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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (28 page)

BOOK: El cebo
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—¿Sabes? —dije—. Lo recordé ayer. Aquello que no podía recordar. Lo que nos hicieron a mis padres, mi hermana y a mí. Lo que
me
hicieron.

Oksa: ve a por las niñas.

Me parecía que, con cada palabra que nacía de mi memoria, me acercaba un poco más a esa luz que era Arístides Mario Valle.

—Subí gateando a la habitación de Vera, que estaba dormida. La desperté como pude y la hice esconderse bajo la cama, pero Oksa nos encontró enseguida. Intenté defenderme, pero amenazó a Vera y supe que solo la salvaría si obedecía. Me dejé llevar. Oksana nos arrastró hasta el salón de la planta baja, y allí ataron y amordazaron a Vera, igual que a mis padres, pero cuando iban a atarme a mí, el... el hombre al que yo llamaba «Hombre Caballo» dijo que se le había ocurrido algo divertido. «Pareces fuerte,
devochka»,
dijo. Me llamaba así. «Vamos a ver si lo eres de verdad.» Y me ordenó que hiciera todo lo que ellos me dijeran. «Te reirás. O toserás. O ladrarás como un perro. O me darás un beso en la boca, a mí o a Oksa. O te bajarás las bragas y bailarás...» Si no me esforzaba en fingir bien, me dijo, golpearían por turno a alguien de mi familia...

Hice una pausa. Las lágrimas me brotaban como palabras, hirvientes, costosas.

—Lo intenté. Entré en el juego. Tenía doce años, pensaba que era lo único que podía hacer para ayudar a mis padres y a Vera... «Ahora te reirás,
devochka»,
ordenaba el hombre, y si yo no me reía como él quería, golpeaba a mamá. Me obligó a bailar. A cantar. «Se nota que finges», decía, y golpeaba a Vera en la cabeza. «Estás fingiendo. Hazlo otra vez.» Cuando a papá le falló el corazón y murió, mamá, pese a la mordaza, se puso a chillar, histérica. El hombre le colocó un cuchillo en la garganta y le dijo que se callara o la mataría. Yo le dije:
«!Mamá, finge también,
por favor, mamá!». Pero mamá gritaba sin parar, y el hombre la degolló... —Tras otra pausa, agregué—: Un vecino oyó jaleo y llamó a la policía. Eso nos salvó a Vera y a mí... A ellos los arrestaron días después. Creo que siguen en la cárcel, no lo sé. No me importa.

Sentí una mano sobre la mía como arrastrándome a la realidad. Abrí los ojos y allí estaban el mantel, las copas y los platos. Valle me miraba sin dejar de acariciarme. Cuando pensé que me dedicaría palabras compasivas, volvió a sorprenderme.

—Ese hombre tenía razón —dijo—. Fingías muy mal.

Un hormigueo me recorrió el cuerpo. Comprendí que era
eso
lo que necesitaba escuchar, lo que había estado esperando escuchar durante todos aquellos años.

—Nunca has querido fingir, Diana. Lo haces por el recuerdo de tus padres y tu hermana, pero eres una mala actriz. Lo tuyo no es el teatro. Ahora comprendo qué quieres de mí: quieres que te ayude a dejar de fingir. Quieres recuperar tu sinceridad.

Lloré de nuevo, pero esa vez me sentía mejor. No quisimos postre.

Lo estaba esperando, y sucedió por fin en la puerta, cuando el último de los camareros había terminado de inclinarse apartando la hoja de cristal para que saliéramos. La noche era fría, lloviznaba. Mario Valle se entretuvo más de lo debido poniéndose la chaqueta y percibí que por primera vez sus ojos se concedían un descanso y bajaban hacia mi camiseta, apretada sobre mis pechos sin sujetador —yo había decidido salir con el disfraz de Exhibición bajo la ropa: el fino tanga negro y los zapatos—, se detenían un instante y volvían a mirarme. Pero al contemplar su rostro y verlo enrojecer, supe que no era mi aspecto lo que más le perturbaba sino la «droga», el recuerdo de lo que yo le había provocado el último día con mis gestos.

—Me encantaría que nos viéramos otra vez —dijo.

—A mí también —reconocí—. Gracias por... todo.

Busqué su mejilla con los labios. El movió la cabeza en coincidencia y nuestras bocas se rozaron por azar. Sonreímos, incómodos, y de repente nos miramos y volvimos a besarnos. Cada beso que nos dábamos parecía nuevo, y el último fue como si no nos hubiésemos besado nunca.

De repente pensé que no podía quedarme un segundo más junto a él.

No podía permitirme ninguna debilidad. No todavía, mientras mi hermana siguiera en peligro.

El Espectador esperaba; yo tenía que seguir siendo actriz.

—Debo irme —dije, pero Valle me detuvo con un gesto.

—Diana... Sea lo que sea aquello que
estés haciendo,
por favor, cuídate.

Dejé a Valle preocupado y gozoso, moviendo la mano en la acera para despedirme, y me alejé hacia una parada de autobús. Llegué al portal de casa casi a las once de la noche, pero aún había gente caminando presurosa por las calles. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?» Miré alrededor, y pulsé el código de acceso. Desactivé las alarmas de mi apartamento, me desnudé hasta quedar en tanga y zapatos y reanudé la Exhibición. «Deséame. Finjo ser tuya. Ven a mí. Quiero
engañarte.»
Era lo que Gens me había recomendado: «Admite que eres un cebo, no te lo calles a ti misma, no intentes ocultarlo». Sin embargo, cuando acabé, dos horas después, me había desanimado. ¿Cómo iba a poder atraerlo así? Gens chocheaba.

Caí dormida enseguida, en contra de lo que esperaba. Pero no soñé con Mario Valle, ni con su beso, ni con aquella cena tan especial en la que había contado lo que nunca contaba a nadie y me habían dicho lo que jamás me decían. Tampoco con el Espectador. Soñé con todas las víctimas que había conocido, el público lleno de dolor para el cual trabajaba. Aquellos que aún reclamaban mi actuación.

Y cuando el teléfono me despertó a las 6.50 de la mañana del jueves, me preparé para la mala noticia.

—¿Diana...? —La voz de Miguel. Yo lo escuchaba desde la cama, a oscuras—. Quería... quería que lo supieras cuanto antes... —Rogué por que se tratara tan solo del hallazgo de Elisa Monasterio, pero incluso antes de oírlo supe que no se trataba de eso.

«Es
Vera
—pensé, con absoluta, horrenda certeza—.
La ha elegido a ella.»

20

La noche del miércoles, Vera Blanco repasaba sus labios frente al espejo del cuarto de baño cuando creyó escuchar algo.

—Stop
—dijo en voz alta, y la minigrabadora que repetía monótonamente los versos grabados por ella misma de
Bien está lo que bien acaba
se detuvo.

Escuchó. Nada. Había creído oír el sonido de una cerradura. Algún vecino quizá. Desde que Elisa faltaba, sus nervios saltaban como resortes ante los sucesos más banales. Recordó que, minutos antes, había sonado el teléfono y le había provocado otro sobresalto. No escuchó nada al contestar, y dedujo que se había tratado de una equivocación, pero eso no había impedido que se sintiera estúpidamente nerviosa.

No estaba acostumbrada a encontrarse sola en su casa, era eso lo que le ocurría.

Pese a todo, se asomó por la puerta abierta del baño. Era un gesto absurdo, ya que lo único que podía ver desde allí era el dormitorio, pequeño como el resto del apartamento. Sobre la cama sin hacer, en la que una semana antes había dormido junto a Elisa, estaban esparcidas prendas de disfraz: medias, guantes exóticos, pantalones de malla abiertos, tops transparentes. La luz de la mesilla estaba encendida, y más allá el pequeño salón también se hallaba iluminado. «Qué capulla eres», pensó. Meneó la cabeza sintiendo que sus juveniles mejillas ardían de vergüenza. Acababa de estudiar un artículo de König sobre la importancia del control de la emoción para anular la servidumbre del instinto de placer durante la técnica de Víctima, y ahora, ante el menor ruido, se dejaba llevar por la ansiedad. Una reacción de novata.

Con un suspiro de resignación ante su bochornosa falta de práctica, volvió a repasarse los labios de azul oscuro. Uñas de color verde, labios azules: lo artificioso incrementaba la posibilidad de que la máscara de Víctima saliera bien. Vestía un top hasta el inicio del vientre en un color naranja con reflejos y una malla desde la mitad de las caderas en azul celeste. Ambos colores habían sido escogidos por los ordenadores para facilitar el teatro de Víctima. Luego se cubriría con una cazadora de neolátex con múltiples hebillas para que el Holocausto resaltara por encima. Al inclinarse ante el espejo, el top la hacía parpadear con chispazos de luz reflejada.

Había sido idea suya sumar al disfraz de Holocausto los colores y formas de la Víctima, para que el conjunto fuese más atractivo. Olga Campos había aprobado aquella ocurrencia, lo cual la hacía sentirse orgullosa. Sin embargo, en ella era bastante natural: le encantaba combinar colores, llamar la atención vistiendo de manera exótica, incluso desde niña. Su tío Javier, el hermano de su padre, con quien Diana y ella habían vivido tras quedarse huérfanas, la había apodado «la gitana» debido a su gusto por adornarse con todo lo que encontraba en los baúles de la vieja casa zaragozana donde sus tíos vivían. La casa tenía un bonito jardín por el cual Vera solía pasear con Fantomas, el gato atigrado de su tío, fingiendo ser una princesa de algún planeta lejano. Intentó recordar qué había ocurrido con Fantomas, y cayó en la cuenta de que su tía —la única de su familia que aún alentaba en una residencia, Diana y ella la visitaban por Navidad— le había dicho que había muerto.

Cerró los labios y aprobó el resultado en el espejo. Luego miró el reloj de pulsera insertado en un grillete de cuero en su muñeca: 9.22 de la noche, tiempo de sobra. Cuando acabara con el maquillaje, vestiría ropas menos llamativas para no dañar su cobertura entre el vecindario, se trasladaría al Circo en metro y se prepararía en el cuarto de baño de la estación, donde escondería la mochila con la ropa «normal». Aún no sabía si tomaría alguna droga antes de recorrer el área de caza. Olga Campos no las prohibía ni las recomendaba, pero Elisa solía usarlas cuando...

El recuerdo de Elisa la paralizó un instante. Sus dedos temblaron sosteniendo la barra de labios. «No. Ahora no pienses en ella. Controla tu emoción.»

Pero no podía evitarlo. ¿Cómo evitar pensar en su mejor amiga? Había vivido con ella, estudiado con ella, gozado con ella. La había llevado incluso a la antigua casa de su pueblo durante una tarde inolvidable, dos años atrás, lo cual no había hecho con ninguna otra amiga. Era casi como invitarla a conocer su alma, porque el pueblo de Zaragoza donde Diana y ella habían vivido con sus tíos antes de que Diana fuese reclutada por Víctor Gens, era
su lugar,
no Madrid. En Madrid solo quedaba una infancia arrasada y un férreo deseo de justicia, primero por sus padres, y ahora por Elisa.

«Para que ese cabrón pague por lo que le esté
haciendo.
O le
haya hecho.»

«No pienses.»

Giró frente al espejo, estirándose el top y estudiando minuciosamente la altura del pantalón sobre la cadera, así como la forma en que la luz descubría su vientre blanco, con un
piercing
destellante en el ombligo.

Iba a joder a ese cerdo. Lo había jurado. Jamás volvería a hacerle daño a nadie.

Necesitaba un poco de sombra de ojos. Buscó el aplicador y escogió un color muy oscuro. Después de pensarlo, decidió no encender la grabadora de nuevo: ya había oído bastantes veces las mismas frases, y podía acudir a ellas cuando hiciera la máscara. La idea de grabar las frases de la obra relacionadas con la máscara que tocara realizar era de Elisa, y Vera recordó el día en que su amiga se la había contado y le había pedido su opinión. Elisa tenía una fuerte personalidad, pero cuando se dirigía a ella siempre aguardaba su asentimiento. No la presionaba, solo preguntaba y esperaba. Eso complacía mucho a Vera, y la propia Vera sabía que era debido a ser fílica de Petición. Sea como fuere, a diferencia de su hermana, Elisa siempre la tenía muy en cuenta.

Su hermana. Su universo. Su cielo e infierno privados. A veces pensaba que toda su vida se centraba en Diana. Hiciera lo que hiciese, no podía escapar de su inmensa influencia, para bien o para mal. ¿Por qué Diana no se daba cuenta de que ella estaba
entregada?
¿Cómo es que no veía que ella la
adoraba?
Precisamente por eso, por esa adoración ciega que le profesaba, Vera pensaba que habría sido capaz de
matarla
la semana anterior, cuando supo que Elisa había desaparecido y que la gran Diana, Diana la Cazadora, había influido para que a ella la dejaran fuera de juego. Aunque había llamado a su hermana para disculparse, Dios sabía que seguía hirviendo de rabia.

Acabó de aplicarse sombra en los párpados. Nada en su aspecto era definitivo, desde luego. En un cebo, el disfraz resultaba secundario. «Cómo actúes, y cómo
no
actúes: eso es lo que importa en una máscara», le había dicho Diana en cierta ocasión. A Dianita le había resultado muy duro que ella quisiera ser cebo también, pero, claro, había acabado cediendo. Recordaba el día en que su hermana se marchó a estudiar a un «colegio especial»: ella solo tenía diez años, y lloró mucho al quedarse sola con sus tíos. Cinco años después, le hicieron las mismas pruebas, y pudo enterarse de qué clase de «colegio» era aquel. Diana, ya profesional, presionó lo que pudo para impedirle seguir el mismo camino, pero solo consiguió que pusiera más voluntad en ello.

Acentuó las sombras mientras daba vueltas a sus pensamientos sobre Diana.

Desde luego, no era de extrañar que fuese una de los mejores cebos del mundo: Diana había
nacido
para llevar máscaras. Nunca sabías lo que pensaba realmente, ¡era tan astuta! «Es un dios para ti, te dejas influir demasiado por ella», le decía Elisa. Sabía que Elisa y Diana no habían hecho buenas migas, pero en este caso admitía que Elisa tenía razón. En su opinión, ni siquiera la inmensa experiencia de Claudia Cabildo podía compararse con la de su hermana.

Tanto más asombrada se había quedado cuando Diana le dijo que abandonaba.

«Y todo por vivir con un tío como Miguel Laredo», pensó, tensando la mandíbula. El
gigoló
de los teatros, el guaperas que había dejado la profesión para —
oh, por favor—
proteger su lindo cutis de las cicatrices. No es que a ella le importase lo que Laredo había hecho, y tampoco estaba celosa —como Elisa había insinuado venenosamente un día— de que su hermana se acostara con él; lo que no lograba concebir era que prefiriese
vivir
con aquel hombre antes que continuar en la brecha. ¿En eso consistía madurar, en preferir la vulgaridad, la cobardía? ¿En retirarse «a tiempo» antes de que alguien —
oh, por favor
— pudiese hacerte daño de verdad, como a Claudia Cabildo
(o como a Elisa, pero mejor no pienses)
Entonces, si tanto miedo tenías, ¿por qué aceptaste ser cebo? ¿Por qué dijiste que sí, hermanita? ¿No habría sido preferible dejar el hábito antes de hacer los votos? ¿A quién tienes realmente
miedo?
¿Al Espectador? Quizá su hermana debería haber pedido consejo a Elisa: «¿Qué se hace para ser como tú, Elisa, para salir al ruedo y atraer al toro en vez de meter la cabeza en un agujero como una cobarde de...».

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