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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (38 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Apartó su ropa sucia y, con cierto cargo de conciencia, la dejó en el suelo para que se la lavasen. Después, entreabrió la puerta y aguzó el oído. No se oían voces en la cocina. La casa parecía desierta.

Se dio una ducha, se vistió y bajó la escalera. Por todas partes se oía el sordo zumbido del aire acondicionado. Había sobre la mesa una botella de vino empezada. Se sirvió una copa y se sentó en la sala de estar. Desde la calle le llegó el parloteo de los vigilantes. Las cortinas estaban echadas. Paladeó el vino mientras se preguntaba qué habría sucedido desde que ella salió de Xai-Xai. ¿Quién habría encontrado el cuerpo de Umbi? ¿La habría relacionado alguien con lo acontecido? ¿Quiénes serían las personas que se habían ocultado entre las sombras?

Sintió que el pánico empezaba a hacer presa en ella ahora, cuando ya había descansado.
Un hombre que quería transmitirme cierta información en el mayor de los secretos resulta brutalmente asesinado
. La víctima podría haber sido Aron.

De repente, sintió náuseas y se precipitó a vomitar al cuarto de baño. Después, se derrumbó en el suelo del baño, como si un torbellino la obligase a descender. ¿No iría ya camino de la profunda laguna de negras aguas de Artur?

Permaneció sentada en el suelo sin preocuparse al ver una cucaracha que, presurosa, pasó ante ella para desaparecer por el agujero del azulejo que había tras las tomas de agua.

He de empezar a componer el rompecabezas. Hay varios indicios que debería ser capaz de interpretar. Procederé igual que con las vasijas antiguas, iré probando con paciencia de estalagmita.

La imagen a la que consiguió dar forma le resultó insoportable.

En primer lugar, Henrik descubre que tiene el virus del sida. Después se entera de que están llevándose a cabo experimentos inhumanos con seres humanos, con el fin de encontrar una vacuna o un remedio contra la enfermedad. Por si fuera poco, parece que está involucrado de algún modo en un chantaje al hijo de Christian Holloway, el cual termina quitándose la vida.

Probó a juntar las piezas de distintas maneras, dejando un hueco allí donde no encajaba ninguna de las piezas. Pero los fragmentos no se dejaban interpretar de forma definitiva.

Al cabo de un rato, examinó la imagen desde el lado opuesto.
No es lógico que un chantajista cuente con que su víctima se suicide. Lo que se pretende es que el dinero abonado garantice a la víctima que el silencio no se romperá.

Si Henrik no había contado con que el chantaje abocaría al suicidio a Steve Nichols, ¿cómo reaccionó al enterarse de su muerte? ¿Con resignación? ¿Con vergüenza y remordimiento?

Las piezas permanecían mudas. No le proporcionaban respuesta alguna.

Intentó avanzar un paso más. ¿No sería que Henrik había estado chantajeando a un chantajista? ¿Eran amigos él y Steve Nichols? ¿Supo Henrik a través de él de la actividad de Christian Holloway en África? ¿Sabría Steve Nichols lo que en realidad sucedía en Xai-Xai, disimulado tras el hermoso decorado de un caritativo trabajo altruista? Todo se detuvo cuando llegó al último eslabón de la cadena de pensamientos. ¿Sería la muerte de Umbi un indicio de algo que bien podía compararse con lo sucedido en la lejana provincia de Henan?

Estaba medio tumbada en el suelo del cuarto de baño, con la cabeza apoyada contra la taza del inodoro. El aire acondicionado se superponía a cualquier otro sonido. Pese a todo, supo enseguida que tenía a alguien detrás. Volvió rápidamente la cabeza.

Y allí estaba, observándola, Lars Håkansson.

–¿Te encuentras mal?

–No.

–Entonces, ¿qué demonios haces tumbada en el suelo del baño? Si me permites que te lo pregunte…

–Acabo de vomitar y no tenía fuerzas para levantarme.

Dicho esto, se puso de pie y cerró la puerta delante de sus narices. El corazón le latía desaforado a causa del miedo.

Cuando salió del cuarto de baño, lo encontró sentado con un vaso de cerveza en la mano.

–¿Estás mejor?

–Estoy bien. Supongo que habré comido algo que me ha sentado mal.

–Si llevases aquí dos semanas, te preguntaría si te duele la cabeza o si has tenido fiebre.

–No, no tengo malaria.

–Todavía no. Pero, si no recuerdo mal, no estás tomando ningún medio profiláctico, ¿no es cierto?

–Así es.

–¿Qué tal fue el viaje a Inhaca?

–¿Cómo sabes que he estado allí?

–Alguien te vio.

–¿Alguien que sabe quién soy?

–¡Exacto! Alguien que sabe quién eres.

–Me dediqué a comer, a dormir y a nadar. Y además, conocí a un hombre que pinta cuadros.

–¿De delfines? ¿De mujeres de grandes pechos bailando en corro? Es un hombre muy curioso que llegó un buen día a las costas de Inhaca; un destino fascinante el suyo.

–Me cayó bien. Tenía pintado un retrato de Henrik, de su rostro, en medio de otros muchos rostros.

–Bueno, los cuadros que yo he visto y en los que ha intentado plasmar el semblante de personas vivas no eran demasiado buenos. No puede decirse que sea un artista; en mi opinión, carece por completo de talento.

Louise se indignó ante el tono de su interlocutor.

–Ya. En fin, los he visto peores. Sobre todo, he visto a muchos artistas encumbrados más por sus pretensiones que por el talento del que, sin lugar a dudas, carecían.

–Por supuesto que mis apreciaciones sobre lo que es o no arte de calidad no pueden compararse con las de una arqueóloga profesional. Por mi condición de consejero del Ministerio de Sanidad del país, mis temas de discusión suelen ser otros bien distintos.

–¡Ajá! ¿Y de qué habláis?

–Pues del hecho de que no haya sábanas limpias, o simplemente sábanas, en las camas de los hospitales del país. Es lamentable. Y más lamentable aún es que, año tras año, libremos una cantidad de dinero destinada a la adquisición de sábanas, que, al igual que el dinero, desaparecen en los bolsillos sin fondo de funcionarios y políticos corruptos.

–¿Y por qué no elevas una protesta?

–Porque eso sólo conduciría a que yo perdiese mi puesto y fuese enviado a mi país. Tengo otras vías. Intento que les suban el sueldo a los funcionarios, pues el que tienen asignado es absurdamente bajo, para atenuar las circunstancias que los mueven a la corrupción.

–¿No son necesarias dos manos para que haya corrupción?

–Por supuesto que sí. Hay muchas manos deseosas de escarbar en los millones de las subvenciones. Tanto de donantes como de beneficiarios.

En ese momento, sonó el teléfono móvil de Håkansson, que respondió en portugués con suma parquedad.

–Lo siento, pero esta noche he de dejarte sola –le dijo al acabar–. Se celebra una recepción en la embajada alemana que requiere mi presencia. Alemania financia una gran parte de la sanidad en este país.

–Me las arreglaré, no te preocupes.

–No olvides cerrar bien la puerta. Lo más probable es que vuelva tarde.

–¿Por qué eres tan cínico? Te lo pregunto porque no te esfuerzas lo más mínimo por ocultarlo.

–El cinismo es un medio de defensa. La realidad se nos manifiesta a una luz algo más suave si la contemplamos a través de ese filtro. De lo contrario, no sería difícil perder el norte y dejar que todo se hundiese.

–¿Hacia qué fondo?

–Hacia un abismo sin fin. Muchas personas están convencidas de que el futuro del continente africano ya no tiene remedio. A quienes tengan la desgracia de nacer aquí sólo les espera una serie infinita de épocas tortuosas. ¿Quién se preocupa, en realidad, del futuro de este continente? Nadie salvo quienes tienen intereses concretos, ya sean los diamantes sudafricanos, el petróleo angoleño o los talentos futbolísticos nigerianos.

–¿Eso es lo que piensas?

–Sí y no. Sí en lo que respecta a la visión del continente. La gente no quiere saber nada de África, pues consideran que reina aquí un caos desmedido. Y no porque, sencillamente, no es posible colocar a todo un continente en el rincón de la vergüenza. En el mejor de los casos, podemos mantener la cabeza del coloso por encima del nivel del agua con las ayudas humanitarias y las subvenciones, hasta que ellos mismos encuentren los métodos para salir a flote. Si existe algún lugar del planeta en que la rueda deba descubrirse de nuevo, es éste. –Dicho esto, se levantó dispuesto a marcharse–. He de cambiarme. Pero me encantará continuar la conversación más tarde. ¿Has encontrado algo o a alguien que pueda ayudarte en tu búsqueda?

–Sí, no dejo de encontrar cosas nuevas.

Su anfitrión la observó pensativo, asintió y desapareció en dirección al piso superior. Louise oyó que estaba duchándose. Un cuarto de hora más tarde bajaba la escalera.

–Se me ocurre que tal vez haya hablado demasiado, ¿no? No creo que se me pueda calificar de cínico, aunque sí de sincero. No hay nada que turbe tanto a las personas como la sinceridad. Vivimos en la era de la mentira.

–Lo que tal vez signifique, a su vez, que la imagen de este continente no es la verdadera.

–Esperemos que tengas razón.

–Encontré dos correos electrónicos que Henrik había enviado desde tu ordenador. Aunque yo creo que uno de ellos lo escribiste tú mismo. ¿Por qué lo hiciste?

Lars Håkansson la observó en actitud de alerta.

–¿Por qué iba yo a falsificar un correo electrónico de Henrik?

–No lo sé. Para despistarme a mí.

–¿Y con qué objeto?

–No lo sé.

–Te equivocas. Si Henrik no estuviera muerto, te habría echado de mi casa.

–Sólo intento comprender.

–No hay nada que comprender. Te aseguro que no es mi estilo falsificar correos electrónicos de otras personas. En fin, mejor será que olvidemos este incidente.

Lars Håkansson fue a la cocina. Ella oyó un clic, después una puerta que se cerraba con llave. Håkansson regresó, salió de la casa y cerró la puerta principal. El coche arrancó, la verja se abrió y se cerró. Louise se había quedado sola. Subió al primer piso y se sentó al ordenador, pero no llegó a encenderlo. No tenía fuerzas.

La puerta del dormitorio de Lars Håkansson estaba entreabierta. Terminó de abrirla con el pie. Tenía la ropa revuelta y amontonada en el suelo. Ante la enorme cama había un televisor, una silla atestada de libros y periódicos, un escritorio con tintero y un gran espejo colgado en la pared. Se sentó en el borde de la cama e intentó ponerse en el lugar de Lucinda. Después, se levantó y se dirigió al escritorio. Recordaba haber visto uno igual en su niñez. Artur se lo había mostrado en una ocasión en que visitaron a unos parientes suyos muy ancianos, entre ellos un leñador que, cuando ella era muy pequeña, ya había cumplido los noventa. Podía evocar aquel escritorio con toda claridad. Tomó algunos de los libros que había sobre la silla. La mayor parte trataba de la sanidad en los países pobres. Tal vez hubiese sido injusta con Lars Håkansson. Tal vez fuese un hombre que trabajaba duramente por el continente, en lugar de un cínico observador.

Se fue a su habitación y se tumbó en la cama. Tan pronto como reuniese fuerzas, se prepararía algo de comer. El continente africano la hacía sentirse exhausta.

El rostro de Umbi no cesaba de surgir en su mente, como deslizándose a través de la oscuridad.

Se despertó con un respingo.

En el sueño, ella se encontraba en la residencia de ancianos donde vivía el nonagenario pariente de su padre, muy viejo, con los brazos trémulos, que se había convertido en un despojo humano tras una larga y dura vida como leñador.

Ahora lo veía todo claro. Tenía seis o siete años.

El escritorio estaba contra una de las paredes de la habitación de aquel anciano. Sobre él descansaba una fotografía en blanco y negro de personas que pertenecían a una época muy distinta. Podría tratarse de los padres del anciano.

Artur abrió la tapa del escritorio y extrajo uno de los cajones que había en el interior. Después, le dio la vuelta y le mostró un compartimento oculto, un cajón que se abría en sentido contrario, desde la parte posterior.

Se levantó y volvió al dormitorio de Lars Håkansson. Era el cajón superior de la izquierda. Lo sacó y le dio la vuelta. Nada. Se sintió avergonzada por haberse dejado engañar por el sueño. Pese a todo, sacó también el resto de los cajones.

El último tenía también un compartimento secreto, un cajón grande que contenía varios blocs de notas. Tomó el primero y lo hojeó. Era una agenda con anotaciones dispersas. En cierto modo, le recordó a las anotaciones de Henrik. Letras, indicaciones horarias, cruces, signos de admiración…

Hojeó la agenda hasta llegar al día en que ella misma aterrizó en Maputo. La página estaba totalmente en blanco, nada de horas ni de nombres. Avanzó hasta llegar al día anterior. Incrédula, clavó la mirada en lo que halló escrito: una ele y, después, dos equis. Aquello no podía significar más que una cosa, que ella había estado en Xai-Xai. Pero ¿cómo había sabido él de su viaje a esta ciudad?

Retrocedió unas cuantas páginas y leyó otra anotación: «CH Maputo». Aquello podía significar que Christian Holloway había estado en Maputo. Pero Lars Håkansson le había dicho que no conocía a Holloway.

Dejó el bloc y cerró el cajón. Los vigilantes guardaban silencio en la calle. Comenzó a pasear por la casa y comprobó que las puertas y las ventanas estaban cerradas con llave y las rejas estaban echadas.

Había, detrás de la cocina, una pequeña habitación en la que se ponía a secar la ropa antes de plancharla. Tanteó la ventana, y vio que estaba medio abierta. Tampoco la reja estaba cerrada. La colocó en su lugar. Y reconoció el ruido. Volvió a abrirla. De nuevo el mismo ruido. Al principio, no supo decir por qué le resultaba familiar. Después, cayó en la cuenta. Lars Håkansson había entrado en la cocina segundos antes de marcharse. Sí, y entonces ella había oído ese mismo ruido, como un clic.

«Me dijo que lo cerrase todo», recordó. «Pero lo último que hizo fue dejar abierta una ventana. De modo que alguien pueda entrar…» Sintió un pánico instantáneo. ¿No estaría tan excitada que no sabía ya distinguir entre lo que era realidad objetiva y lo que eran imaginaciones suyas? Aunque cabía la posibilidad de que ella interpretase cuanto sucedía a su alrededor de un modo erróneo y exagerado, no se atrevió a permanecer allí. Encendió todas las luces de la casa y reunió su ropa. Las manos le temblaban cuando abrió todas las cerraduras de la puerta de entrada. Era como si escapase de una prisión con las llaves del vigilante. Casualmente éste dormía cuando ella salió. El hombre se despertó sobresaltado y le ayudó a colocar el equipaje en el maletero.

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