El cebo (26 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: El cebo
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—Complicada.

El niño se limitó a ajustarse el cinturón de seguridad y mirar por la ventanilla. El hombre observaba de reojo su gorra de béisbol en dos tonos de azul y sus largas rastas castañas. El perfil del niño era muy semejante al de Jessie, su madre, que había sido muy hermosa: hasta el mismo
piercing
en los labios. El hombre se preguntó, no por primera vez, qué habría dicho Jessie de haber vivido lo suficiente para ver a la criatura que había procreado para él.

Le había costado mucho convencerla. Aparte de ser una de sus aventajadas alumnas de informática en Bruselas, Jessie era bailarina aficionada de ballet, y al principio rechazaba la sola idea de deformar su silueta con un embarazo. El hombre había fingido aceptar su decisión, pero días después había empacado las cosas de Jessie y le había dicho que, puesto que aquella relación no tenía futuro, se veía obligado a decirle adiós y echarla del apartamento que compartían. Ella era muy dependiente —él se había cuidado de elegirla así— y al final había cedido, entre lágrimas, reconciliaciones y una borrachera de champán y porros. «Tengamos un hijo, Juan, te daré un hijo, Juan...» A Jessie le encantaba emborracharse, y el hombre había aprovechado esa bendita costumbre a la hora de montar el supuesto accidente de coche que acabó con la vida de la joven madre exactamente dos meses y tres días después de parir a Pablo. Desde luego, ella no podía seguir viva, ya que lo de tener un hijo no había sido un capricho sino una necesidad perentoria. El niño era su defensa frente a las trampas: el hombre lo había calculado meticulosamente. Podía admitir la cárcel, y sabía que algún día acabaría en ella (también sabía que saldría), pero no podía pensar siquiera en la posibilidad de caer en una de
esas
trampas. Eso no. Cualquier cosa, excepto que una chica lo engañara.

Mientras conducía, para olvidar el banal incidente con Demi, se dedicó a hacer un repaso mental de todo lo que debía comprar cuanto antes. «Una nueva alfombra de pelo. Sacos de hule. Cuerda. Un par de linternas nuevas. Otro taladro. Anestésico. Borrador biológico. Cinta aislante.» En un momento dado movió la mano frente al sensor de sonido y estalló un techno-rap a todo volumen. Ni el niño ni él dieron muestras de estar escuchando la ensordecedora música. Lo más urgente eran los sacos de hule y la cuerda. Se quitó las gafas de sol, porque la noche caía deprisa y las oscuras nubes parecían descender sobre Madrid, y las guardó en el bolsillo superior de su chaqueta morada de Valentino. Le gustaba el color morado, y a Pablo también. Con otro vaivén apagó la música. Recordó de improviso una imagen curiosa: los pechos de un cadáver, un pezón endurecido y el otro hundido en la areola. Seguía sudando, a saber por qué.

—Papá —dijo el niño.

—Qué.

—¿No puedes dejar la música puesta un rato más?

—No.

El niño se encogió de hombros, metió la mano en su cazadora y sacó una consola portátil. Al tiempo que hacía girar el volante introduciendo el coche en una bocacalle, el hombre se distrajo contemplando uno de tantos anuncios referentes a la cercana fiesta de Halloween: una calabaza con la que una chica cubría sus genitales. Solo se veían las manos, el vientre, las curvas caderas. Había leído en algún sitio que Halloween era una fiesta muy antigua, pagana, orgiástica, deformada como tantas otras por la sociedad moderna. Hombres disfrazados con astas de ciervo, burlados por la diosa Diana. «Diosas y cornudos», pensó. Mientras lo pensaba, activó el teléfono del coche con un gesto. «Colegio. Director», dijo. Oyó dos tonos de llamada antes de escuchar la voz de la secretaria, y luego la del señor Brooke. La conversación fue breve, pero aun así el hombre tuvo tiempo de pensar en otras cosas mientras el director del colegio ejercitaba, ansioso, su castellano para padres influyentes.

—Desde luego, señor Leman, si ese es su deseo, nosotros estamos...

—Gracias.

—Debo hacerle notar, no obstante, que Demi es nueva, y aún no conoce...

El hombre seguía pensando en todo lo que le faltaba por hacer. Llamaría a Cristina para sugerirle otra cita. Haría que le enviaran un ramo de flores. La cita con Rebeca, la analista de sistemas que buscaba trabajar para su selecta compañía, era a las once de la mañana del jueves, es decir, al día siguiente. No había planeado almorzar con ella porque quizá vendría acompañada, y no le apetecía que nadie lo mirara a él mientras él miraba los ojos verdes de Rebeca. Además, esa mañana tenía que recoger el Mercedes del taller, donde lo había llevado el lunes para que arreglaran el arañazo en la carrocería que aquellos dos ladronzuelos habían...

Recordar eso fue un error. Sus nudillos emblanquecieron aferrando el volante.

—... es una buena profesora, aunque todavía está muy verde en relaciones...

—Comprendo, señor Brooke —cortó el hombre, impaciente—. Pero no voy a hablar más del asunto. Sencillamente, no quiero que esa chica vuelva a dar clases a mi hijo. De hecho, no quiero volver a verla. No quiero ni cruzármela por casualidad. Me da igual lo verde o amarilla que esté. Si la veo, señor Brooke, si tan solo vuelvo a verla, aunque sea de lejos y sonriendo, o incluso de espaldas, señor Brooke, si vuelvo a verla en su colegio, hablaré con su jefe, señor Brooke, y me llevaré a mi hijo. Pero antes hablaré con su jefe para que quede claro quién es el responsable... Usted elige.

—Por supuesto, señor Leman, por supuesto... Solamente quería...

—Usted elige, señor Brooke.

—Ya... Ya he elegido, señor Leman.

—Gracias, señor Brooke. Adiós, señor Brooke.

Cortó la comunicación mientras apretaba los dientes. Había mujeres que creían que todos los hombres eran masoquistas, se dijo. Él, desde luego, podía serlo hasta cierto punto. Recordó que existía una de
esas
cosas... (los nombres técnicos le inquietaban) ...una «filia» llamada de Leopold, relacionada con Sacher-Masoch y con su propia «filia», así como con la obra teatral
Las alegres comadres de Windsor
en que las mujeres se reían a mansalva de los hombres obligándolos a llevar astas de ciervo en la cabeza. Pensar que una mujer se riera de él le provocaba una erección, pero no lo atribuía a ninguna «filia» sino a un afán de sinceridad: cuando la mujer se burla del hombre está siendo sincera, opinaba. Él, a veces, las obligaba a reírse por el mismo motivo. Las hacía sentarse en un retrete y mirarle y reírse. De niño solía espiar a su madre en el cuarto de baño, y luego a las chicas que habían vivido con su padre, y siempre que lo descubrían se reían.
«¿Sabes lo que eres?»,
le increpaba su madre. Las mujeres eran expertas en burlas: las aprendían de niñas, las ensayaban de adolescentes y al llegar a una madurez de comadres ya no practicaban otra cosa.

Descubrió que había salido a la autopista, vio una desviación, la tomó y regresó a Madrid. Estaba seguro de que había pillado una gripe: seguía sudando profusamente.

—¿Puedes apagar la consola, por favor? —dijo—. Me pone nervioso ese ruido.

El niño la apagó pero no la guardó. El hombre añadió:

—Al llegar a casa, quiero que te duches antes que nada. Apestas a barro.

—Entonces, ¿vamos a casa? —preguntó el niño.

—Claro que vamos a casa. Solo estoy dando un rodeo.

—¿Podré ver holovídeos antes de ducharme?

—No.

—¿Y después? —Ya veremos.

Se dio cuenta de que no había encendido las luces de posición y lo hizo en ese instante. El coche las encendía automáticamente, pero el hombre había desconectado todos los mecanismos automáticos porque le molestaba que una máquina pensara por él. Además, de esa forma ahorraba dinero.

—¿Qué has dicho?

—«Vagina» —repitió el niño—. Naru dice que es igual que «coño».

El hombre rió, y se dio cuenta de que se le había pasado el mal humor.

—Dile a tu amigo hindú que, a diferencia de ti, no ha visto un coño de verdad en toda su vida... No, mejor no se lo digas. Es una broma.

—¿Lo de Naru es una mentira «laborada»?

—No. Solo es un error. Y es «mentira elaborada».

—Ya —aceptó el niño—. ¿Estamos eligiendo? —preguntó entonces desviando la cabeza para mirar por la ventanilla a un grupo de chicas que se reían en la acera.

—No. Estamos dando una vuelta, tan solo.

—¿No teníamos que ir esta noche a la otra casa?

—Sí, es decir, no. Iré yo solo.

El hombre se mordió el labio intentando capturar un pequeño pellejo. La pregunta del niño le había hecho recordar que, en efecto, tenía que ir a la casa de la sierra a sacar el cuerpo. El climatizador del segundo sótano lo conservaría un tiempo, pero no quería esperar. Aquella última fase se estaba volviendo cada vez más complicada, y el hecho de que a la chica le hubiese fallado el corazón durante la sesión de torno le había cogido por sorpresa: había confiado en mantenerla con vida por lo menos tres...

—Papá.

—Sí.

—¿Has oído lo que te pregunté?

—No —dijo el hombre.

Hubo una pausa, y cuando el niño hizo la pregunta el hombre no pudo saber si se trataba de la que él no había oído o de otra nueva.

—¿Sigo siendo tu ayudante, papá?

Sonrió levemente. Sabía el motivo de aquella duda. Llevaban desde la noche del domingo intentándolo sin resultados apreciables —él rechazaba a todas las que el niño escogía: por demasiado jóvenes, o demasiado bajitas o demasiado maduras—, y eso mermaba la confianza de su hijo, por mucho que él le explicase que la elegida tenía que gustarles a ambos. Ya había cedido en un par de ocasiones a los gustos infantiles de Pablo, incluso a sus caprichos, pero no podía seguir doblegándose.

Sin embargo, era preciso animarlo de algún modo, porque Pablo era su seguro de vida. Si el niño influía en la elección, él estaría a salvo de las trampas.

Y de súbito se sintió bastante mejor. Seguía sudando pero ya no pensaba que estuviese enfermo. Echó un vistazo a la hora en el tablero iluminado —las ocho y treinta y cinco de aquella noche de miércoles— y se dijo que por qué no, al fin y al cabo, necesitaban otra, así que por qué no probar otra vez. Quizá esa noche tuvieran suerte.

—Por supuesto que sigues siendo mi ayudante —dijo, girando en otra bocacalle—. El mejor que he tenido nunca. Y ¿sabes qué? He cambiado de opinión... Abre los ojos, ayudante, porque te aseguro que esta noche elegimos.

19

Cuando abrí los ojos solo había oscuridad.

Te llamas Eduardo. Ahora te reirás, devochka.

Entonces supe lo que me había despertado: el insistente sonido del teléfono.

Alargué la mano, una luz se encendió. Vi la silla de enea, reconocí mi dormitorio. Las sábanas estaban arrugadas a mis pies, como si me hubiese pasado la noche peleando. En el reloj digital era jueves, 6.50 de la mañana. Dije en voz alta: «Contestar».

Y me preparé para oír una mala noticia.

Más tarde recordé lo que había soñado aquella noche. Había visto a papá y mamá; a Vera, a sus cinco años; a Aída Domínguez, la última víctima conocida del Espectador; a Claudia Cabildo, la última víctima de Renard. Y a muchas más. Todos observándome con esa clase de mirada sin vida que dedicamos cuando, por azar, contemplamos a alguien desde un espejo, o como esas muñecas sucias y mutiladas que colgaba Renard junto a los cuerpos de las personas a las que asesinaba. Pensé que me exigían... ¿qué? No justicia, tampoco venganza. Quizá entrega. O ni siquiera: actuación.

Todas las víctimas de aquella guerra infinita clamando que actuara para ellas, que me cubriese con una máscara sin rasgos y accediese a interpretarles el olvido.

La mañana anterior, la del miércoles, un día después de mi conversación con Gens, la había pasado en la cama con mi
notebook
en el regazo, dedicada a revisar la máscara de Exhibición mientras tomaba sorbos de café. Gens había dicho que podía realizarla en casa mientras hacía mi «vida normal» durante uno o dos días, y yo seguiría sus instrucciones. Saldría, iría al supermercado y al gimnasio, vería algo de televisión.

Y dejaría la temida visita a la granja para el jueves.

La máscara de Exhibición había sido descubierta por el psicólogo franco-argelino Didier Kora, pero Gens creía hallar sus claves en esa sátira feroz de la guerra de Troya titulada
Troilo y Crésida,
que Shakespeare había llenado de guerreros pervertidos, alcahuetes vulgares y amantes infieles, donde el valor de la vida y la dignidad dependen de la opinión de otros. «El hombre aprecia más lo que aún no ha obtenido», dice Crésida, y los gestos de la máscara consistían, precisamente, en exhibir el cuerpo activando el inconsciente pero reprimiendo el deseo y la expresión, «como una joya e una vitrina: expuesta pero protegida», decía Gens.

Cuando estuve lista, puse manos a la obra. El disfraz de la máscara era sencillo y lo encontré enseguida: zapatos negros de tacón, un fino tanga negro. Me desnudé, me peiné el cabello recién lavado y lo até en una cola. Luego me coloqué el disfraz. Gens sugería que activáramos el inconsciente mediante un recuerdo, un suceso desagradable, traumático. Los cebos no carecíamos de tales experiencias, y en mi caso utilicé mi propia tragedia. Intenté concentrarme en lo que había recordado en casa de Gens el día anterior: lo que nos hicieron a mi familia y a mí Hombre Caballo, Oksana y la otra mujer. Luego cerré las cortinas del salón y encendí las lámparas, iluminando la pared vacía que necesitaba como escenario. Todo eso eran cosas típicas del teatro de la Exhibición.

Lo único que jamás había hecho era interpretar sin público.

Mientras me movía de cara a la pared, las piernas separadas, recitando a ratos pasajes del
Troilo
y dedicada a activar mi memoria manteniendo percepciones y emociones al mínimo, me preguntaba si aquello estaría sirviendo de algo. «¿Estás ahí? ¿Me sientes?», interrogaba al silencio. Imaginaba a mi
amor secreto,
a mi objetivo, a mi hijo de puta, sentado en la oscuridad, contemplando mis gestos, oyendo mi voz...

El teléfono sonó al cabo de media hora, interrumpiéndome. Me reproché no haberlo desconectado. Pero cuando el visor me informó que se trataba de mi hermana llamándome por un canal seguro, me alegré. No habíamos vuelto a hablar desde la pelea que habíamos tenido en casa una semana antes, y el solo hecho de que me llamara constituyó para mí un gran alivio. Detuve el ensayo jadeando, volví a colocarme el tanga que había deslizado por las piernas y acepté contestar imaginando que todo era posible: Vera me insultaría, lloraría, me pediría perdón. O quizá —temía pensarlo— se trataba de algo más serio. Pero fue eso lo primero que me dijo: aún no había ni rastro de Elisa.

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