El cerebro de Kennedy (33 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Cuando detuvo el vehículo, le pareció que la escena del día anterior se repetía bajo la calima. El calor reverberaba. El perro negro jadeaba bajo el mismo árbol y no se veía un alma. Una bolsa de plástico solitaria revoloteaba por la arena. Louise estaba sentada ante el volante y, mientras se abanicaba con la mano, notó que la ira se había disipado para dar paso a una honda resignación.

La noche anterior había soñado con Aron. Fue una terrible pesadilla. Ella estaba en una de sus excavaciones de algún lugar de la Argólida. Habían extraído un esqueleto y, de repente, supo que lo que habían encontrado eran los huesos de Aron. Desesperada, intentó zafarse del sueño, pero éste la retenía y la hundía. Sólo logró despertar cuando sintió que se ahogaba.

Un hombre blanco vestido con ropa clara salió de un edificio y entró en otro. Louise continuó dándose aire mientras lo seguía con la mirada. Después, bajó del coche y entró en el mismo edificio en el que había estado el día anterior. El perro negro no la perdía de vista.

En el umbral, aguardó inmóvil hasta que sus ojos se habituaron a la escasa luz. El hedor era más intenso que el día anterior y empezó a respirar por la boca para evitar las náuseas.

La camilla estaba vacía. El hombre había desaparecido. ¿Se habría confundido? La víspera había visto a su lado a una mujer cubierta por un tejido de
batik
con un estampado de flamencos. Ella sí estaba. No, Louise no se había confundido. Empezó a buscarlo por la sala, moviéndose con sumo cuidado para no pisar ninguno de los escuálidos cuerpos. El hombre no estaba allí. Volvió a la camilla vacía. ¿Lo habrían trasladado? ¿Habría muerto? Algo en su interior se resistía a creerlo. La muerte podía sobrevenir con rapidez en el caso de los enfermos de sida, pero, aun así, no podía ser.

A punto de abandonar la sala, experimentó la sensación de que alguien la observaba. Los cuerpos yacían como una abultada capa de tierra sobre la que brazos y piernas se movían despacio. Muchos de los enfermos se habían cubierto la cabeza con mantas y sábanas, como si quisieran que su desgracia sólo fuese visible para ellos mismos. Louise echó una ojeada a su alrededor. En efecto, alguien la observaba. En un rincón de la sala descubrió a un hombre sentado en el suelo y con la espalda apoyada contra una de las paredes de piedra. El hombre la miraba. Ella se acercó con cautela. Era joven, de la edad de Henrik. Estaba en los huesos, tenía el rostro cubierto de heridas y le faltaba el cabello en algunas zonas de la cabeza. Sus ojos la observaban sin pestañear. Con un vago movimiento de la mano, le indicó que se acercase.

–Moisés no está.

Su inglés tenía acento sudafricano, estaba segura, había oído hablar a los pasajeros de ese país durante el trayecto en autobús desde el aeropuerto hasta el hotel. Louise se arrodilló para oír mejor su débil voz.

–¿Dónde está? –preguntó.

–En la tierra.

–¿Está muerto?

El joven le agarró la muñeca. Su mano era como la de una niña. Los dedos, finísimos, carecían de fuerza.

–Se lo llevaron.

–¿Qué quieres decir?

Él acercó su rostro al de ella.

–Tú lo mataste. Él intentó pedirte ayuda.

–No llegué a comprender lo que me decía.

–Le pusieron una inyección y se lo llevaron. Cuando llegaron, Moisés estaba dormido.

–¿Qué pasó?

–No puedo hablar aquí dentro. Nos verán. Y me llevarán como se lo llevaron a él. ¿Dónde vives?

–En el hotel que hay en la playa.

–Si me veo capaz, iré a verte. Ahora, márchate.

El hombre se tumbó y se enroscó bajo la sábana.
El mismo miedo. Él también se esconde
. Atravesó la sala y, al salir, sintió la luz del sol como una bofetada en la cara. Fue a cobijarse a la sombra que proyectaba la fachada.

Recordó lo que Lucinda le había comentado: en los países cálidos, la gente no sólo compartía fraternalmente el agua sino también la sombra.

¿Habría comprendido bien lo que le había dicho el hombre en la oscuridad? ¿Podría salir de allí para ir a verla? ¿Cómo iba a llegar hasta la playa?

Estaba a punto de volver a entrar cuando divisó a alguien a la sombra del árbol bajo el que ella había aparcado el coche. Era un hombre de unos sesenta años, tal vez mayor. Cuando ella se le acercó, él le sonrió, avanzó hacia ella y le tendió la mano.

Enseguida supo quién era. Su inglés era suave. El acento americano había desaparecido casi por completo.

–Soy Christian Holloway. Tengo entendido que eres la madre de Henrik Cantor y que tu hijo ha muerto, por desgracia.

Louise quedó desconcertada. ¿Quién le habría revelado aquel dato?

Él notó su sorpresa.

–Las noticias, en especial las malas, se difunden con gran rapidez. Pero ¿qué ocurrió?

–Fue asesinado.

–¿Cómo es posible? ¿Quién querría hacerle daño a un joven que sueña con un mundo mejor?

–Eso es lo que estoy intentando averiguar.

Christian Holloway le rozó el brazo.

–Vayamos a mi despacho. Allí hace más fresco que aquí fuera.

Cruzaron la explanada de arena en dirección a un edificio blanco que se alzaba apartado de los demás. El perro negro seguía cauto sus pasos.

–Cuando yo era niño, pasaba las vacaciones de invierno en casa de un tío materno que vivía en Alaska. Mi padre, hombre muy previsor, me enviaba allí para curtirme. Toda mi niñez consistió en un largo proceso de endurecimiento. El aprendizaje, el conocimiento, sólo servían para hacer de mi piel «una coraza», como mi padre lo llamaba. En el lugar donde vivía mi tío, el que se dedicaba a la perforación de pozos petrolíferos, hacía un frío insoportable. Y el que yo me acostumbrase a un frío tan intenso me preparó mejor para soportar también las altas temperaturas.

La casa en la que entraron constaba de una única habitación muy amplia, construida como las chozas circulares africanas destinadas a los jefes. Christian Holloway se quitó los zapatos en el umbral, como si estuviese accediendo a un lugar sagrado, pero negó con un gesto cuando vio que Louise se agachaba con la intención de desatarse los zapatos para imitarlo.

Ella inspeccionó la habitación, registrando cada detalle, como si estuviese visitando una cámara funeraria recién excavada en la que la realidad hubiese permanecido intacta durante miles de años.

La sala estaba amueblada según lo que ella supuso que sería una especie de estilo colonial clásico. En un rincón había un escritorio sobre el que descansaban dos pantallas de ordenador. Una alfombra antigua, persa o afgana, muy costosa, cubría el suelo de piedra.

Su mirada se detuvo sobre una pared de la que colgaba un cuadro de una Virgen. Observó enseguida que se trataba de una pieza muy antigua, probablemente de los primeros años de la pintura bizantina. Una obra demasiado preciosa como para adornar la pared de una casa particular en un lugar cualquiera de África.

Christian Holloway seguía su mirada.

–La Virgen con el Niño. Son para mí compañeros constantes. Las religiones siempre han imitado la vida, lo divino siempre parte de lo humano. Podemos encontrar un niño hermoso en medio del más mísero suburbio de las afueras de Dacca o de Medellín, un genio de las matemáticas puede tener su cuna en Harlem, ser hijo o hija de un consumidor de crack. La idea de que Mozart fuese enterrado en una fosa común en las inmediaciones de Viena es, en el fondo, conmovedora, alentadora incluso. Todo es posible. Los tibetanos nos enseñan que todas las religiones deben colocar a sus dioses entre nosotros, pues ahí debemos buscarlos. Del ser humano hemos de recibir la inspiración divina.

Mientras hablaba, el hombre no la perdía de vista. Tenía los ojos azules, claros, fríos. La invitó a sentarse. Una puerta se abrió silenciosa y dio paso a un africano vestido de blanco que traía una bandeja con el servicio de té.

La puerta volvió a cerrarse. Fue como si una sombra blanca hubiese pasado por allí.

–Henrik se ganó enseguida el afecto de todos –comentó Christian Holloway–. Era muy despierto y logró superar el rechazo que sienten todas las personas jóvenes y sanas cuando se codean con la muerte. A nadie le gusta que le recuerden aquello que nos espera a la vuelta de una esquina, más cerca de lo que creemos. La vida es un viaje abrumadoramente corto; tan sólo se nos antoja interminable en nuestra juventud. Pero Henrik se habituó. Y, de repente, se esfumó. Jamás supimos por qué se había marchado.

–Lo encontré muerto en su apartamento. Tenía puesto el pijama. Por eso supe que había sido asesinado.

–¿Por un pijama?

–Él siempre dormía desnudo.

Christian Holloway asintió reflexivo, sin dejar de observarla. Louise tuvo la sensación de que el hombre mantenía un diálogo constante consigo mismo acerca de lo que veía y oía.

–Jamás me habría imaginado que un joven tan especial, con tanta fuerza vital en su interior, acabaría sus días prematuramente.

–La fuerza siempre es vital, ¿no?

–No. No son pocas las personas que llevan cargas muertas, energía inútil que lastra sus vidas.

Louise decidió que no se andaría con rodeos.

–Algún suceso que él presenció aquí cambió su vida.

–Todos los que vienen aquí se ven afectados, quieran o no. La mayoría quedan conmocionados: algunos huyen, pero otros sacan fuerzas de flaqueza y se quedan.

–No creo que el cambio lo provocasen los enfermos y los moribundos.

–¿Y qué había de ser, si no? Aquí nos ocupamos de personas que, de lo contrario, morirían solas en chozas destartaladas, en las veredas de los caminos o en medio de los árboles. Los animales empezarían a roer sus cuerpos antes de que hubiesen muerto del todo.

–No, fue otra cosa.

–No es posible comprender del todo a un ser humano, ya sea a uno mismo o a otra persona. Y eso, sin duda, también puede aplicarse a Henrik. El interior de una persona es un paisaje que recuerda el aspecto de este continente hace ciento cincuenta años. Tan sólo algunas zonas de la costa y de los ríos habían sido exploradas; el resto no eran más que manchas blancas en las que se creía que se alzaban ciudades de oro habitadas por seres bicéfalos.

–Yo sé que sucedió algo. Pero ignoro el qué.

–Aquí siempre ocurre algo. Unos vienen mientras otros son enterrados; disponemos de un cementerio y de sacerdotes que ofician los entierros. Los perros no se acercan a mordisquear a los muertos antes de que hayamos inhumado sus cuerpos.

–Ayer hablé con un hombre que ya no está. Supongo que murió anoche.

–Por alguna razón, la mayoría de ellos mueren al alba. Como si quisieran que la luz los guiase cuando se van.

–¿Viste a Henrik a menudo durante el tiempo que estuvo aquí?

–Nunca veo a la gente muy a menudo. Dos veces, quizá tres. No más.

–¿De qué hablasteis?

–Puesto que, con el transcurso de los años, he aprendido a distinguir entre lo que merece la pena recordar y lo que no, rara vez recuerdo lo que se ha dicho. La gente suele ser aburrida y poco interesante. No creo que llegásemos a hablar de nada importante. Cruzamos unas palabras sobre el calor, o sobre el agotamiento que a todos nos afecta.

–¿No hizo preguntas?

–A mí no. No parecía ese tipo de persona.

Louise meneó la cabeza.

–Henrik era la persona más curiosa y ávida de saber que he conocido jamás. Puedo afirmarlo, aunque sea su madre.

–Las preguntas que uno se plantea en este lugar se hallan en otro nivel, en una esfera interior. Cuando uno se ve permanentemente rodeado de muerte, las preguntas tratan del sentido de todas las cosas. Y se formulan en silencio, las más de las veces a uno mismo. Y uno se da cuenta de que la vida consiste en un ejercicio de voluntad de oposición, por más que, al final, las hormigas cazadoras terminen por hacerse con nuestro cuerpo.

–¿Hormigas cazadoras?

–Hace unos años pasé varios meses en una apartada aldea situada al noroeste de Zambia donde había habido una misión de frailes franciscanos que, a mediados de los cincuenta, dejaron el lugar para establecerse más al sur, entre Solwezi y Kitwe. Una pareja de Arkansas que pretendía construir un oasis espiritual, sin conexión con ninguna religión en particular, se quedó con lo que quedó de sus edificaciones. Allí supe de la existencia de las hormigas cazadoras. ¿Qué sabes tú sobre estos insectos?

–Nada.

–Sí, no hay mucha gente que los conozca. Siempre imaginamos que los depredadores son animales fuertes. Quizá no siempre de gran tamaño, pero desde luego tampoco tan pequeños como las hormigas. Una noche en que estaba solo con los vigilantes, me despertaron unos gritos en la oscuridad y oí que alguien aporreaba mi puerta. Salí y vi que los vigilantes llevaban antorchas con las que prendían fuego a la hierba. Yo iba descalzo y, de inmediato, sentí un dolor agudo en los pies. No tenía ni idea de a qué se debía. Los vigilantes gritaban que eran hormigas, ejércitos enteros de hormigas cazadoras en marcha. Devoran todo aquello que encuentran a su paso y no se las puede combatir. Pero si se prende fuego a la hierba, se las puede obligar a cambiar el rumbo de su marcha. Me puse las botas, fui a buscar la linterna y pude ver cómo pasaban ante mí aquellas pequeñas hormigas iracundas en formaciones perfectas. De repente se oyó desde el gallinero un cloqueo sobrecogedor. Los vigilantes intentaban agarrar a las gallinas para sacarlas de allí, pero ya era demasiado tarde, todo fue demasiado rápido. Las gallinas se defendían comiéndose a las hormigas, pero éstas, que seguían vivas, les devoraban las entrañas. Ni una sola gallina sobrevivió al ataque. Correteaban por todas partes, enloquecidas por el dolor que les causaban las hormigas al devorarlas por dentro. He pensado a menudo sobre ello. Las hormigas se defendían pese a que, así, se aseguraban su propia y tortuosa muerte.

–Puedo figurarme cómo debe de ser el que te muerdan cientos de hormigas.

–Me pregunto si de verdad uno es capaz de imaginárselo. Yo no. A uno de los vigilantes se le metió una en el oído, una sola. Y allí se quedó mordiéndole el tímpano. El vigilante gritaba desesperado hasta que le rocié el oído con whisky y maté a la hormiga. Una única hormiga de menos de medio centímetro de longitud.

–¿Hay hormigas cazadoras también en este país?

–Se las encuentra en todo el continente africano. Aparecen después de una fuerte tormenta, nunca en otro caso.

–Me cuesta comprender el símil de que la vida es como un estado en el que el cuerpo está lleno de hormigas.

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