–Sí, junto a la tumba. Está nevando y está completamente blanca.
–Me gustaría estar ahí ahora mismo. Espera, voy a entrar en la oficina de venta de billetes, ahí hay menos alboroto.
Louise oyó que el ruido disminuía hasta dar paso a voces aisladas que iban y venían.
–¿Me oyes mejor ahora?
Sentía la voz de Nazrin muy próxima, como si pudiese percibir su aliento en la oreja.
–Sí, ahora te oigo perfectamente.
–Te marchaste sin más. Me preguntaba adónde…
–He hecho un largo viaje que ha resultado impresionante, aterrador. Necesito verte. ¿Puedes venir al norte?
–¿Por qué no nos vemos hacia la mitad del camino? Mi hermano me ha prestado su coche mientras está en el extranjero. A mí me gusta conducir.
Louise recordó que ella y Artur se habían detenido en Järvsö en el transcurso de un viaje a Estocolmo. ¿Sería aquello la mitad del camino? Sin estar segura, le propuso que se encontrasen allí.
–No sé dónde está Järvsö, pero ya lo encontraré. Estaré allí mañana. Podemos vemos en la iglesia a eso de las dos, ¿te parece bien?
–¿Y por qué precisamente en la iglesia?
–¿No crees que habrá una iglesia en Järvsö? ¿Se te ocurre otro sitio mejor? Todo el mundo sabe dónde está la iglesia, así que será fácil de encontrar.
Concluida la conversación, Louise entró en la iglesia de Sveg. Recordaba haber estado allí de niña, ella sola, para ver el gran retablo del altar, mientras se imaginaba a los soldados romanos saliendo del lienzo para capturarla. Ella lo llamaba juegos de miedo; y en la iglesia se dedicaba a jugar con su propio miedo.
Al día siguiente, Louise partió muy temprano. Había dejado de nevar, pero las carreteras podían estar heladas y resbaladizas, de modo que no quiso arriesgarse a salir con el tiempo justo. Artur la vio marcharse desde el jardín, con el torso desnudo, pese a que estaban a varios grados bajo cero.
A la hora acordada, se encontraron en la iglesia, que se hallaba en una isla del lago Ljusnan. Nazrin apareció en un lujoso Mercedes. La capa de nubes había desaparecido y lucía el sol: el precipitado invierno había dado un paso atrás y volvía a ser otoño.
Louise le preguntó si tenía prisa por volver.
–Puedo quedarme hasta mañana.
–Hay un célebre hotel antiguo llamado Järvsöbaden. No creo que sea temporada alta, desde luego.
Les dieron sendas habitaciones en uno de los anexos. Louise le preguntó a Nazrin si quería dar un paseo, pero ella negó con un gesto. Aún no. Lo que quería era sentarse a hablar. Y eso hicieron, en uno de los salones del hotel. Un viejo reloj de pared dejaba oír su tictac desde un rincón. Nazrin se toqueteaba ausente un granito que tenía en la mejilla. Louise resolvió ir directa al grano.
–Esto no me resulta fácil, pero no me queda otro remedio. Henrik tenía el virus del sida. Desde que me enteré, me he atormentado pensando en ti.
Louise había estado cavilando sobre cómo recibiría Nazrin la noticia. ¿Cómo habría reaccionado ella misma? Pero lo que no se esperaba, desde luego, era la reacción que de hecho tuvo.
–Lo sé.
–¿Te lo dijo él mismo?
–No, nunca me dijo nada. No lo he sabido hasta después de su muerte. –Nazrin abrió el bolso y sacó una carta–. Léela.
–¿Qué es?
–Tú léela.
Era una carta de Henrik. Muy breve. En ella le contaba cómo había descubierto que era VIH positivo y que esperaba no haberle transmitido la enfermedad.
–Me llegó hace unas semanas. Desde Barcelona. Alguien debió de echarla al correo cuando Henrik murió. Lo más seguro es que él mismo lo hubiese dispuesto así. Siempre andaba hablando de lo que pasaría «si ocurría algo». A mí me parecía un tanto dramático. Pero ahora lo entiendo, cuando ya es demasiado tarde.
Blanca debía de tener la carta cuando Louise y Aron estuvieron allí. Él le había dado instrucciones a la joven:
«Envíala sólo si muero»
.
–En realidad, nunca tuve ningún temor. Siempre tomábamos precauciones. Y me he hecho análisis, pero nada.
–¿Tienes idea de lo preocupada que yo estaba por esta conversación?
–Yo sé que Henrik jamás me habría puesto en peligro.
–De todos modos, ¿y si él no hubiera sabido que tenía el virus?
–Ya, pero lo sabía.
–Y aun así, no te dijo nada.
–Quizá tuviese miedo de que yo lo dejara. Y tal vez lo hubiese hecho. Es una pregunta a la que no puedo contestar.
En ese momento, entró una mujer que les preguntó si querían cenar. Las dos asintieron y le dieron las gracias. De repente, Nazrin sintió deseos de salir y las dos fueron a dar un paseo por la orilla del río.
Louise le refirió su largo viaje a África y todo lo que le había sucedido allí. Nazrin no le hizo muchas preguntas. Treparon por la loma de una colina para contemplar el panorama.
–Aún no puedo creérmelo –aseguró la joven–. El que a Henrik lo hayan asesinado porque sabía algo. Ni que Aron haya desaparecido por la misma razón.
–No te pido que me creas. Lo único que te pido es que me digas si esa posibilidad te trae a la memoria algún recuerdo. Algo que Henrik dijera o hiciera. Algún nombre que te resulte familiar, que hayas oído en alguna ocasión anterior.
–Nada.
Continuaron conversando hasta bien entrada la noche. Cuando Louise se marchó al día siguiente, Nazrin aún dormía. Le dejó un mensaje, pagó la habitación de ambas y puso rumbo al norte a través de los bosques.
Durante las siguientes semanas se vio rodeada de la calma y la espera propias del final del otoño y de los primeros días de invierno. Algunas mañanas se quedaba durmiendo hasta tarde y terminó de redactar el informe que debía remitir a la universidad sobre las excavaciones de la temporada. Habló con sus amigos y colegas. Todos se mostraron comprensivos y le aseguraron que su vuelta sería bien recibida cuando se hubiese recuperado. Pero ella sabía que el dolor no pasaría, sino que seguiría creciendo en su interior.
De vez en cuando, visitaba al solitario policía en su destartalada oficina. Pero el hombre nunca tenía noticias sobre Aron. No habían podido dar con su rastro, pese a que habían dado la orden de búsqueda por todo el mundo. Había desaparecido, como tantas otras veces, sin dejar el menor rastro.
Durante aquellos meses, Louise pensó mucho en su futuro, que aún no existía. Ella seguía en pie, pero se notaba a punto de derrumbarse en cualquier momento. El futuro estaba en blanco, como una superficie vacía. Daba largos paseos por el viejo puente del ferrocarril y regresaba cruzando el puente nuevo. Había días en que se levantaba temprano, se echaba a la espalda una de las viejas mochilas de Artur y se perdía en el bosque para no regresar hasta el anochecer.
En ese tiempo se esforzó por reconciliarse con la circunstancia probable de no llegar a saber nunca por qué había muerto Henrik. Aún se empleaba a fondo para cambiar las piezas de lugar y buscar una conexión, pero cada vez con menos esperanzas. Y Artur siempre estaba allí, dispuesto a escuchar, dispuesto a ayudarle.
De vez en cuando, mantenían largas conversaciones nocturnas. La mayoría de las veces acerca de sucesos cotidianos, sobre el tiempo o sobre recuerdos de su niñez. En alguna rara ocasión, ella intentaba probar con él diversas hipótesis. ¿Pudo haber sucedido de aquel modo? Él la escuchaba, pero ella misma comprendía que no hacía más que adentrarse en callejones sin salida.
Una tarde, a primeros de diciembre, sonó el teléfono. El hombre que preguntaba por ella se llamaba Jan Lagergren. Louise llevaba muchos años sin oír su voz. Habían estudiado juntos en Upsala, pero con planes de futuro muy distintos. Durante un tiempo, hubo entre ellos un interés mutuo que, no obstante, no llegó a nada concreto. Louise sólo sabía de él que todas sus ambiciones se orientaban por completo a conseguir un cargo estatal que le permitiese un traslado al extranjero.
Louise pensó que, curiosamente, la voz no le había cambiado después de todos aquellos años.
–Verás, ha ocurrido algo inesperado. Recibí una carta de una de mis muchas tías que vive en Härjedalen. Entre otras cosas, me contó que te había visto un día en el cementerio de Sveg. No tengo ni idea de cómo sabe ella que te conozco. Y me dijo que habías perdido a tu hijo. Sólo llamaba para darte el pésame.
–Es extraño oírte después de tanto tiempo. La voz no te ha cambiado. Es igual que siempre.
–Pues te aseguro que todo ha cambiado. Me queda la voz y unos mechones de pelo. Por lo demás, nada es como era.
–Gracias por llamar. ¿Sabes?, Henrik era mi único hijo.
–¿Fue un accidente?
–Los forenses dicen que fue un suicidio. Y yo me niego a creerlo, aunque quizás me engañe a mí misma.
–No sé qué decir.
–Ya has hecho lo que podías hacer: llamarme. Pero, si tienes tiempo, espera un momento; llevamos veinticinco años sin hablar. ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Llegaste a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores?
–Casi. Ha habido periodos en los que he disfrutado de pasaporte diplomático. Y he sido enviado al extranjero, pero como funcionario de SIDA.
*
–Pues yo acabo de llegar de África. Concretamente, de Mozambique.
–Jamás he puesto un pie allí. Estuve un tiempo en Addis Abeba y después en Nairobi. En el primer caso como administrador de las subvenciones agrícolas y en el segundo como jefe de todas las ayudas al desarrollo en Kenya. Ahora soy jefe de sección y trabajo en Estocolmo, en las oficinas de la calle de Sveavägen. Y tú, ¿trabajas como arqueóloga?
–Así es, en Grecia. Oye, ¿tú has estado alguna vez en contacto, a través de SIDA, con un hombre llamado Lars Håkansson?
–Me lo he topado alguna que otra vez y hemos intercambiado unas palabras. Pero nuestros caminos jamás se han cruzado. ¿Por qué me lo preguntas?
–Trabaja en Maputo, para el Ministerio de Sanidad.
–Imagino que será una buena persona.
–Si quieres que te diga la verdad, a mí me pareció de lo más desagradable.
–En ese caso, ha sido una suerte que no te haya dicho que era un buen amigo.
–¿Puedo hacerte una pregunta? Me gustaría saber qué se dice de él, qué imagen tienen de él los demás. Necesito saberlo, porque él conocía a mi hijo. En realidad, me avergüenzo de pedirte este favor…
–Veré qué puedo averiguar sin mencionar, eso sí, a instancias de quién hago mis indagaciones.
–Y dime, por lo demás, ¿resultó tu vida como tú esperabas?
–En absoluto. Pero ¿acaso le ocurre eso a alguien? En fin, te llamaré cuando tenga algo que contarte.
Dos días más tarde, mientras Louise hojeaba uno de sus viejos manuales de arqueología, sonó el teléfono.
Cada vez que llamaban, deseaba que fuese Aron. Pero en esta ocasión era, una vez más, Jan Lagergren.
–Tus sospechas parecen justificadas. Pregunté a algunas personas capaces de distinguir entre la verdad y lo que no son más que habladurías malévolas y envidia. No puede decirse que Lars Håkansson tenga muchos amigos. Se le considera altivo y arrogante. Nadie duda de que sea bueno y cumplidor en su trabajo, pero no parece que tenga las manos limpias.
–¿Qué ha hecho?
–Según los rumores, ha utilizado la inmunidad diplomática para traficar e introducir en Suecia pieles de animales salvajes y de serpientes de especies protegidas por estar en vías de extinción. Para las personas sin escrúpulos, ese negocio genera beneficios considerables. Y tampoco resulta demasiado difícil. La piel de una pitón no pesa mucho. Según otras fuentes, en el currículum del señor Håkansson hay un asunto de compraventa ilegal de coches. Pero lo más importante es sin duda que posee una mansión en Sörmland que, con su sueldo, no podría permitirse. Se llama Herrhögs Herrgård
*
, lo que probablemente sea todo un acierto. Por lo que he oído, definiría a Lars Håkansson como un hombre competente pero frío y calculador que mira por sí mismo en todas y cada una de las situaciones imaginables. Aunque no creo que sea el único en el mundo con esas características…
–¿Pudiste averiguar algo más?
–¿No crees que es suficiente? Parece indiscutible que Lars Håkansson es un pez malintencionado que nada en aguas bastante turbias. Pero es todo un artista. Nadie ha logrado desenmascararlo y hacerlo caer de la cuerda sobre la que hace equilibrio.
–¿Has oído hablar de alguien llamado Christian Holloway?
–¿Trabaja en SIDA?
–No, dirige una serie de aldeas para cuidar a los enfermos de sida.
–Vaya, eso suena muy encomiable. No recuerdo haber oído su nombre, la verdad.
–¿No surgió en ningún momento en relación con el de Lars Håkansson? Creo que, de algún modo, él trabajaba para ese hombre.
–Lo almacenaré en mi cerebro. Te prometo que te llamaré si consigo alguna información. Te voy a dejar mi número de teléfono. Ardo en deseos de saber el porqué de tu interés por Lars Håkansson.
Ella anotó el número en la portada del viejo manual.
Acababa de extraer del fondo de la reseca tierra africana otra pieza de cerámica.
Lars Håkansson, un ser frío y calculador dispuesto a prácticamente cualquier cosa
. Dejó la pieza entre las demás y sintió la infinita pesadez de su cansancio.
Cada día oscurecía más temprano, tanto fuera como dentro de ella. Sin embargo, a veces le volvían las fuerzas y lograba superar su abatimiento. Entonces solía sacar todas las piezas de su rompecabezas y ponerlas sobre la mesa con el fin de intentar, una vez más, interpretar los signos que podían convertirlas en la hermosa ánfora que fueron un día. Artur caminaba con paso mudo por la casa, con la pipa entre los dientes y, de vez en cuando, le servía una taza de café. Ella empezó a clasificar las piezas en dos ámbitos, uno periférico y otro central. África estaba en el centro del ánfora.
Había además un centro geográfico, que no era otro que la ciudad denominada Xai-Xai. Encontró en Internet datos sobre las grandes inundaciones que habían arrasado la ciudad hacía unos años. Las imágenes de una niña habían dado la vuelta al mundo. Se había hecho famosa porque había nacido en la copa de un árbol al que su madre había trepado para evitar ser arrastrada por la crecida.
Pero sus piezas no respiraban nueva vida. Eran oscuras y hablaban de muerte, del sida, del doctor Levansky y sus experimentos en el Congo Belga. Se le erizaba la piel cada vez que pensaba en los gritos de los monos mientras los seccionaban vivos.
Era una especie de gélida tenaza que siempre tenía cerca. ¿Le habría ocurrido lo mismo a Henrik? ¿Habría sentido el frío también él? ¿Se habría quitado la vida cuando la certeza de que a las personas les hacían lo mismo empezó a resultarle demasiado insoportable?