Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
Morir en silencio, desvanecerse en sombras, eso era fácil de decir...
Rubashov se detuvo súbitamente en la tercera baldosa negra, y se escuchó a sí mismo repetir varias veces: "morir en silencio", en un tono de irónica desaprobación, como si estuviera subrayando su total absurdo...
Y sólo entonces se dió cuenta de que su resolución de no aceptar el ofrecimiento de Ivanov no era tan inquebrantable como había creído. Ahora hasta le parecía discutible que hubiese pensado seriamente en rehusar el plan propuesto y en retirarse de la escena sin pronunciar una palabra.
El nivel de vida de Rubashov siguió mejorando, y en la mañana del undécimo día lo sacaron por primera vez al patio para hacer ejercicios.
El viejo carcelero fue a buscarlo poco después del desayuno, acompañado por el mismo guardián que lo había escoltado a la peluquería, y le informó que, desde aquel día en adelante, se le permitiría hacer diariamente veinte minutos de ejercicio en el patio. Rubashov fue agregado a la "primera ronda", que empezaba poco después del desayuno, y el carcelero le leyó las prescripciones del reglamento: estaba prohibido hablar con el compañero de ronda, o cualquier otro preso; hacer señas, cambiar mensajes escritos o salirse de la línea; cualquier infracción a estas reglas estaba castigada con la inmediata privación del paseo; y otras faltas más graves, con el encierro por cuatro semanas en un calabozo oscuro. Luego el carcelero cerró la celda con un portazo, y los tres empezaron a andar. Después de unos pasos, el viejo se detuvo y abrió la puerta del número 406.
Rubashov, que se había quedado detrás, al lado del guardia, y a cierta distancia de la puerta, vió el interior de la celda de Rip van Winkle, que estaba acostado en el camastro. Llevaba botas negras, abotonadas, y pantalones ceñidos, desgastados en los fondillos, pero bien cepillados y todavía en buen uso. El carcelero leyó otra vez los artículos del reglamento; las piernas en los pantalones ceñidos se arrastraron con algún trabajo fuera de la cama, y un viejecillo apareció en la puerta guiñando los ojos. Tenía la cara cubierta por una enmarañada barba gris; con su notable pantalón usaba un chaleco negro con una cadena de reloj, de metal, y una chaqueta de tela negra.
Se quedó parado en la puerta contemplando a Rubashov con cierta curiosidad; saludó luego de manera amistosa, y los cuatro comenzaron la marcha.
Rubashov esperaba encontrarse con una persona que no estaba en su sano juicio, pero entonces cambió de opinión. A pesar del tic nervioso de una de sus cejas, originado probablemente por los años de confinamiento solitario en un calabozo oscuro, los ojos de Rip van Winkle eran claros y estaban llenos de una amistosa y algo infantil ternura. Andaba con cierto trabajo, pero con pasos decididos, aunque cortos, y dirigía a Rubashov de vez en cuando una mirada amigable; al bajar las escaleras el hombrecillo tropezó, y se hubiera caído de no agarrarlo el guardián por un brazo. Rip van Winkle murmuró unas palabras, en voz demasiado baja para que Rubashov las entendiera, pero con las que evidentemente daba gracias cortésmente, y el guardia replicó con una sonrisa estúpida. Luego, pasando por una ancha puerta, llegaron al patio, donde los demás presos estaban ya ordenados por parejas y, en medio del patio, los cuatro guardias; sonaron dos cortos silbidos y la ronda empezó.
El cielo estaba claro, de un curioso color azul pálido, y el aire impregnado del peculiar aspecto que le da la nieve. Rubashov había olvidado traer su manta, y temblaba de frío. Rip van Winkle se había liado a los hombros una vieja y gastada manta de color gris, que el carcelero le alargó al entrar en el patio. Andaba en silencio detrás de Rubashov, con pasitos firmes y cortos, guiñando de vez en cuando al pálido azul del cielo que se extendía sobre su cabeza; la manta gris le llegaba a la rodilla, envolviéndolo como una campana. Rubashov procuraba adivinar cuál era la ventana de su celda y dió con ella, sucia y oscura como las otras, sin que se pudiera ver nada detrás. Fijó los ojos durante un momento en la ventana del número 402, pero todo lo que alcanzaba a ver eran los vidrios detrás de las rejas; al número 402 no lo autorizaban a salir para hacer ejercicio, ni tampoco lo llevaban a la peluquería, ni era interrogado; en, realidad, nunca lo había oído salir de la celda.
Andaban en silencio, describiendo lentos círculos alrededor del patio. Entre la enmarañada barba gris, los labios de Rip van Winkle se movían imperceptiblemente, como si murmurase algo para sí mismo que Rubashov no llegaba a entender. Al fin comprendió que estaba susurrando la melodía de: ARRIBA LOS POBRES DEL MUNDO. No estaba loco, pero en los siete mil días y noches que había durado su encarcelamiento, se había vuelto, evidentemente, algo raro. Rubashov lo observaba de costado y procuraba darse cuenta de lo que significaba el estar apartado del mundo durante dos décadas. Veinte años antes, los automóviles eran raros y tenían formas extrañas; no había radio y los nombres de los jefes políticos actuales eran completamente desconocidos. Nadie preveía los movimientos de masas, los grandes derrumbamientos políticos, ni los serpenteantes caminos, los asombrosos cambios y etapas que el Estado revolucionario iba a recorrer; en aquel tiempo se creía que las puertas del reino de Utopía estaban abiertas, y que el género humano se hallaba en sus umbrales.
Rubashov advirtió que por mucho que forzase la imaginación no llegaría a darse cuenta de lo que pasaba en la mente de su vecino, a pesar de toda su práctica de pensar con "la mente de los demás". Podía hacerlo sin. mucho esfuerzo en el caso de Ivanov, o del Número Uno, y hasta del oficial con el monóculo, pero en el caso de Rip van Winkle fallaba; lo miraba de reojo, y en aquel momento el viejo volvió la cabeza hacia él y sonrió; con la manta, agarrada con ambas manos alrededor de los hombros, andaba a su lado con pasitos cortos, tarareando de manera casi inaudible los compases de ARRIBA LOS POBRES DEL MUNDO.
Cuando los condujeron de vuelta al edificio, al llegar a la puerta de su celda, el viejo se volvió y saludó a Rubashov, guisando los ojos con una expresión completamente cambiada, aterrorizada y sin esperanza; Rubashov creyó que lo iba a llamar, pero el carcelero había cerrado ya la puerta de la celda número 406. Cuando Rubashov quedó encerrado en la suya, fue derecho a la pared y empezó a llamar, pero Rip van Winkle no contestó.
El número 402, en cambio, que los había estado mirando desde su ventana, quería le contara hasta el más mínimo detalle sobre el paseo. Rubashov tuvo que informarle del olor del aire, si hacía mucho frío o solamente fresco, si se había encontrado con otros presos en el pasillo y, si, después de todo, le había sido posible cambiar algunas palabras con Rip van Winkle. Rubashov contestó pacientemente todas las preguntas. Si se comparaba con el número 402, a quien no se le permitía salir, casi se consideraba un ser privilegiado; lo compadecía con toda el alma y casi experimentaba un sentimiento de culpabilidad.
Los días siguientes, los guardias fueron a buscar a Rubashov para su paseo, a la misma hora después del desayuno. Rip van Winkle fue siempre su compañero de ronda. Daban vueltas lentamente uno al lado del otro, cubiertos con sus mantas y en silencio; Rubashov sumido en sus pensamientos, mirando atentamente a través de sus lentes a los otros presos o las ventanas del edificio; el viejo, con la barba un poco más crecida y su bonachona e infantil sonrisa, tarareando su eterna canción.
Ya habían salido tres veces juntos sin hablarse una sola palabra, aunque Rubashov veía que los guardias no se preocupaban seriamente de que se cumpliese la regla del silencio; había otras parejas en el círculo que hablaban sin cesar: mirando fijamente al frente y modulando las palabras con la técnica de las prisiones, tan familiar a Rubashov, de no mover los labios.
El tercer día, Rubashov se llevó el libro de notas y el lápiz, metidos en el bolsillo exterior izquierdo de su abrigo y sobre saliendo un poco. Al cabo de diez minutos, el viejo lo notó, y se animaron sus ojos; miró de soslayo a los guardias que estaban hablando animadamente y no parecían interesarse en los presos, y entonces, sacó rápidamente el cuaderno y el lápiz del bolsillo de Rubashov y empezó a escribir algo al amparo de su manta acampanada. Lo terminó con rapidez, arrancó la hoja y se la pasó a Rubashov, quedándose con el cuaderno y e lápiz. Rubashov se aseguró de que los guardias no lo veían y miró la hoja. Nada escrito aparecía sobre ella; sólo era un dibujo, un croquis geográfico del país donde estaban, dibujando con sorprendente exactitud, con las ciudades principales, los ríos y las montañas, con una bandera plantada en medio llevando el emblema de la Revolución.
Cuando dieron otra media vuelta, el número 406 arrancó una segunda hoja y se la puso en la mano a Rubashov. Contenía el mismo dibujo de antes, un mapa exactamente idéntico del país de la Revolución. El número 406 se le quedó mirando, esperando sonriente el efecto. Rubashov se sentía ligeramente embarazado bajo su mirada, y murmuró algo. El viejo, entonces, le guiñó:
—También puedo hacerlo con los ojos cerrados —le dijo. Rubashov asintió.
—Usted no me cree —dijo el viejo sonriendo—, pero lo he estado practicando veinte años.
Miró rápidamente hacia los guardias, cerró los ojos y, sin alterar el paso, empezó a dibujar en una nueva página escondida en la manta. Tenía los ojos apretados con fuerza, y andaba con la barbilla saliente, como un hombre ciego. Rubashov miraba con ansiedad a los guardias, temerosos de que el viejo tropezase o se saliese de la fila. Pero en otra media vuelta el dibujo estaba acabado, quizás algo menos seguro que los anteriores, pero igualmente exacto; sólo que el emblema de la bandera estaba dibujado en un tamaño desproporcionadamente grande. —¿Ahora me cree? —susurró el número 406, sonriendo feliz.
Asintió Rubashov, y entonces la cara del viejo se oscureció; Rubashov reconoció la expresión de temor que ponía cada vez que lo encerraban en la celda.
—No lo pude evitar —murmuró a Rubashov—. Me hicieron tomar un tren equivocado.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Rubashov.
—Me llevaron a otra estación —dijo sonriendo gentil y tristemente—; creyeron que no lo notaría. No le diga a nadie que lo sé —susurró otra vez, indicando a los guardias con un guiño.
Rubashov hizo un gesto afirmativo. Poco después sonó el silbato que anunciaba el fin del paseo.
Al pasar por la puerta de entrada, hubo otro momento en que no los observaban. Los ojos del número 406 otra vez lucían claros y amistosos.
—¿Tal vez le ocurrió a usted lo mismo? —le preguntó con simpatía, Rubashov asintió.
—No hay que abandonar la esperanza; algún día llegaremos a pesar de todo... —dijo Rip van Winkle señalando el mapa arrugado en la mano de Rubashov.
Entonces metió el lápiz y el cuaderno en el bolsillo de Rubashov. Al subir las escaleras estaba otra vez tarareando su canción.
Llegó la víspera del fin del plazo concedido por Ivanov, y, al servírsele la cena, Rubashov tuvo la sensación de que había algo desusado en el aire, sin poder explicarse qué. El alimento se distribuyó con arreglo a la rutina, y el melancólico toque de trompeta sonó puntualmente a la hora prescripta, pero, a pesar de eso, Rubashov tenía la impresión de que la atmósfera estaba tensa.
Quizás uno de los ordenanzas lo había mirado más expresivamente que de costumbre, o tal vez la voz del viejo carcelero tenía una resonancia curiosa. Rubashov no lo sabía, pero no podía trabajar, sintiendo la tensión en los nervios, como los reumáticos presienten una tormenta.
No bien hubo cesado el toque de silencio, se puso a mirar al pasillo, en el que las lámparas eléctricas estaban a media luz por falta de corriente, iluminando débilmente las baldosas; el silencio en el corredor parecía más profundo y desesperanzado que nunca. Rubashov se acostó en el camastro, volvió a levantarse, se esforzó por escribir unas cuantas líneas, apagó el cigarrillo y encendió otro. Se asomó al patio, donde había empezado a fundirse la nieve, que aparecía sucia y blancuzca bajo el cielo nublado; en el parapeto opuesto, el centinela se paseaba con su fusil. Volvió a observar el corredor a través de la mirilla: silencio, desolación y luz eléctrica.
Contra su costumbre, y a pesar de la hora tardía, llamó al número 402.
—¿ESTÁ USTED DORMIDO? —le preguntó.
Durante un momento no hubo contestación, y Rubashov esperó desilusionado, hasta que empezaron los golpes de respuesta, algo más lentos y suaves que de costumbre:
—No. ¿LO SIENTE USTED TAMBIÉN?
—SENTIR, ¿QUÉ? —preguntó Rubashov, mientras respiraba con trabajo, acostado en el camastro y transmitiendo con los lentes.
Otra vez el número 402 pareció dudar, y cuando contestó lo hizo tan débilmente que daba la impresión de hablar con voz baja:
—MÁS VALE QUE SE VAYA A DORMIR...
Rubashov seguía acostado en el camastro, le avergonzaba que el número 402 le hablase en aquel tono paternal. Estaba de espaldas en la oscuridad, y dirigía los ojos a los lentes que tenía en la mano medio levantada. El silencio era tan penoso que lo sentía zumbar en sus oídos. De pronto, empezó a sonar la pared:
—ES CURIOSO QUE USTED LO SIENTA TAMBIÉN.
—¿SENTIR QUÉ? ¡EXPLÍQUESE! —transmitió Rubashov, sentándose en la cama.
El número 402 pareció pensarlo otra vez; después de un momento dijo:
—ESTA NOCHE VAN A LIQUIDAR ALGUNAS DIFERENCIAS POLÍTICAS.
Rubashov entendió, y se apoyó contra la pared, esperando oír más, pero el número 402 no continuó. Al cabo de algún tiempo preguntó:
—¿EJECUCIONES?
—Sí —contestó lacónicamente el número 402.
—¿CÓMO LO SABE USTED? —preguntó Rubashov con interés.
—ME LO HA DICHO LABIO LEPORINO.
—¿A QUÉ HORA SERÁ?
—NO LO SÉ —y después de una pausa—: PRONTO.
—¿SABE LOS NOMBRES?
—NO —contestó el número 402, y después de otra pausa agregó—: DE SU CLASE. DIVERGENCIAS POLÍTICAS.
Rubashov se dejó caer bruscamente y esperó. Luego de un momento se puso los lentes y colocó un brazo bajo la nuca. Nada se oía de afuera. Cada uno de los movimientos y ruidos en el edificio le llegaba embotado y helado en la oscuridad.
Rubashov no había sido nunca testigo de una ejecución, exceptuando una que estuvo a punto de ser la suya; pero eso había sido durante la guerra civil. No se podía imaginar bien que la misma cosa sucediese en circunstancias normales, formando parte de la rutina diaria. Sabía vagamente que las ejecuciones se llevaban a cabo de noche, en las celdas, y que mataban al condenado de un balazo en la nuca, pero desconocía los detalles. En el seno del Partido la muerte no constituía ningún misterio, ni tenía aspecto romántico, sino que era una consecuencia lógica, un factor con el que había que contar, y que más bien tenía un carácter abstracto. No se hablaba con frecuencia de la muerte, ni se empleaba la palabra "ejecución", siendo la expresión acostumbrada "liquidación física". Y estas palabras, "liquidación física", no evocaban tampoco más que una idea concreta: la cesación de la actividad política. El acto de morir, en sí mismo, no era más que un detalle técnico que no presentaba interés; la muerte, como factor de una ecuación lógica, había perdido todas sus características corporales.