esta vez transmitió, no con los lentes, sino con los nudillos de la mano:

—¿QUIÉN ES EL NÚMERO 380?

Otra vez no hubo respuesta. Rubashov se dió cuenta de que, como él mismo, el número 402 se estaba moviendo como un péndulo entre las dos paredes de su celda. En las otras once celdas que los separaban de la 380, los ocupantes con los pies desnudos, corrían silenciosos de un lado para otro. Ahora el número 402 estaba otra vez en su pared, y anunciaba:

—AHORA LE ESTÁN LEYENDO LA SENTENCIA. PÁSELO.

Rubashov repitió la misma pregunta:

—¿QUIÉN ES?

Pero el número 402 se había ido ya al otro lado. Aunque no valía la pena transmitir el mensaje a Rip van Winkle, Rubashov se fue al lado del balde y se lo pasó, movido por un oscuro sentimiento del deber. Sentía que la cadena no debía romperse. Pero la proximidad del balde lo enfermaba. Se pasó al otro lado y esperó. No se oía el más mínimo sonido de afuera, y sólo la pared repiqueteaba:

—ESTÁ GRITANDO PIDIENDO AUXILIO.

—ESTÁ GRITANDO PIDIENDO AUXILIO —retransmitió al número 406. Escuchó. Nada se oía. Rubashov tuvo miedo de descomponerse la próxima vez que se acercara al balde.

—AHORA LO TRAEN. ESTÁ GRITANDO Y LUCHA, PÁSELO —transmitió el número 402.

—¿CÓMO SE LLAMA? —preguntó otra vez Rubashov rápidamente, antes que el otro hubiese concluido su frase. Esta vez consiguió la respuesta:

—BOGROV. OPOSITOR. PÁSELO.

Rubashov sintió que las piernas le flaqueaban, súbitamente. Se apoyó contra el muro y dió la información al número 406:

—MIGUEL BOGROV, ANTIGUO MARINERO DEL ACORAZADO "POTEMKIN". COMANDANTE DE LA FLOTA DEL ESTE. CONDECORADO CON LA PRIMERA ORDEN REVOLUCIONARIA. LO LLEVAN A LA MUERTE.

Se limpió el sudor de la frente. Se sentía enfermo con el olor del balde. Concluyó:

—PÁSELO

No podía traer a la memoria las facciones de Bogrov, pero veía claramente la silueta de su gigantesca figura, los torpes y nervudos brazos, las pecas en la ancha cara, de nariz ligeramente respingada. Habían sido compañeros de destierro desde el año 1905, y Rubashov le había enseñado a leer y escribir, y los rudimentos del pensamiento histórico; desde entonces, estuviera Rubashov donde estuviese, recibía dos veces al año una carta escrita a mano, que acababa indefectiblemente con las palabras "Tu camarada, fiel hasta la tumba, Bogrov".

—AHORA LLEGAN —transmitió el número 402, tan fuerte, que Rubashov, que estaba al lado del balde con la cabeza apoyada en la pared, lo oyó a través de la celda:

—ASÓMESE A LA MIRILLA. REDOBLE. PÁSELO.

Rubashov se enderezó y transmitió el mensaje al número 406:

—ASÓMESE A LA MIRILLA. REDOBLE. PÁSELO.

Se arrastró al otro lado de la celda y esperó. Todo estaba tan silencioso como antes.

A los pocos minutos llegó la llamada:

—AHORA.

A lo largo del pasillo corría el bajo y resonante sonido de un redoble de tambores con sordina. No eran golpes débiles ni fuertes: los hombres que ocupaban las celdas que iban de la 380 a la 402 formaban la cadena acústica, imitando el sordo y solemne redoble de una serie de tambores, traídos por el viento. Rubashov estaba con los ojos pegados en la mirilla, y se unió al coro batiendo con ambas manos rítmica y lentamente contra la puerta. Con asombro comprobó que la oleada de sonido continuaba hacia su derecha, a través del número 406 y más allá; Rip van Winkle debía haber entendido, después de todo. También él golpeaba. Al mismo tiempo Rubashov oyó a la izquierda, más allá del alcance de su visión, el rechinar de las puertas de hierro que rodaban en sus correderas. El redoble a su izquierda se hizo ligeramente más fuerte; se dió cuenta de que la puerta de hierro que separaba las celdas de incomunicados ordinarios, se había abierto. Se oyó el tintineo de un manojo de llaves, y la puerta se cerró otra vez, oyéndose los pasos que se aproximaban, acompañados de ruidos, como si se arrastrase algo por las losas. El redoble a la izquierda se elevó de tono, en un apagado crescendo, pero el campo de visión de Rubashov, limitado por las celdas 401 y 407, continuaba vacío. Los ruidos se aproximaban rápidamente, y ahora se distinguía también como gemidos y sollozos de niño. Los pasos se apresuraron, el redoble a la izquierda disminuyó ligeramente, aumentando a la derecha.

Rubashov seguía redoblando, perdiendo gradualmente la sensación del tiempo y del espacio, y oyendo el hueco resonar como el de los tambores de caníbales en una selva; podían haber sido gorilas que estaban de pie detrás de los barrotes de sus jaula! golpeándose el pecho que resonaba como un tambor; aproximó el ojo a la mirilla; levantábase y bajaba alternativamente al compás del redoble. Como antes, veía solamente la luz pálida y amarillenta de las lámparas eléctricas en el pasillo, y no divisaba más que las puertas de los números 401 y 407, pero el redoble aumentó los ruidos de arrastre y los gemidos se escucharon más cerca. De pronto, unas figuras imprecisas entraron en el campo de su visión: allí estaban. Rubashov cesó en sus golpes y miró. Un segundo después habían desaparecí o.

Lo que había visto durante ese segundo quedó grabado para siempre en su memoria. Dos figuras mal alumbradas, de uniforme, grandes e indistintas, arrastraban a una tercera, que traían agarrada por debajo de los brazos. La figura central colgaba como muerta; todavía presentaba una cierta rigidez de muñeco y se alargaba por detrás en toda su longitud, con la cara vuelta al suelo y el vientre arqueado hacia abajo. Las piernas se arrastraban con los zapatos resbalando por las puntas, produciendo el ruido que se oía a distancia. Blancuzcos mechones de pelo le colgaban sobre la cara, vuelta hacia las losas y con la boca abierta, de la que salía saliva que se mezclaba con el sudor que le corría por la barbilla abajo. Cuando lo sacaron del campo visual de Rubashov, arrastrándolo hacia la derecha a lo largo del corredor, los ruidos de los pies y los gemidos se fueron debilitando hasta que se perdieron, llegando a sus oídos solamente un eco quejumbroso formado por tres letras: "u-a-u". Pero antes de dar vuelta, cerca de la peluquería, Bogrov rugió dos veces, y esta vez Rubashov no distinguió sólo las vocales, sino la palabra completa, oyó claramente su propio nombre: Rubashov.

Entonces, como si fuera una señal, volvió a reinar el silencio. Las lámparas eléctricas brillaron como de costumbre, el corredor siguió vacío. Únicamente en la pared junto al balde, el número 406 transmitía:

—ARRIA LOS POBRES DEL MUNDO.

Rubashov estaba acostado otra vez en el camastro, sin recordar cómo había llegado allí.

Persistía el redoble en sus oídos, pero el silencio era ahora un silencio ordinario, vacuo y mitigado.

El número 402 estaba, probablemente, durmiendo. Bogrov, o lo que quedase de él, había muerto seguramente a esas horas.

"Rubashov, Rubashov... " Ese último grito se había grabado con caracteres indelebles en su memoria acústica. La imagen óptica era menos precisa, y todavía le costaba trabajo identificar a Bogrov en aquel trágico y lamentable muñeco, con la cara rígida chorreando, arrastrando las piernas, que había pasado delante de su campo de visión por unos segundos. únicamente ahora se acordó del pelo blanco. ¿Qué le habrían hecho a Bogrov? ¿Qué le habrían hecho a ese robusto y vigoroso marinero para arrancarle de la garganta esos gemidos infantiles? ¿Habría gimoteado lo mismo Arlova, al ser arrastrada por el corredor?

Rubashov se incorporó y apoyó la frente contra el muro detrás del cual dormía el número 402; temía descomponerse otra vez. Hasta entonces no se había imaginado la muerte de Arlova con tal detalle; había sido siempre para él un suceso abstracto, que le había dejado un sentimiento de intensa inquietud, pero sin que hubiese tenido nunca dudas sobre la corrección lógica de su conducta. Ahora, con las náuseas que le revolvían el estómago y le arrancaban un sudor frío de la frente, su pasada manera de pensar le parecía una locura. Los gemidos implorantes de Bogrov desequilibraban la ecuación lógica. Hasta entonces, Arlova no había sido más que un factor en la ecuación, un factor despreciable al lado de los intereses en juego. Pero la ecuación ya no se mantenía. La visión de las piernas de Arlova, con sus zapatos de alto tacón arrastrándose por el pasillo, desbarataba el equilibrio matemático, y el factor despreciable se convertía en inconmensurable, llegaba a ser absoluto. Los gemidos de Bogrov, el tono infrahumano con que había gritado su nombre, el hueco resonar de los redobles, llenábanle los oídos y ahogaban la tenue voz de la razón, cubriéndola, tal como el ruido del mar en las rompientes cubre los gritos de los ahogados.

Agotado, Rubashov cayó dormido sentado, la cabeza apoyada en la pared y los lentes delante de los ojos cerrados.

7

Gemía en su sueño, y la pesadilla de su primer arresto había vuelto a perseguirlo; la mano, colgando fuera de la cama, buscaba la manga de la bata, y aguardaba el golpe que había de liquidarlo, pero no llegó.

En lugar de eso se despertó, porque alguien había encendido de pronto la luz eléctrica en su celda. Una figura estaba delante de su cama, mirándole. Había dormido un cuarto de hora a lo sumo, pero después de sus sueños siempre necesitaba algún tiempo para recobrarse. Se quedó haciendo guiños a la luz brillante, con su mente trabajando en forma activa sobre sus hipótesis habituales, como si estuviera siguiendo inconscientemente un ritual. Estaba en un calabozo, pero no en un país enemigo; eso era sólo parte del sueño. De manera que era libre, pero faltaba el retrato del Número Uno colgado sobre su cama y, por otro lado, allí estaba el balde. Además, Ivanov estaba de pie delante de su lecho, fumando y arrojándole el humo a la cara. ¿Era esto también parte del sueño? No, Ivanov era real, el balde también era real. Estaba en su propio país, pero se había convertido en un país enemigo, e Ivanov, que había sido su amigo, era también ahora su enemigo; y los gemidos de Arlova tampoco eran un sueño. Pero no, no había sido Arlova, sino Bogrov, que había pasado delante de sus ojos arrastrado como un muñeco de cera. El camarada Bogrov, fiel hasta la tumba, que había gritado su nombre: eso no era un sueño. Arlova, por otra parte, había dicho: "Puedes hacer de mí lo que quieras"...

—¿Te sientes mal? —preguntó Ivanov.

Rubashov lo miró haciendo guiños, cegado por la luz:

—Dame la bata —dijo.

Ivanov lo seguía observando. El lado derecho de la cara de Rubashov estaba hinchado.

—¿Quieres un poco de coñac? —preguntó Ivanov. Sin aguardar la réplica, se acercó cojeando a la mirilla y dijo unas Palabras a alguien en el corredor, mientras los ojos de Rubashov lo seguían, parpadeando. Su ofuscamiento seguía. Estaba despierto, pero pensaba, veía y oía como en una niebla.

—¿Tú también has sido arrestado? —preguntó.

—No —contestó Ivanov con calma—: sólo he venido a hacerte una visita. Me parece que tienes un poco de fiebre.

—Dame un cigarrillo —le pidió Rubashov, y aspiró profundamente una o dos veces, con lo que se le aclaró algo la vista. Se tendió otra vez, y siguió fumando y mirando al techo.

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