El Castillo en el Aire (18 page)

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Authors: Diana Wynne Jones

Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras

BOOK: El Castillo en el Aire
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El soldado convino que Abdullah tenía razón.

—Es sólo que nos está retrasando —dijo—. Deberíamos llegar a Kingsbury y advertir al rey de que un demonio va por su hija. Los reyes dan grandes recompensas a cambio de ese tipo de información.

Estaba claro que, ahora que se había visto forzado a abandonar la idea de casarse con la princesa Valeria, el soldado buscaba otras maneras de hacer fortuna.

—Lo haremos, no temas —dijo Abdullah, y una vez más no mencionó la apuesta.

Tardaron casi todo el día en llegar a Kingsbury. La alfombra sobrevoló ríos y se deslizó del bosque a la floresta, aumentando la velocidad sólo si la tierra debajo estaba vacía. Cuando, al final de la tarde, alcanzaron la ciudad (un enorme conjunto de torres dentro de altos muros, al menos tres veces más altos que los de Zanzib), Abdullah le indicó a la alfombra que buscara una buena posada cerca del palacio del rey y que aterrizara donde nadie pudiera sospechar cómo habían viajado hasta allí.

La alfombra obedeció deslizándose sobre los grandiosos muros como una serpiente. Después, prosiguió por los tejados, siguiendo la forma de cada uno de ellos igual que un lenguado sigue el fondo del mar. Abdullah y el soldado, y también los gatos, miraban maravillados hacia abajo y los alrededores. Las calles, ya fuesen estrechas o amplias, estaban abarrotadas de gente con ricos vestidos y caros carruajes. Cada casa le parecía a Abdullah un palacio. Vio torres, domos, ricas esculturas, cúpulas doradas y plazas de mármol que el sultán de Zanzib habría estado encantado de llamar suyas. Las casas más pobres (si se podía llamar pobre a tanta riqueza) estaban exquisitamente decoradas con dibujos. En lo que respecta a las tiendas, la abundancia y la cantidad de la mercancía a la venta hizo que Abdullah se diera cuenta de que el Bazar de Zanzib era realmente humilde y de segunda fila. ¡No había duda de por qué el sultán estaba tan ansioso de una alianza con el príncipe de Ingary!

La posada que encontró la alfombra, cerca de los grandes edificios de mármol del centro de Kingsbury, había sido enyesada con elevados diseños frutales por todo un artista, y sus muros habían sido cubiertos después con pan de oro y los colores más brillantes. La alfombra aterrizó suavemente en el tejado inclinado de los establos de la posada, escondiéndoles astutamente junto a un capitel dorado coronado por una veleta refulgente. Se sentaron y contemplaron todo este esplendor mientras esperaban que el patio se quedase vacío. Había dos sirvientes abajo limpiando un rico carruaje y murmurando mientras trabajaban.

Casi toda su charla era relativa al dueño de la posada, un hombre que innegablemente amaba el dinero. Pero cuando terminaron de quejarse de lo poco que les pagaba, uno de ellos dijo:

—¿Alguna noticia del soldado estrangiano que robó a toda esa gente en el norte? Alguien me dijo que se dirigía hacia aquí.

A lo que el otro respondió:

—Seguro que se dirige hacia Kingsbury. Todos lo hacen. Pero están vigilando su llegada en las puertas de la ciudad. No irá muy lejos.

Los ojos del soldado se encontraron con los de Abdullah.

—¿Tienes algo para cambiarnos de ropa? —murmuró Abdullah.

El soldado asintió y buscó furibundamente en su morral. Hizo aparecer enseguida dos camisas de estilo campesino con bordados fruncidos en el pecho y la espalda. Abdullah se preguntó cómo las habría conseguido.

—¡Tendederos! —murmuró el soldado, sacando su cuchilla y un cepillo para la ropa. Allí, en el techo, se puso una de las camisas e hizo lo que pudo para cepillar sus pantalones sin hacer ruido. La parte más ruidosa fue cuando se afeitó sólo con una cuchilla. Los dos sirvientes miraron hacia el techo, donde sonaba un seco raspar.

—Debe ser un pájaro —dijo uno.

Abdullah se puso la segunda camisa encima de su chaqueta que, a estas alturas, parecía cualquier cosa menos la mejor de sus ropas. Tenía bastante calor así, pero no había forma de sacar el dinero escondido en la chaqueta sin que el soldado viese cuánto tenía. Se cepilló el pelo con el cepillo de la ropa, se alisó su mostacho (ahora sentía como si tuviese al menos doce pelos) y después, también con el cepillo de la ropa, alisó sus pantalones. Cuando terminó, el soldado le pasó a Abdullah la cuchilla de afeitar y se soltó silenciosamente la trenza que llevaba recogida.

—Un gran sacrificio, pero creo que uno sabio, amigo mío —murmuró Abdullah.

Cortó la trenza y la escondió en el capitel de oro. Fue una gran transformación. El soldado parecía ahora un próspero y melenudo granjero. Abdullah esperaba pasar por el hermano menor del granjero.

Mientras hacían esto, los dos sirvientes terminaron de limpiar el carruaje y lo empujaron hacia la cochera. Cuando pasaron bajo el techo donde estaba la alfombra, uno de ellos preguntó:

—¿Y qué piensas de la historia de que alguien está intentando raptar a la princesa?

—Bueno, ya que lo preguntas, creo que es verdad —contestó el otro—. Dicen que el mago real se arriesgó mucho para mandar el mensaje, pobre tipo, y es de los que no se arriesgan por nada.

Los ojos del soldado y Abdullah se encontraron de nuevo. La boca de aquel pronunció una buena maldición.

—No te preocupes —murmuró Abdullah—, hay otras maneras de conseguir una recompensa.

Esperaron hasta que los sirvientes volvieron a la posada. Después Abdullah le pidió a la alfombra que aterrizara en el patio y esta se deslizó obedientemente hacia abajo. Abdullah cogió la alfombra y envolvió con ella la botella del genio mientras el soldado cargaba su morral y ambos gatos. Fueron hacia la posada intentando parecer respetables y no llamar la atención.

Les recibió el dueño. Advertido por lo que habían dicho los sirvientes, Abdullah llevaba intencionalmente una moneda de oro entre sus dedos. El dueño la vio. Fijó tan atentamente una mirada inexpresiva en la moneda de oro que Abdullah dudó incluso de que hubiera visto sus caras. Abdullah fue extremadamente educado. Y también el dueño. Les mostró una espaciosa y agradable habitación en el segundo piso. Aceptó mandarles cena y proporcionarles baños.

—Y los gatos necesitarán... —comenzó el soldado.

Abdullah golpeó con fuerza el codo del soldado.

—Y eso será todo, oh, león entre los posaderos —dijo—. Aunque, oh, el más servicial de los anfitriones, si tus vigorosos y diligentes empleados pudieran proporcionarnos una cesta, un cojín y un plato de salmón, la poderosa bruja a la que llevaremos mañana el regalo de este par de excepcionales gatos sin duda te recompensará generosamente por ello.

—Veré qué puedo hacer, señor —dijo el dueño.

Abdullah le lanzó despreocupadamente la pieza de oro. El hombre hizo una larga reverencia y salió de la habitación caminando hacia atrás. Abdullah se sintió satisfecho de sí mismo.

—No hay necesidad de parecer tan petulante —dijo el soldado con enfado—. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora? Aquí soy un hombre perseguido por la ley y parece que el rey sabe lo del demonio.

Fue un sentimiento placentero para Abdullah descubrir que ahora era él el que estaba al mando de los acontecimientos y no el soldado.

—¡Ah! ¿Pero sabe el rey que hay un castillo lleno de princesas raptadas, flotando encima de sus cabezas, en espera de su hija? —dijo—. Estás olvidando, amigo mío, que el rey no ha tenido la oportunidad de hablar personalmente con el demonio. Deberíamos hacer uso de esa ventaja.

—¿Pero cómo? —exigió el soldado—. ¿Se te ocurre alguna manera de que el demonio no rapte a la niña? ¿O se te ocurre alguna manera para llegar al castillo?

—No, pero opino que un mago sabrá esas cosas —dijo Abdullah—. Creo que deberíamos repensar la idea que tuviste antes. En lugar de buscar a uno de los magos del rey y retorcerle el pescuezo, deberíamos preguntar cuál es el mejor mago que hay por aquí y pagarle por su ayuda.

—Está bien, pero eso lo tendrás que hacer tú —dijo el soldado—. Cualquier mago que valga la pena descubrirá a simple vista que soy estrangiano y llamará a los agentes antes de que pueda moverme.

El dueño en persona trajo la comida para los gatos. Se dio mucha prisa en traer un cuenco de leche, un salmón al que habían quitado cuidadosamente las espinas y un plato de chanquetes. Lo seguía su esposa, una mujer de ojos tan inexpresivos como los suyos que llevaba una suave cesta de juncos y un cojín bordado. Abdullah intentó no parecer presuntuoso de nuevo:

—Mil gracias, oh, los más ilustres posaderos —dijo—, le hablaré a la bruja de vuestro gran esmero.

—Muy bien, señor —dijo la posadera—. Aquí en Kingsbury sabemos cómo respetar a aquellos que usan la magia.

Abdullah fue de la petulancia a la mortificación. Tendría que haberse presentado él mismo como un mago. Calmó sus sentimientos diciendo:

—Espero que este cojín sea de plumas de pavo real. La bruja es de lo más particular.

—Sí, señor —dijo la posadera—, conozco todo eso.

El soldado tosió. Abdullah desistió. Dijo grandilocuentemente:

—Además de los gatos, a mi amigo y a mí se nos ha confiado un mensaje para un mago. Preferiríamos entregarlo al mago real, pero hemos escuchado rumores por el camino de que se ha encontrado con cierto infortunio.

—Así es —dijo el posadero apartando a su mujer con un empujón—. Uno de los magos reales ha desaparecido, señor, pero afortunadamente hay dos. Puedo dirigirle al otro, el mago real Suliman, si usted quiere, señor.

Miraba elocuentemente las manos de Abdullah.

Abdullah suspiró y le acercó su pieza más grande de plata. Pareció ser la cantidad correcta. El posadero le dio meticulosas indicaciones y cogió la moneda de plata, prometiendo que enseguida vendrían los baños y la cena. Los baños, cuando llegaron, estaban calientes, y la cena fue buena. Abdullah estaba encantado. Mientras el soldado se bañaba a sí mismo y a Mequetrefe, Abdullah pasó su caudal de la chaqueta a su cartera de seguridad, lo que le hizo sentir más tranquilo. El soldado debía de sentirse mejor también. Después de cenar se sentó con los pies sobre la mesa, fumando con su larga pipa de arcilla. Alegremente desató el cordón del cuello de la botella del genio y lo balanceó para que Mequetrefe jugara con él.

—No hay duda —dijo—. El dinero convence en esta ciudad. ¿Vas a hablar con el mago real esta noche? Desde mi punto de vista, cuanto antes lo hagas mejor.

Abdullah estuvo de acuerdo.

—Me pregunto cuál será su precio —dijo.

—Elevado —dijo el soldado—. A menos que puedas hacerle ver que le estás haciendo un favor contándole lo que te dijo el demonio. Al mismo tiempo —continuó pensativo, quitándole el cordón a Mequetrefe, que lo había enredado en sus patas— creo que no deberías hablarle del genio o de la alfombra si puedes evitarlo. Esos señores de la magia aman los objetos mágicos del mismo modo que el posadero ama el oro. Y no querrás que los exija como paga. ¿Por qué no los dejas aquí cuando te vayas? Yo los cuidaré.

Abdullah dudó. Parecía tener sentido. Aun así no se fiaba del soldado.

—Por cierto —dijo el soldado—, te debo una moneda de oro.

—¿Ah, sí? —dijo Abdullah—. ¡Esa es la noticia más sorprendente que escucho desde que Flor-en-la-noche me confundió con una mujer!

—Nuestra apuesta —continuó diciendo el soldado—. La alfombra trajo consigo al demonio y ese es un problema todavía mayor del que normalmente provoca el genio. Tú ganas. Aquí tienes.

Le lanzó una pieza de oro a Abdullah a través de la habitación.

Abdullah la cogió, la guardó y sonrió. El soldado era honesto, aunque a su manera. Inundado con los pensamientos de que pronto estaría tras el rastro de Flor-en-la-noche, Abdullah bajó alegremente las escaleras y allí la posadera le detuvo y le contó de nuevo cómo llegar a la casa del mago Suliman. Abdullah estaba tan contento que se marchó, casi sin remordimiento, con otra moneda menos de plata.

La casa no estaba lejos de la posada, pero se encontraba en el Barrio Viejo, lo que quería decir que el camino discurría principalmente a través de intrincados y pequeños callejones y recónditos patios. Anochecía y ya brillaban con fuerza un par de estrellas en el azul oscuro del cielo, sobre las cúpulas y las torres, pero Kingsbury estaba bien iluminada por grandes globos de luz que flotaban como Junas sobre su cabeza.

Abdullah los estaba mirando, preguntándose si serían artefactos mágicos, cuando percibió una sombra negra de cuatro patas que se escabullía en los tejados junto a él. Podría haber sido cualquier gato negro cazando entre las tejas. Pero Abdullah sabía que era Medianoche. No había confusión posible por el modo en que se movía. Al principio, cuando se desvaneció en la profunda sombra negra de un gablete, supuso que buscaba una paloma dormida para llevarle otra inapropiada comida a Mequetrefe. Pero apareció de nuevo cuando Abdullah iba por la mitad del siguiente callejón y se arrastró cautelosamente a lo largo de un parapeto que había sobre él. Al cruzar un estrecho patio que tenía tinas con árboles en el centro, la vio acercarse hasta allí saltando de un canalón a otro y supo con certeza que le estaba siguiendo. No tenía ni idea de porqué. Le siguió la pista con el rabillo del ojo mientras bajaba los dos callejones siguientes, pero sólo logró verla un instante, en el arco de una entrada. Cuando llegó al patio adoquinado de la casa del mago real, no había señales de ella. Abdullah se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.

Era una casa estrecha y bonita con vitrales romboidales en sus ventanas y entrelazados signos mágicos pintados en sus viejos e irregulares muros. A un lado y otro de la puerta principal, sobre dos soportes de cobre, ardían grandes espirales de llamas amarillas. Abdullah agarró el aldabón, un rostro de mirada maliciosa con un anillo en su boca, y llamó con energía.

Un criado de cara alargada y adusta abrió la puerta.

—Temo que el mago está extremadamente ocupado, señor —dijo—. No recibe clientes hasta nueva orden. —Y empezó a cerrar la puerta.

—¡No, espera, fiel criado y el más encantador de los lacayos! —protestó Abdullah—. ¡Tengo que comunicarle algo que atañe nada menos que a la seguridad de la hija del rey!

—El mago lo sabe todo acerca de eso, señor —dijo el hombre y siguió cerrando la puerta.

Abdullah puso su pie con destreza en la puerta.

—Debes escucharme, oh, el más sabio de los sirvientes —empezó—. Vengo...

De detrás del criado, la voz de una joven mujer dijo:

—Espera un momento, Manfred. Sé que esto es importante.

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